De cuando éramos felices y no lo sabíamos
I
La zurra que le dio la abuela:
Se metió furtivamente en el cuarto de la abuela, registró las gavetas de madera de la vieja máquina de coser y consiguió inmediatamente un pote blanco con tapa roja que contenía aceite y el cual usaba la anciana, cuando le daba un ligero mantenimiento maternal a su instrumento de confeccionar vestidos a las nietas.
Salió de la habitación y se introdujo en su cuarto mientras sentía que el corazón se desbocaba en su pecho como un potro loco que corría con frenesí libre como si fuera el caballo del “zorro”.
Se sentó a un costado de su cama y debajo de ella sacó la caja de madera que contenía los patines de hierro oxidados por los años y golpeados por las travesuras, brincos contra el pavimento, que le habían dado sus hermanos mayores en tiempos pretéritos.
Tomó el pote de aceite y gastó todo su contenido en lubricar las ruedas rojas que comenzaban a girar sin fricción y el sonido de las bolitas de plomo le hacía imaginar el deslizamiento rápido dando círculos en la plaza.
Tan pronto la abuela se fue a pasar la siesta, salió inmediatamente de la casa y corrió a llamar a Gustavo para que le prestara la llave ajustable y luego ponerse los patines que lo llevarían al paraíso detrás de la chiquillería que haría lo propio.
El aire decembrino le pegaba en la cara mientras seguía a los demás muchachos haciendo una especie de tren, pero el muchacho se desprendió del grupo y fue a rodar sobre la acera rústica, malogrando sus rodillas.
Ese raspón no lo podía ocultar ni el gasto del aceite tampoco: Ya sabía lo que vendría, pero valía la pena.
II
Los pantalones largos de Ché María:
Los años habían pasado tan rápido que no atinaba ha entender que ya no podía seguir aceptando cuentos de mamá sobre el Niño Jesús que llegaba a media noche; entrara por la ventana cargado de juguetes y los dejara al pie de su cama, mientras él dormía plácidamente, con la esperanza de abrir los ojos y encontrarse algo bonito como siempre había sido desde que estaba seguramente en la cuna.
Este año quería recibir un guante de baseball con un bate y una pelota. Sin embargo, a pesar que pasó toda la semana revisando los cuartos y los escaparates de la casa, no consiguió nada que se asemejara a un bulto grande de regalos metidos en una gran bolsa con dibujos navideños por fuera. Nada de eso.
Su madre no le había hecho ninguna insinuación que el Niño Jesús había recibido su carta y que igualmente sería complacido debido a su buen comportamiento estudiantil y familiar. Todo se veía normal la noche de la cena de navidad; su madre se veía muy contenta y radiante como siempre, pues disfrutaba intensamente las horas tradicionales sobre la mesa adornada con manjares de lechosa, dulces secos, ensaladas , vinos y la esperada hallaca que ya emitía su olor inconfundible en la olla hirviendo.
Fue después de cenar cuando su madre le dijo que ya estaba muy grande para recibir al Niño Jesús y que también debía usar sus pantalones largos a sugerencia de su padre: Sintió como si el corazón se le volteaba de una manera difícil de expresar, pero a la mañana siguiente estaban sus regalos al pie de la cama con una tarjeta de su mamá.
LUIS ALFREDO RAPOZO
luisrapozo@yahoo.es
@luisrapozo
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