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Saturday, November 23, 2024
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CRISIS: familias venden sus pertenencias para subsistir



La economía subterránea ó
los “mercados” de pulgas

Los venezolanos venden sus cosas en pulgueros y redes informales para financiar su salida del país. O para hacer más llevadero el día a día en Venezuela…”.

[karma_by_kadar__simple_player title=”Concesionarios de Nueva Esparta venden repuestos por déficit de compras.” src=”http://audioteca.unionradio.net/wp-content/uploads/2018/03/Guedeza15.mp3″]

AUDIO: “Gabriel Briceño Armas, informó que, por la ausencia de ventas en el sector, la industria se dedica a proveer servicios técnicos y de reparación…”.

 

■  CRISIS: Venden aceite quemado ante falta de lubricantes.

■  Más de 4 millones de venezolanos han abandonado el país. Esto ha generado una caída de la población de un 5,5%.

■  Para comprar la Canasta Alimentaria Familiar para cinco personas son necesarios 63,8 salarios mínimos. Si antes un kilo de harina costaba, bajo el precio regulado por el Gobierno, 5 céntimos de euro, ahora cuesta alrededor de un euro o dos.

Caracas.— Un piano, sillones estilo Luis XVI, cristalería de Bohemia, frigoríficos, peluches, lavamanos, cocinas completas o un estudio de radio portátil profesional. Todo a buen precio, aunque de segunda mano. Los venezolanos venden sus cosas en mercadillos y redes informales, pero a diferencia de lo que ocurre en España, no buscan deshacerse de algo que no usan o de un regalo que no les gustó. Están vendiendo sus pertenencias para sobrevivir el día a día en Venezuela o financiar su salida del país.

Es domingo y en Prados del Este, una zona clase media-alta de Caracas, debajo de un puente de la autovía, hay una suerte de rastro. Los casi cien puestos con mesas improvisadas, carros con el maletero abierto mostrando su mercancía. En una reja que separa el recinto de la calle hay unas cajas con ropas usada. En ese mismo puesto, zapatos sin pareja (para que no los roben), desgastados. La estampa contrasta con otra a unos escasos metros: una pista de tenis y sus usuarios, impolutos, radiantes, como recién salidos de un anuncio de champú.

Estos ‘Corotazos’ (cachivaches) se organiza cada semana. La gente previamente paga una pequeña cuota para tener su espacio y desde las nueve a las tres de la tarde venden casi lo que sea. Nelson Álvarez lleva en esto seis semanas. No sólo acude acude a este mercadillo de Prados del Este, también a otros que se organizan en varias zonas de la ciudad.

Se enteró de este modo de venta por su mujer, que a su vez vio en redes sociales que se alquilaban puestos de venta en el puente. Su puesto lo montan entre varios amigos. “Traemos las cosas de nuestros familiares que se han ido por la crisis económica que estamos viviendo. Nosotros las vendemos, les enviamos el dinero como se pueda y ellos nos dan un porcentaje”, cuenta Nelson, rodeado de una batidora eléctrica, zapatos usados y peluches nuevos de un emprendimiento familiar que nunca se llevó a cabo.

En los últimos años, la salida de los venezolanos en busca de mejores condiciones de vida ha crecido a un ritmo vertiginoso. De alrededor de 695.000 a finales de 2015, actualmente esa cifra sobrepasa los cuatro millones, según datos de la ONU. Esto ha generado una caída de la población de un 5,5%. Sus familiares se han ido a Estados Unidos. Algunos llevan seis meses, otros un año. “Ya están viendo que no van a volver y venden todo. Como es familia, vamos a sus casas, revisamos que se puede vender, buscamos a cuánto está en el mercado y se vende a un precio más económico. Si es algo que está de remate pues al menos se saca provecho de lo poco por lo que se venda”.

Los venezolanos venden todo para pagar su viaje fuera del país. La liberalización de los
precios ha acabado con el mercado negro de alimentos y productos básicos. Pero a un
precio que la mayoría de los venezolanos no se puede permitir.

Precios en dólares:

Los precios de todo el bazar están en dólares. Aunque el dólar no es una moneda de curso legal en Venezuela, se ha convertido -especialmente desde los apagones de marzo- en algo común ver el manejo de divisa en cualquier estrato social del país. Pero si no se tiene efectivo “en verdes”, se puede hacer transferencia por Zelle, Paypal o pagar al cambio del día en bolívares.

