En la actualidad trabaja en la
publicación de sus memorias
■ Lo conmemora con dos muestras en Caracas y Panamá.
■ El más importante de los artistas venezolanos vivos celebra su cumpleaños hoy,
■ Abrió las puertas de su taller en París para hacer un balance de sus nueve décadas de existencia y sobre todo, de invención.
En los años treinta, Carlos Cruz-Diez solía regresar de la escuela con notas que sus maestros dirigían a sus padres, en las que se quejaban de que el niño no prestaba atención a las clases, y que en lugar de concentrar su atención en el pizarrón se dedicaba a hacer muñequitos en sus cuadernos. Los docentes estaban aún muy lejos de imaginar que tenían al frente a quien se convertiría en uno de los artistas más renombrados de la modernidad, la persona que haría evidente ante los ojos del mundo que el color no es un hecho comprobable, sino una realidad cambiante, una experiencia que cada quien vive a su manera.
Sus educadores tampoco hubieran apostado que en el año 2012, Cruz-Diez, ya con 89 años de edad, recibiría el premio Penagos al Mejor Dibujante en España, ni que esos bosquejos infantiles serían guardados con celo durante ocho décadas, primero en un ático, y luego en un centro de documentación en París.
Los viejos cuadernos escolares son una de las posesiones más preciadas de uno de los mayores exponentes del cinetismo, que celebra hoy sábado sus 90 años de edad con la inauguración de muestras que se llevarán a cabo simultáneamente en Caracas, en el museo que lleva su nombre ; y en Panamá, donde hace un tiempo abrió una sucursal de su atelier.
Cruz-Diez vuelve sobre sus trazos infantiles en su apartamento de la Rue Sémard, la calle en la que vive y trabaja desde 1960. Se enorgullece de que a pesar de su corta edad, ya iba mucho más allá de los clásicos barquitos y casitas de chimeneas humeantes que hacían sus compañeros. “De niño estaba siempre dibujando y pintando. A los seis años me veían constantemente con una enorme caja de colores. Me recuerdo así. Lo que me gustaba era la imagen. Hacía periodiquitos en la escuela con una imprentita con caracteres de goma que me regaló mi papá, que funcionaba con una almohadilla entintada”, dice, mientras sorbe un café negro.
El caraqueño ha pasado el último año escribiendo sus memorias, una autobiografía que redacta junto con el escritor Edgar Cherubini Lecuna. Se titulará Recuerdos de lo que me acuerdo y es uno de los proyectos que más le entusiasma en la actualidad. El libro estará listo para finales de año. El artista confiesa que 2013 ha sido un año intenso tanto en materia expositiva como en el ámbito editorial. Su obra Reflexión con el color acaba de ser reeditada en mandarín. “¿Te acuerdas de una canción de Los Criollos, que dice: `Bolívar era tan famoso que hasta en la China sonó’.
Bueno, con el color es así”.
El Lejano Oriente ha recibido las Fisicromías, Cromointerferencias y Cromosaturaciones de Cruz-Diez con avidez en el último lustro, en los que ha presentado numerosas exposiciones, sobre todo en China y Corea del Sur. “La idea era informar a los asiáticos de todas las investigaciones que he hecho sobre el fenómeno cromático. Es muy interesante porque ellos no tienen la misma noción del color que tenemos nosotros. Para ellos es algo más limitado: rojo, oro, blanco y negro. Esa es una cultura de escritura, no de imágenes y eso permea el arte. Cuando muestras un color que no está en el soporte, se fascinan; es un descubrimiento”.
Asegura que las muestras fueron planeadas por sus tres hijos, que están a cargo de la organización de exhibiciones, entre otras tareas del atelier.
Hace menos de un mes clausuró su sexta muestra en China, titulada Carlos Cruz-Diez, circunstancia y ambigüedad del color , que se presentó en Hangzhou, ante los estudiantes de la Academia de Artes de ese país. “Fuimos a las universidades, donde está el futuro. La respuesta ha sido buena, entusiasmante, porque les estás dando una información, mostrando unas posibilidades que ellos no tenían. Ya hemos recorrido cinco museos. Hay un gran interés. Este año hicimos la muestra de Pekín, en la que Ariel Jiménez hizo una charla.
La sala estaba repleta, con 500 personas adentro y 200 afuera. La gente hacía notas, leía el texto traducido”.
En su ordenada y espartana oficina, equipada con un escritorio de madera, dos computadoras, dos impresoras, una biblioteca, un muestrario de colores, algunas fotos familiares y varias obras suyas, Cruz-Diez narra que no terminó la secundaria. La abandonó, con el apoyo de sus padres, para inscribirse en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas.
Llevó las historietas que solía diseñar desde muy temprana edad, algunas de la cuales habían sido publicadas en la sección infantil de la revista Élite . Ello le bastó al director, Antonio Edmundo Monsanto, para admitirlo. “Ese momento fue tan importante para mí que recuerdo hasta el olor del sitio. Podría dibujar de memoria los murales estilo renacentista, que eran los ejercicios de los alumnos, que había en el lugar. Ahora con el tiempo me doy cuenta de que aunque la escuela tenía un presupuesto muy precario, su nivel intelectual era de la élite. Monsanto, Lopez Méndez, Edoardo Crema, Alejo Carpentier, Narváez, Fabiani, Marcos Castillo, Durban recibimos una formación bien sólida. Aprendimos a ver lo más importante. Dibujar es saber ver. Quien no sabe ver no sabe dibujar”.
