El arribo de colombo-venezolanos
a Maicao comenzó hace 7 años…
“La casa de César tiene paredes de tela. Cuatro palos de madera hacen las veces de vigas para sostener un techo de plástico. El piso es de tierra, la misma que le vendieron por 600.000 pesos en el asentamiento La Pista, en Maicao – La Guajira, hace tres meses cuando llegó de Venezuela con su esposa y tres hijos que no superan los cinco años…”.
■ EDO.BOLÍVAR: Incautan 5 helicópteros a banda de “El Run…”
■ La Pista es el asentamiento informal más grande de América Latina, está ubicado en Maicao, hay miles de venezolanos viviendo en condiciones de pobreza: sin electricidad, sin agua, vialidad y en ranchos.
■ El alcalde de Maicao, al ser consultado sobre la situación de La Pista, explicó que la migración para él ha sido toda una oportunidad para ayudar. Además, asegura que están recibiendo dinero para atender a los migrantes. Ni son de aquí ni son de allá, son los pasajeros que protagonizaron un aterrizaje de emergencia en esta pista de arena, y tal vez sea el último vuelo al que sobrevivan.
■ La casa de César tiene paredes de tela. Cuatro palos de madera hacen las veces de vigas para sostener un techo de plástico. El piso es de tierra, la misma que le vendieron por 600.000 pesos en el asentamiento La Pista, en Maicao – La Guajira, hace tres meses cuando llegó de Venezuela con su esposa y tres hijos que no superan los cinco años.
Colombia, La Guajira, Maicao.- La Pista: 13.000 personas se tomaron viejo aeropuerto de Maicao y es la invasión más grande de América Latina. La casa de César tiene paredes de tela. Cuatro palos de madera hacen las veces de vigas para sostener un techo de plástico.
El piso es de tierra, la misma que le vendieron por 600.000 pesos en el asentamiento La Pista, en Maicao – La Guajira, hace tres meses cuando llegó de Venezuela con su esposa y tres hijos que no superan los cinco años.
El terreno que le vendieron, a ciencia cierta no es de él y probablemente de ninguna de las 13.000 personas que habitan el que, según Acnur, es el asentamiento informal más grande de América Latina, pero a fin de cuentas tierra es tierra y para ellos eso lo es todo.
“Aquí no vivimos bien, vivimos felices porque tenemos el techo. Aunque sea ilegal, lo tenemos. Eso es darle gracias a Dios y tener una bendición”, expresó Ana, una de las líderes del asentamiento.
Desde hace siete años, las familias comenzaron a asentarse en lo que era el antiguo aeropuerto, de no más de 1.200 metros. Sin embargo, durante la pandemia se presentó una llegada masiva de migrantes venezolanos, colombianos retornados y de acogida —como los indígenas Wayú—, lo que agravó la situación.
Alrededor de 500 familias construyeron sus ranchos en ese terreno, que pasó a manos del municipio desde hace más de 30 años, cuando la aeronáutica decidió no renovar el contrato y cerrar definitivamente la pista.
Desde entonces, el número de familias no ha dejado de crecer: en solo un año hubo un aumento de 1.000 y ya son más de 3.000.
Un equipo periodístico de EL COLOMBIANO viajó hasta la zona y recorrió el asentamiento durante cuatro días, para conocer las condiciones de vida de esta población.
La invasión más grande de América Latina está en Colombia. Con 13.000 personas, La Pista es el asentamiento informal más grande en la región, según Acnur. Así es como viven sus habitantes ⬇ pic.twitter.com/3LmHp99grG
— El Colombiano (@elcolombiano) December 12, 2022
Líderes de la zona:
Precisamente, César, sus hijos y su esposa son el rostro de una familia que tuvo que migrar en búsqueda de un sistema de salud más eficiente. Una gripe mal cuidada hizo que el padre perdiera un pulmón. Ahora requiere una cirugía pero, como no puede pagarla, tiene que llevar una sonda y una bolsa pegadas a su cuerpo, por donde drena líquidos.
Según la administración municipal, hasta la fecha se han hecho cargo de las necesidades y dificultades que atraviesan los asentados, y aunque aseguran que gestionan las ayudas internacionales de más de 35 organizaciones cooperantes, en sus bases de datos ni siquiera tienen un censo real. Por eso, líderes de la zona hablan sobre el desvío de los recursos que no permiten que las condiciones mejoren.