Más veterana en esto de la venta de cosas de segunda mano es una señora ya de la tercera edad a la que llamaremos Marina. Prefiere el anonimato. Hace cuatro años empezó vendiendo sus pertenencias. Cosas que, dice, no le hacían falta. Luego vendió enseres de su sobrina, de su hermana, sus vecinos. “La mayoría de las cosas es de gente que se está yendo. Me dicen que la venta es para obtener algún dinero para mantenerse allá en el destino”, cuenta mientras da detalle de todo lo que vende: tarteras, ropa, sábanas, paños de cocina, toallas.

Pero Marina no solo tiene a la venta lo que se ve en su puesto. “La gente va vaciando su casa y venden el juego de cuarto completo, la nevera, la cocina… Todo”. En ese caso, lo publica en Mercadolibre, una especie de Ebay latinoamericano que nació precisamente durante la crisis de la hiperinflación argentina hace unos años y en la que los ciudadanos buscaban salida a sus pertenencias a precios que superaran la inflación. Hoy cumple la misma función en Venezuela.

Marina, que gana entre un 10% y 20% por cada venta, dice que ha habido cambio en el patrón de compra. “Al principio (hace cuatro años), se vendía mucho más. Ponía las cosas y se vendían en seguida. Ahora mismo la cosa está floja. Creo que la gente está más bien pensando en comprar comida o incluso, no compran porque dicen ‘¿y si me voy del país?’”.

Vender ollas para comprar queso:

No solo las personas a punto de emigrar recurren a los servicios de Marina. Hay quienes se quedan, pero venden sus pertenencias para subsistir. “Hay gente que le sirve para comprar papa, queso, jamón… De algo sirve. La gente se está financiando. Hay un señora que necesita vender su juego de ollas para pagar el ‘condominio’ (la comunidad). Hay quienes han tenido sus cosas guardadas y deciden ahora venderlas para poder vivir. Sus hijos se han ido del país y se quedan solitos”, explica.

Venezuela está inmersa en una ola de subida desatada de los precios que ya alcanza niveles de hiperinflación. Según el Centro de Documentación y Análisis Social de la Federación Venezolana de Maestros (CENDAS), son necesarios 63 salarios mínimos para cubrir la Canasta Alimentaria Familiar. Un salario mínimo mensual ronda los seis euros y no da para comprar cinco kilos de pollo.

A mitad de camino entre vender para subsistir y financiar su viaje está Augusto (nombre ficticio), de Puerto Ordaz. Él y su novia tienen ya sus billetes para salir de Venezuela a finales de julio, cada uno a un país distinto. Precisamente por la inminencia del viaje prefiere mantener el anonimato.

En su cuenta de Twitter, Augusto ha puesto una lista de libros para vender. Cuando hablamos con él viene precisamente de cerrar unas ventas. “Estos libros forman parte de nuestra esencia como personas. No queremos que queden guardados o agarrando polvo, sino que lleguen a otros que los aprecien y les sirvan en su crecimiento personal”, cuenta.

Confiesa que una parte es para lo que pueda guardar cuando salga del país, pero que la mayoría de lo que obtiene se le va en el día a día. “Nos sirve para tener algo de capital para sobrevivir en el día a día y darnos uno que otro gusto antes de salir del país. También para las consultas médicas y los trámites de los documentos que nos hagan falta”.

María Daniela también está vendiendo todo lo que tiene. Sofá, frigorífico, juego de comedor, una consola de videojuegos, el sillín de una bicicleta. Lo anuncia en las historias de Whatsapp y de Instagram y luego cuadra con los interesados el precio.

Vive en Barquisimeto, una ciudad del interior del país. En su caso, cuenta que desde los megaapagones de marzo, la vida se ha hecho muy cuesta arriba. Aunque el servicio eléctrico esté prácticamente restablecido en Caracas, en el resto del país hay cortes eléctricos de horas. Se van ella, su pareja y su hija recién nacida. También sus padres, aunque a un país distinto.

“Donde vivo no llega el agua hace tres meses, se va la luz de seis a ocho horas diarias. ¿Cómo hago con mi bebé?”, se lamenta mientras desaloja, poco a poco, su hogar con la esperanza de ganar un dinero para emprender una nueva vida lejos de casa.

En el este de Caracas:

Razones como la migración y la hiperinflación han dado un nuevo auge en Venezuela al viejo y conocido negocio de la compra-venta de artículos usados.