Paralelamente, desarrolló una carrera como dibujante de tira cómicas e ilustrador en varios medios impresos, entre ellos La Esfera y el Papel Literario de El Nacional , donde fue testigo de la censura aplicada por la dictadura perezjimenista. Luego pasó al campo publicitario. Fue fundador y primer director creativo de la agencia McCann-Erickson. “Estuve seis años en la agencia. Me causaba una gran angustia porque me quitaba mucho tiempo. La publicidad es un trabajo en el que estás durmiendo y sueñas con las campañas. Siempre tienes que estar produciendo ideas eficaces de inmediato y sin equivocarte. Eso es lo que me ha permitido hacer tanta obra, sobre todo las de gran formato. Cada una de esas es de tal complejidad y dimensión, que tienes que convertirte en un gerente para poder llevarlas a cabo. Sin la disciplina que me dieron la publicidad y el periodismo, no hubiera podido lograr lo que quería”.
De Caracas a París:
El maestro siempre habla en plural de sus proyectos y obras. El trabajo en equipo, junto a sus hijos Carlos, Jorge y Adriana; su nuera Silvia Ana y sus nietos, es una de las características más notables de su atelier. Involucrar a la familia era la única manera que tenía de desarrollar proyectos a escala monumental, como la Ambientación cromática para las salas de máquinas de la Central Hidroelétrica Raúl Leoni, que le tomó nueve años de trabajo. La pieza que creó para la sala 1, mide 260 metros de largo por 23 metros de ancho y 26 metros de alto. La de la sala 2 tiene unas dimensiones de 300 metros de largo por 26 metros de ancho y 28 metros de alto.
Su esposa Mirtha, fallecida en 2005, supo desde un principio que para el maestro, arte y vida familiar eran una misma cosa. Siempre ha tenido el taller en casa, primero en Caracas y a partir de 1960 en París.
“En 1955 vinimos por primera vez a Francia. Quise irme de Venezuela en plena dictadura, después de algo que ocurrió en una reunión de tipo social. En esa época éramos melómanos.
Siempre cantábamos. A Mirtha yo la enamoré cantándole boleros. Un día estábamos en casa de unos amigos cantando, de repente sonó el timbre y apareció un subteniente.
Mis queridos amigos salieron a hacerle coro al militar. Nos quedamos Mirtha y yo como dos pendejos, en silencio. Fue cuando le dije: `Este país no es el nuestro. Este país es el de ellos’. `Tienes razón, vámonos de aquí’, me dijo”.
Llegó y lo primero que hizo fue buscar a Jesús Soto, su compañero en la Escuela de Bellas Artes. “No vengas, tengo lechina”, le hizo saber. El creador del Penetrable le sugirió que fuera a visitar la galería Denise René, donde desmontaban la exposición Le Mouvement , una de las primeras que se le dedicó al cinetismo, en la que además del venezolano participaron Víctor Vasarely, Yaacov Agam, Pol Bury, Alexander Calder, Marcel Duchamp, Robert Jacobsen y Jean Tinguely. Ya para la época, Cruz-Diez había abandonado la pintura figurativa, de corte realista y costumbrista, para experimentar con el color. “Ese día me presenté ante Denise René (llamada la “Sacerdotisa de la abstracción”) que conocía a todos los venezolanos, a Soto, a Omar Carreño, y ella muy amablemente me mostró las piezas descolgadas en el suelo.
Me dije: `Entonces estoy en lo cierto’. Fue muy importante ver eso. El tiempo, el espacio y la participación estaban allí”.
En 1954 hizo sus primeras composiciones abstractas con líneas y puntos, en su mayoría pensadas como murales. “Estaba trabajando esos proyectos y me decían que no era arte sino decoración. Pero bueno, todavía hay gente que no entiende a Proust, ni Rayuela . Con Soto hablaba del arte en la calle, que no se trataba sólo de algo que se cuelga con un clavo de la pared, sino que era capaz de transmitir mensajes importantes a todo nivel. Soñaba con modificar una calle, pero en París, Barcelona o Londres me parecía imposible. Pensaba que en mi país todo estaba por hacer, que todo se podía realizar en Caracas sin necesidad de destruir nada. Poco tiempo después regresé a Venezuela, lleno de ideas como un inmenso globo”.
Cruz-Diez trabajó aproximadamente cuatro años en la capital, antes de partir definitivamente a la ciudad luz. Allí ha consolidado una carrera, ha participado en las exhibiciones de arte cinético y latinoamericano de mayor renombre. Sus obras se han integrado a mucha ciudades del mundo, pero él es vecino amable de la Rue Pierre Sémard, el señor que saluda al sastre, al cartero, y tiene permanentemente una mesa reservada con su nombre en el bistró de la esquina. Su taller es una antigua carnicería, cuya fachada aún reza: “Boucherie triperie volaille”. Allí, unas 20 personas le ayudan a ensamblar sus piezas con máquinas que él mismo construyó. “Toda la vida he sido un inventor.
De niño me hacía los juguetes, y si me regalaban uno nuevo lo desarmaba para armarlo de nuevo, de forma diferente. El arte es invención, pero yo no inventé el color. Lo que hice fue investigarlo, poner en evidencia algo que ya había sido estudiado y comprobado, pero que aún no era visible, nadie los disfrutaba. El artista lo que hace es revelar las cosas que están frente a uno y nadie las ve”.
Desde que llegó a París no ha pasado un día que no haya estado frente al caballete, a la hoja en blanco o a la computadora, buscando nuevas formas de invitar a sentir los rojos y los verdes, de generar el amarillo aditivo o hacerlo flotar en el espacio.