La senadora Aída Avello ha sido una de las que ha puesto el tema en la agenda política y ha cuestionado el trabajo del alcalde Mohamad Dasuki. “Aunque hay varias organizaciones trabajando, no se ve la inversión en las mejoras de viviendas, la precariedad es extrema y el hacinamiento estremece, ¿dónde está el alcalde?”, cuestionó la senadora en diálogo con EL COLOMBIANO.
Este medio también se puso en contacto con el alcalde Dasuki, quien explicó que la migración para él ha sido toda una oportunidad para ayudar. “Hay que aprovechar porque está llegando plata, dinero internacional que si no fuera por los migrantes, no entraría al país. Están mandando los dólares. Esa plata está circulando aquí y eso beneficia a la comunidad, a todos se les da ayuda”.
Una de las obras de las que se enorgullece es el Centro Transitorio de Solidaridad, construido en 2021, para atender a esta población.
A este municipio, ubicado en el centro este de La Guajira, se le conoce como la vitrina comercial de Colombia por sus dinámicas de mercado, y hasta allá llegan los delegados de los países cooperantes para entregar las ayudas como kits de aseo y mercados.
Viven sobre agua contaminada:
Las condiciones de insalubridad empeoran la situación. A simple vista los asentados viven en el cielo, o al menos eso dejan ver las aguas estancadas que reflejan las nubes y la chispa del sol.
Los pozos que habían construido para que funcionaran como un baño colapsaron por las lluvias y la tierra se convirtió en un lago que inunda los terrenos con aguas verdes, negras, llenas de burbujas y mosquitos. Todo eso hace que los olores en el asentamiento se confundan: huele a ceniza, a leña, a carbón, a estiércol, a heces humanas, a la alcantarilla que desagua por los lados de los ranchos.
“Esto lo que trae son más enfermedades. Tenemos una epidemia de dengue, culebrilla y escabiosis”, contó Yaneth, otra líder del asentamiento, mientras hacía equilibrio en los caminos improvisados con llantas.
En esa misma agua juegan los niños, caminan y corren descalzos en los pozos de colores diversos que les dejan gusanos en los pies y hongos en la piel. A pesar de eso siempre están sonriendo porque la inocencia solo les permite ser felices. Esos mismos pies los usan para andar largos caminos hasta encontrar algo de comida, a veces no recuerdan la ruta a casa y terminan perdidos en alguna ranchería.
Mientras tanto, a los adultos como Martín los mata lentamente la incertidumbre y el miedo de que llueva fuerte y que ese lago contaminado se meta en las casas construidas, con tablas de madera, con una mezcla de barro y palos y con los pocos escombros que quedaron de la torre de control. Las paredes se van diluyendo con los aguaceros que también se roban los techos de cartón.
Algunas familias lograron conseguir latas de zinc que resisten, pero calientan más con el sol y queman. En esos ranchos el calor se siente pesado y la luz que se roban del transformador del barrio más cercano solo aguanta el voltaje para un ventilador pequeño y un bombillo que en la noche parece un cocuyo.
Así es el rancho de la señora María, la mujer más longeva del asentamiento, que tiene 110 años y vive con su hija y cuatro bisnietos. Duermen en chinchorros o hamacas para escapar del agua, y ella, con todos sus años encima, espera paciente una sopa de agua lluvia y fideos que le preparan a diario en un fogón hecho de llantas y carbón, corriendo el riesgo de que una chispa de fuego encienda su casa.
Las calles marcadas de rojo:
El asentamiento ya parece un pueblo y tiene direcciones para ubicarse: calles, carreras y números. Cada líder está encargado de una de las 12 manzanas que componen ese lugar y deciden de manera autónoma cómo distribuir las casas. A las calles les ponen nombre para ubicarse: la morenita, la pista, la guadalupana, la torre. Cada casa está marcada con un número de color rojo, algunos ponen el nombre del dueño y las decoran con oraciones o letreros de bienvenida.
Con pintura aprovechan para promocionar sus talentos y ofrecen, por ejemplo, depilación de cejas y arreglo de uñas. Pero las actividades económicas que predominan en el territorio son la venta de reciclaje y de agua que se reparte en burros por todo el asentamiento, a 3.000 pesos el galón.
El estrés es un arma de guerra:
En La Pista todo cuesta: el agua, la tierra, el fuego, la comida. Se alquilan las lavadoras, se roban la energía que pegan de unos palos de madera como postes sobre el agua. Lo único que no se puede comprar es el aire.