Despojado del cutre apelativo de “mercado de los corotos”, o del un poco más maquillado nombre de “bazar”, hoy las “ventas de garage” (pronunciado “garash”, como en las películas), proliferan en urbanizaciones de clase media y en redes sociales. En general, se trata de gente que quiere ganarse algo extra a costa de las cositas que ya no usa o que piensa dejar atrás al partir.

Ropa y zapatos de marca, electrodomésticos, libros, adornos, muebles, juguetes, lencería y hasta vestidos de novia se pueden encontrar en estos mercadillos, en ocasiones a precios de gallina flaca, en otras no tanto, alegando la calidad y procedencia de cada cosa. Todo esto barnizado con una estética edulcorada que poco tiene que ver con lo que hasta no hace mucho fue el negocio de los artículos de segunda mano, tradicionalmente enfocado al target de muy precario poder adquisitivo. Hoy, comprar cosas usadas hasta puede ser chic.

Instagram es el point
La red social Instagram se ha convertido en la plataforma predilecta para montar “ventas de garage”, tanto de particulares que quieren salir de ciertas cosas como de comerciantes que han decidido establecer este tipo de negocio para ganarse la vida.

El día en que redacto esta nota la etiqueta #ventadegaragevenezuela ostenta aproximadamente 12 mil 500 publicaciones en Instagram. Vestidos, jeans de marca, consolas de video juegos, carteras, esterilizadores de teteros, muñecas, bicicletas, zapatos deportivos, y hasta una botella de whisky Regency “empezada, con 75% de su contenido aproximadamente”, se ofrecen a la venta.

Más o menos la misma cantidad de publicaciones tienen las etiquetas #ventadegaragevzla y #ventadegarageccs. El denominador común de casi todas las ofertas es el precio en moneda extranjera “o al cambio del día”.

Como un complemento a sus ingresos formales y para darle provecho a muchas cosas que tenía en su casa sin uso y ocupando espacio, la arquitecta Karem Domínguez, de Maracaibo, estado Zulia, abrió por Instagram en 2015 su garage “D’segunda mano” (@dsegundamcbo), en el que ofrece a más de 4 mil seguidores “artículos nuevos y usados, pero no abusados”. Básicamente vente ropa y bisutería.

“Había escuchado del auge de los garages y me animé, pero realmente no pensé que me iba a ir tan bien como de hecho me ha ido”, contó la ahora comerciante.

Artículos propios, de su núcleo familiar y de amistades cercanas son los que vende Domínguez en su garage. También presta su plataforma para colocar cosas a consignación, con el acuerdo previo de pagar cincuenta por ciento de la venta a quien proveyó del producto y cincuenta por ciento para ella por la gestión.

“Las garajeras” es como llama al gremio del cual se siente parte y que se cuida entre sí, promocionando la reputación de sus colegas y fomentando la confianza para que los clientes se acerquen y vuelvan.

Sobre la raya que puede significar comprar (y vender) cosas usadas, Domínguez opina: “se han desipado bastante esos prejuicios. Cuando comencé con las ventas on line la gente me preguntaba con asombro que qué clase de gente me compraba, que si era gente de bajos recursos, y cosas así. Decir antes que tú llevabas un artículo usado era ‘uy, que pena’. Sin embargo veo que ahora la gente lo está tomando con más naturalidad, ahora me piden que los etiquete y me ofrecen artículos para la venta. Definitivamente el venezolano se adapta a cualquier situación y me parece bien que la gente esté asumiendo esta opción válida para suplir necesidades”.

La pesadilla de los edificios
Si quiere pescar ofertas en una venta de garage a la antigua, es decir, no por Internet sino en vivo y directo, no tiene sino que pasearse por alguna urbanización de clase media de Caracas en fin de semana. En cualquier esquina, portón o cartelera de panadería segurito se encuentra con un cartelito casero que anuncia el evento y la dirección exacta, a veces con mapa de Google incluido para que no haya pérdida.

Las ventas de garage en casas, y especialmente en apartamentos, se han convertido en todo un reto para los predios de la gente acomodada, donde no complace mucho ni estar dejando entrar a desconocidos ni mucho menos estar mostrando la vulnerabilidad económica que significa el poner a la venta sus pertenencias.

Quien suscribe les ofrece su propio testimonio. En el edificio donde vive mi novio, ubicado al este del este de Caracas, hace algunos fines de semana las habitantes del pent house -una señora encopetada y su hija veinteañera- pegaron una hojita en el portón de la entrada anunciado su venta de garage, días antes de migrar a Miami.

