A la memoria de Manuel Caballero,
que murió con su boina puesta
Esta semana nos abandonó un intelectual de primera línea, Manuel Caballero. Un hombre comprometido hasta los huesos con las luchas de Venezuela y luchador incansable por la democracia y la libertad.
En su libro Gómez, el tirano liberal nos habla de ese momento, tan particular como frecuente en Venezuela, en que los gobiernos pasan de la “dictablanda” a la “dictadura”. Pasan de la relativa tolerancia de sus disidentes a su abierta persecución y silenciamiento. Para que este paso se dé, es indispensable el silencio cómplice de las instituciones y de los adulantes incondicionales, que siempre han existido y de los cuales suele hacerse tanta mofa después, cuando el miedo pasa o cambia de dueño.
Manuel nos deja en un particular momento de esta conocida transición, cuando su aguda pluma y maravilloso humor eran tan indispensables.
Este momento particular en el que nos confrontamos con nuestro destino. Los venezolanos estamos asistiendo como espectadores al desmantelamiento de nuestra patria cruzados de brazos, viviendo quizá en esa terrible situación a la que Picón Salas refiere como el “vivamos, callemos y aprovechemos” en la que se consumieron tantas generaciones de venezolanos en la estúpida creencia de que se puede sacar alguna ganancia –material o política– de la quiebra económica, moral e institucional de la nación.
¿Será que hay algo en nuestra constitución que nos impide apropiarnos de nuestro destino? ¿Será eso de que hablaba Cabrujas de que provenimos de la fusión de tres culturas de paso, ninguna de las cuales se siente a gusto? ¿Será que no nos hemos terminado de formar? ¿Será que en verdad Venezuela todavía no se ha fundado? Nunca, como ahora, tantos venezolanos han huido del país. Frente a las adversidades, frente al autoritarismo, para muchos la opción (con comprensible derecho) es el conocido “plan B”. Una de nuestras desgracias es que somos un país de “plan B”, que pocas o raras veces ha tenido “plan A”, esto es, un modelo, una noción, un proyecto de país sustentado no en la idea de que somos una mina de extracción, una taquilla de cobros, sino una comunidad con destino, con proyectos colectivos que vayan más allá del exclusivo provecho personal.
La gran tragedia venezolana es quizá que quien llega al poder, no dudamos que preñado de buenas intenciones que encantan y seducen, como sedujo Gómez a los venezolanos de entonces, termina reproduciendo el estado de cosas contra el cual insurgió y –las más de las veces– agravándolo. En Venezuela las revoluciones más que acabar con las arbitrariedades, terminan siendo simplemente un cambio de arbitrarios, un “quítate tú pa’ ponerme yo”. Si el conjunto de leyes que se aprueban en este momento hubiesen sido aprobadas por la cuarta, muchas voces que hoy guardan silencio y levantan la mano se habrían escandalizado, como lo hacían entonces. Esto lo que demuestra es que las convicciones eran una excusa para llegar al poder y que una vez en él se pierden. Lo que aturde de este momento es la desnudez de las intenciones y el inédito cinismo Señores: la transición ha comenzado.
Laureano Márquez
17 Diciembre, 2010
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