La bolsa pequeña de carbón cuesta $2.000 y un paquete de harina para hacer arepas está en $5.000. Con eso les alcanza para alimentar a una familia compuesta por cuatro o cinco integrantes.
El alcalde Dasuki dice que es imposible darles los servicios básicos para una vida digna, porque “no podemos legalizar invasiones, pero les estamos garantizando su estadía porque ¿dónde me voy a meter a 13.000 personas?”.
Las amenazas de un posible desalojo mantienen la incertidumbre y el estrés martillándoles la cabeza cada noche, pensando que pueden perder lo único que tienen: un pedazo de tierra inundado, pero propio.
#InformeEspecial | En ‘La pista’, el asentamiento más grande de Latinoamérica, se vive un día a la vez. Es la fórmula que todos los migrantes que allí habitan aplican para sobrevivir en la desventura. Más en https://t.co/yqNEZK7rZ3 pic.twitter.com/eVZvlW3sVT
— Noticias Caracol (@NoticiasCaracol) October 3, 2022
RADIOGRAFÍA:
“No nos mata el hambre sino el estrés”
*Luis Dermides es el líder de la manzana número 12, la que llaman La Torre. A su cargo tiene por lo menos 1.430 personas que todos los días le preguntan por los rumores que corren en La Pista sobre el desalojo. Él solo responde que es urgente una reunión con el mandatario local para que aclare lo que pasará con ellos en el futuro.
Aunque el alcalde Dasuki asegura que no va a sacarlos del asentamiento, al parecer el rumor viene por parte de otros políticos que quieren quedarse con el poder del municipio. Así lo relató una de las lideresas al comentar que todos los interesados llegan prometiendo que no los van a desalojar, pero que si votan por el contrario, ese sí los va a sacar del terreno.
En este panorama de inhumanidad, la incertidumbre y el miedo juegan como una movida en el tablero de la política.
“Aquí no vivimos bien, pero vivimos felices porque tenemos el techo. Aunque sea ilegal, lo tenemos. Eso es darle gracias a Dios y tener una bendición”, expresó Ana, una de las líderes del asentamiento…que huyen del socialismo chavista. En el asentamiento interno de La Torre encontramos a Yulimar Oviedo, nos relató cómo su familia “aterrizó” de emergencia en este lugar hace varios años: “Escuchamos que iba a haber una invasión, y nos vinimos para acá y llevamos como cuatro años acá”.
Yulimar logró refrescar y asear a su pequeña con el agua que les compró a los burreros. Cuenta que la familia llegó con la primera invasión que se vio entrar a La Pista: “Esto estaba feo, había mucho monte y había uno que otro ranchito, nos mudamos así hasta que la gente empezó a ubicarse. Le pusimos unos palitos ahí y después hicimos el rancho”.
Demarcaron el pedazo de tierra, cuenta que la lucha por sobrevivir fue feroz y terminó desintegrando la familia. Ella se quedó junto con su papá, que le ayuda a cuidar a la pequeña. La vida del abuelo actualmente está entre ir y venir de Venezuela, donde tiene otros hijos. Es una vida pendular que asumen muchos migrantes, dicen tener su corazón en Colombia y su alma en Venezuela: “Mi papá vive allá atrás con mi mamá. La huerta la puso mi mamá y hasta puso sábila.”
¿Y usted se va a quedar acá? “Sí, sí, tengo dos hijos, no puedo estar rodando”.
El suyo fue un aterrizaje forzoso y definitivo, sus hijos crecerán como otros cuatro mil niños que se estima tiene La Pista. Aunque no existe un censo oficial, los 12 líderes que tiene el asentamiento coinciden en afirmar que el 60% son migrantes. Los indígenas wayú son el 40%, para quienes no existen fronteras entre las dos naciones.
Aquí los niños salen de los ranchos a saludar con un choque de manos al forastero que les simpatiza.
En la manzana ocho está la mayoría de retornados wayú. Hablamos con Noris Paz, quien tiene una familia muy numerosa: en total son 11. “No hemos comido. No le voy a decir mentiras”, dice.
Mantienen el fogón encendido a la espera de llenar la olla para saciar el hambre de los once miembros de la familia wayú.
Noris tiene una gran preocupación, los techos de plástico están agujereados: “Cuando llueve todo se moja, todo son plásticos. Y no tenemos un baño y entre nosotros lo hicimos, un baño se hizo en un hueco, prácticamente, y hacemos todos ahí. En el baño todos tenemos que hacer una colita para ir allá”.