No hizo falta mucho para que por culpa del anuncio escrito a mano se inundara de mensajes el chat de WhatsApp del edificio, donde se enfrentaban quienes defendían el legítimo derecho de las vecinas a rematar sus cosas y quienes consideraban que el letrero era una raya para la ilustre comunidad.

El desenlace se precipitó sin mayor trámite. Se autonombró una comisión para hacer presencia en el pent house. Menos de una hora después el grupo, comandado por la conserje, salió del apartamento soriente y bien provisto. Todos quienes fueron a reclamar dejaron la vivienda con su respectivo artículo usado en la mano, el cual pudieron llevarse por un módico precio de remate por migración.

Sin problema, las señoras pudieron seguir con su venta de garage por varios días hasta que vaciaron su apartamento. Viajaron ligeras de equipaje y con algunos dólares extra. Los vecinos, por su parte, tuvieron su final feliz con una chaqueta de Zara, unas sandalias Clarks, unos platos de navidad bien bonitos y un morral de Hello Kitty, que al menos quedaron en familia. (Por Rosa Raydán / Supuesto Negado).

¿Maduro neoliberal?:

Los supermercados se llenan, pero las neveras siguen vacías. La liberalización de los precios ha acabado con el mercado negro de alimentos y productos básicos. Pero a un precio que la mayoría de los venezolanos no se puede permitir.

Estantes llenos, a rebosar, con productos nacionales que hacía años que no se veían en Venezuela. La foto fija de un supermercado de Caracas hoy está lejos de aquella con anaqueles vacíos o con filas de un solo producto. La vista gorda del Gobierno para que las empresas marquen precios libremente a productos que antes estaban regulados ha creado un efecto bola de nieve por el que (casi) ha desaparecido el mercado negro de bienes de primera necesidad. Los mercados se han llenado de productos, pero a precios que un salario mínimo venezolano no puede soportar.

Hace apenas un año, conseguir un indispensable en la despensa venezolana como la harina de maíz precocida, arroz, pasta o detergente era una labor titánica. Imposible la mayoría de las veces, a no ser que se recurriera a los llamados “bachaqueros” del mercado negro. Todavía hay cosas que se han dado por perdidas, como compresas, desodorantes, jabones, detergentes.

Era una práctica común que, si se encontraba alguna de estas ‘joyas’, se avisara automáticamente a familiares y amigos: “Encontré harina de maíz. Quién quiere”. Y con la misma rapidez que el producto llegaba a los estantes, volaba. También era común que se formaran largas colas cuando se corría la voz de que en algún lugar iba a “llegar algo a precio regulado”.

En un mismo estante reposan montones de harina de maíz de varias marcas, arroz y pasta. Y no hay un revuelo alrededor, una muchedumbre peleando por conseguirlas, una cola.

El motivo por el que no vuelen son los precios, que parecen haberse liberado. Si antes un kilo de harina costaba -a precio regulado por el Gobierno- el equivalente a 5 céntimos de euro, ahora cuesta alrededor de un euro o dos. Aunque para estándares españoles luce como un precio normal, meter en el carrito de la compra una cosa de ese estante equivale a gastar la mitad de un salario mínimo.

Una serie de ajustes en la economía por parte del gobierno de Nicolás Maduro están detrás. “Desde septiembre hizo planes económicos, pero con más fuerza desde enero. Un plan muy controlado y encapsulado en la lógica del chavismo, pero son elementos diferentes: recortar gasto público, dependiendo cada vez menos de monetizar el déficit con bolívares del Banco Central, despenalizar el mercado cambiario, permitir la liberación de precios de productos”, explica Asdrúbal Oliveros, director de Ecoanalítica, una consultora del país.

Aunque en el tema de la liberación de precios explica que ha sido algo más informal: “Es un dejar hacer, no ha habido ley que derogue la Ley de Precios Justos, pero pareciera que el Gobierno ha decidido a conciencia no aplicarla. Lo que lleva a pensar que esto puede cambiar de un momento a otro”, explica el economista.

María Carolina Uzcátegui, de Consecomercio, una organización empresarial venezolana, apunta dos motivos por el que ahora se ven los mercados llenos: la liberación de precios y la bajada en el consumo. “Permitieron a la industria poner el precio que realmente estaba asociado a los costos de producción, no algo fijado. Eso ha hecho que muchos precios se sinceraran. Muchos se conseguía a través del bachaqueo (estraperlo) y ahora se ve en los anaqueles”.