Sobre el terreno de La Pista están los que lograron levantar casas recicladas de madera y techo. A unos metros están los que tiene casas de lámina de metal. Al lado están los más miserables, los que sobreviven en cambuches. Y entre esos miles encontramos a Carmen Lucía, una migrante que llegó con la pandemia y que, después de construir su familia en el estado Zulia, se quedó sola naufragando en La Pista”.
Recuerda Lucía que una señora le colaboró para que se ganara unos pesos vendiendo agua, así fue como llegó a comprar el trozo de tierra que hoy ocupa en su cambuche: “Nos encontramos un señor que era el que tenía un ranchito y me dice ‘yo estoy vendiendo este terreno, te vendo esta partecita para que compres un terreno ahí’, y sin tener dónde vivir yo acepté”.
La parcelita le costó $150.000 menos que a su vecina, le tocó pagarle al señor $200.000.
A sus 60 años, Lucía sobrevive cuidando algunas veces niños de sus vecinas, así logra ganar $15.000, que le sirven para comprar el agua y para comprar la acostumbrada “harina pan” venezolana.
“Me dura varios días, a veces una arepa en la mañana, una al medio día y cuando no hay, un vasito de agua y a dormir”, asegura…”.
Nos pide entrar para conocer su cambuche de plástico. “Acá me llueve y tengo electricidad”, señala los cables unidos con cinta, dice no sentir miedo con los cables que cuelgan.
“Más miedo da que esto esté oscuro. Acá pasan muchas cosas, por lo menos anoche no podía dormir, escuchaba unos disparos acá cerquita y eso ¡Pum! ¡Pum!, y yo decía ‘¡Dios mío! que no venga una bala que pase por el plástico’, ¡horrible!”, afirma.
La soledad y la vejez la tienen triste, pero se alimenta de coraje cada nuevo día: “Yo estoy mal, pero hay personas más mal que yo.
– ¿Aquí hay personas más mal que usted?
“Claro, personas que tienen que ir a los basureros, ¿qué pueden conseguir en un basurero de esos?, infecciones, enfermedades. Me pone triste la soledad, la lejanía”.
Las lágrimas recorren su rostro. Es verdad, La Pista es un purgatorio peninsular, cada rancho esconde un drama familiar. ¿Cómo no morir de hambre?, es la lucha que estaba dando Daisy una madre wayú.
El humo sale del fogón de su rancho donde están reunidos sus cuatro pequeños haciendo las tareas, a la espera del almuerzo. Al fondo, sobre una alberca, estaba Daisy, arreglando tres peces flacos para echarle a la sartén.
“Aquí voy a preparar tres pescaditos.”
¿Cuántos niños tiene usted?
“Son siete”
¿Y tres pescaditos para cuántas personas?
“Siete niños, mi persona y mi esposo.”
¿Tres pescados para 9 personas?
“Si señora, es correcto.”
¿Usted qué desayuno?
“Nada. Así lo hago rendir para los niños, por pedacito así – va partiendo en dos cada pescado -, yo les hablo de que la situación está muy mal, él está buscando trabajo, pero no consigue”.
A pleno rayo de sol, a 44 grados continúa cocinando en el improvisado fogón de leña y va peleando con su desgracia: “No tengo cocina, no tengo bombona de gas. Así tengo que darles alimentación y como mamá lo estoy haciendo”.
En el asentamiento todo tiene un precio, estas son las cuentas de Daisy:
“Estos palos no son gratis, como decimos, eso se compra, un palito cuesta 300 pesos y nosotros tenemos que comprar dos palos, es 600 pesos. Todo está caro, el pescado son tres pescados, es una librita, son $3.500 y no tengo más, ¿de dónde voy a sacar? Un kilo de arroz te está costando $4.800 y me toca comprar la mitad y me toca comprar un poquito, porcioncita, para los niños.
Ahora no tengo agua, está vacío el tanque. Aquí mandé esta mañana echar tres laticas, me costaron mil pesos y esto no va a alcanzar para todo el día, esto se termina y con el favor de Dios vendo y compro tres latas más”.
Terminado el pescado se acerca a la pequeña mesa donde le espera su familia: “Hoy va a tomar un vaso de agua y van a comer pescadito porque no hay arroz”.
Tres pescaditos partidos en trocitos servidos para compartir y que rápidamente las pequeñas manitas llevan a sus bocas ávidas del alimento fugaz. Al lado, está el padre alzando al más pequeño, se mantiene en silencio mientras Daisy se atora con sus lágrimas: “Le digo esto, esto para mí es muy duro, muy difícil, porque no tengo un trabajo estable, no tengo”. Daisy se quiebra en llanto.