Que la gente consuma menos, explica Uzcátegui, se debe varias cosas. “En primera instancia, los precios estaban muy altos y llevó a una caída del consumo. La gente empezó a restringir la compra. Pero además, al poder acceder más fácil a las cosas, la gente dejó de comprar por bultos (en paquetes de varios kilos)”.

Asdrúbal Oliveros explica que la clave es la corrección de precios. “Nadie produce a pérdida, y mucha de esa producción que no se veía en los anaqueles es porque iban al mercado ilegal, a los bachaqueros. Ahora no los hay., así que la percepción es que ves más productos. Corregiste precios y eliminaste el mercado negro”.

Regulación de precios, caída de la producción, contrabando, acaparamiento y escasez eran parte de un círculo vicioso que parece haberse roto. Con la regulación de precios anterior, llegó la escasez. En consecuencia, se acudía a bachaqueros (estraperlistas) para comprar productos en grandes cantidades. Así, la gente que tenía un poco de solvencia económica acaparaba productos ante la incertidumbre de volver a encontrarlos más adelante.

“Antes se compraba un bulto de harina al mes y descalabraba el presupuesto familiar. No se compraba otra cosa. Ahora se compra un kilo y ya. Eso ha hecho que el consumo por producto disminuya y que bajen los precios, que inicialmente estaban más altos en previsión de la híperinflación”, dice Uzcátegui.

Con estos ajustes de precio-consumo, hay una desaceleración de la tasa de inflación. Si al inicio del año estaba sobre el 20%, ahora está en el 5%, indica Oliveros, aunque no ha frenado tanto como para haber salido del ciclo de híperinflación actual.

“No es una verdadera recuperación, no es que el país sale adelante. Aún no existe producción nacional suficiente, tenemos pérdida del poder adquisitivo y tampoco las industrias ni los empresarios están en capacidad de adquirir más materia prima porque están descapitalizados”, señala María Carolina Uzcátegui.

Según el informe mensual de CENDAS (Centro de Documentación y Análisis Social de la Federación Venezolana de Maestros), para comprar la Canasta Alimentaria Familiar para cinco personas, en el mes de mayo eran necesarios 63,8 salarios mínimos, más de dos salarios mínimos al día. El salario mínimo mensual son 40.000 bolívares, unos 4,97 euros. Así que, aunque los mercados estén llenos, los frigoríficos de la mayoría de los venezolanos siguen vacías.

*Nota de la corresponsal – desde Caracas:

Mi casa es una ‘chivera’ (suerte de desgüace). O un museo de la migración y la supervivencia, según se mire. Está dotada de multitud de pertenencias que antes tuvieron otro dueño. Las tazas y el juego de platos los compré en Mercadolibre a alguien que no los había usado y se iba del país. El tocadiscos lo compré en un rastrillo a alguien ya ido. Una máquina de escribir Underwood –bellísima, baratísima–, que perteneció a un escritor ya difunto. Su hermana estaba vendiendo este y otros enseres para salir adelante.

Mi casa es también, a través de algunos objetos, el repaso de los amigos que se han ido.

La tetera, las sábanas, las tazas y la alfombra de Cata. Los lápices y libretas de Luciana. El edredón de Eyanir. El póster de Led Zeppelin de Dani. Los vasos de cristal y el jarrón de cerámica granadina de Kiki. La plancha de Michelle. La última adquisición: la grabadora y el micrófono de Andy.

Sé que pronto viene el reparto de las cosas de una amiga muy querida y cercana a la que voy a extrañar más de lo que imagina. Sospecho de otro reparto, aunque sus responsables aún no nos han dicho oficialmente de su partida. Pero la salida de este país es algo tan delicado, tan pendiente de un hilo y millones de papeles, que una prefiere guardar prudencia y, en silencio, desearles que todo salga bien.

Seguramente, un día, nos tocará a nosotros. Y puede que me toque poner precio a mis casi nueve años de objetos con historia propia y ajena. O donar mi biblioteca, como hizo mi querida Adriana.

Quién sabe cuáles de mis objetos viajarán conmigo, cuáles se irán al almacén eterno que es mi habitación en Almería, cuáles no superen la criba estricta del peso máximo permitido por viajero y pasen a ocupar un espacio en el museo de la migración de otra persona.

*Alicia Hernández Sánchez. Periodista nacida en Almería, España, que reside en Caracas, Venezuela, donde es corresponsal de diversos medios de comunicación. Ganadora del Premio Internacional de Periodismo Rey de España, categoría de Prensa, en la edición de 2017.​

Por: Alicia Hernández Sánchez
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Caracas, jueves 25 de julio de 2019





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