En otro punto está el vecindario de Dérmides Toloza, el líder vendedor de tintos. Su manzana se llama La Torre y está construida sobre los cimientos del antiguo aeropuerto que aún conserva los corredores peatonales. Él y su esposa Yuleima han luchado codo a codo para construir su pequeño y amoroso hogar. Él nos recibe en el portal de su vivienda para hablarnos de su mayor preocupación:
“A nosotros no nos está matando el hambre, a nosotros nos está matando el estrés que estamos cargando, porque nos acostamos y despertamos pensando que si nos van a sacar no tenemos para donde agarrar y nos levantamos pensando en lo mismo”.
La problemática de los migrantes en La Pista terminó afectando a los vecinos que, a pesar de ser solidarios, han terminado pagando el robo de energía, soportando la inseguridad, el pandillaje, las noches de vicio y prostitución en la zona.
Juan Carlos Parody es un líder social carismático vecino al asentamiento con el que recorrimos la ciudadela de miseria: “Aquí hay 23 organizaciones internacionales ayudando a los venezolanos, supuestamente se han gastado un promedio entre 50 y 60 millones de dólares, eso es mucha plata. Aquí lo que ha hecho falta es una cabeza visible, entonces usted ve una caravana de carros de gente ganándose 7 u 8.000 dólares y venir a repartir un mercadito que solo ayuda a aumentar la problemática, el problema que ellos tienen es de arreglarles su situación”.
Los puntos sobre las íes los pone Juan Carlos, al que sus vecinos de La Pista escuchan y estiman: “En esta casa de miseria que usted ve puede encontrar a un profesional, profesores, por ejemplo, de bilingüismo, que sabe perfectamente el inglés, ¿por qué no facilitamos las leyes para que ellos puedan trabajar y atender dignamente a sus propios hijos?”.
Es un drama humanitario que va en aumento, una bomba de tiempo social, los migrantes quieren saber si los dejarán vivir en La Pista o los van a desalojar, le preguntamos a líder Toloza de quién es el terreno que ocupan.
“Esto pasó a manos de la Aeronáutica Civil con un contrato, el cual ya se venció hace unos siete años. Ya pasó a manos de la Administración, o sea, de la Alcaldía. Tienen un proyecto, pero no lo han realizado, un proyecto de vivienda, de una pista de patinaje, estaban plasmados para ejecutarlos, pero hace muchos años”, responde.
La postura del líder vecino Parody es diferente: “Este es un aeropuerto de seguridad nacional, todavía tiene sus protecciones, porque así está establecido. O sea, ellos no se pueden quedar acá, tienen que salir, desafortunadamente la ley así lo establece. Lo que establece el ordenamiento jurídico es que los inmuebles y bienes del Estado no se pueden invadir, la propuesta de nosotros es que los reubiquen a ellos, que les den una casa digna con recursos del orden internacional, porque la plata viene, pero si no se planifica no hay nada. Tarde o temprano deben desalojar estas personas para reubicarlas en otro sitio para que vivan dignamente”.
Este es un punto de quiebre difícil de afrontar y que podría generar un mal mayor, pues los habitantes de La Pista no están dispuestos a renunciar a su tierra usurpada. Los dice Toloza, el líder de la Torre, el primer asentamiento humano que se vio en La Pista.
“No, pues a pelear como gato boca arriba, y pelear porque ¿para dónde tiro, para dónde voy?. La Pista es parte de mi vida, porque si en todos estos años no había conseguido estabilizarme y ahora consigo esa estabilidad dentro de este asentamiento, dentro de esta pista, o dentro de esta comunidad, esta es mi vida, para dónde voy, si la lucha y la vida mía es aquí en Colombia”, comenta.
Desde el antiguo aeropuerto de Maicao se escucha el eco de miles de pasajeros nuevos que quieren salvarse, son los jóvenes y niños que llegaron como migrantes con sus familias.
Ni son de aquí ni son de allá, son los pasajeros que protagonizaron un aterrizaje de emergencia en esta pista de arena, y tal vez sea el último vuelo al que sobrevivan.
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*Eligio Rojas: Periodista del diario Últimas Noticias.
Por: Marcela Pulido Ovalle / Paulina Mesa Loaiza
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Colombia, Cartagena. miercoles 21 de diciembre de 2022
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