“De quienes observaron la violación de sus restos
sobreviven Maduro, Cabello, y El Aissami...”
El proceso yace por los suelos, hecho ruinas. Bajo su influjo se cometió el mayor y más salvaje de los crímenes que hubiera podido imaginar en vida: la devastación de la República. Ha sido la maldición de Bolívar…
■ La historiografía se ha encargado de estudiar, analizar, desentrañar las causas y consecuencias de las grandes revoluciones y llegar a conclusiones y balances difícilmente discutibles.
[L]o único cierto y verdadero es que todas ellas han fracasado en el logro y la realización de sus propósitos iniciales y, como lo afirmaran los padres de la primera revolución de Occidente, la francesa, puestos de acuerdo ambos extremos políticos de la misma, el girondino Pierre Victurnien Vergniaud y el jacobino Jorge Jacobo Danton, guillotinados por órdenes de Robespierre: “La revolución, como Saturno, acaba devorando a sus propios hijos”. A todas ellas, que comenzaran prometiendo el cielo y terminaran desatando el infierno, les cabe el juicio sumario con el que Carlos Franqui sentenciara al último coletazo marxista, la Revolución cubana, por la que se jugó su vida en la Sierra Maestra: “Es una verdad incontrovertible que el triunfo de la revolución castrista ha sido, y es todavía, el más trágico acontecimiento de la historia de Cuba. [2]
No se abusa de su acierto si se lo aplica a todas las revoluciones que tuvieran lugar desde la Revolución francesa hasta el presente. Han sido fracasos de trágicas consecuencias. Lo mismo se deduce de la copiosa bibliografía dedicada a Hitler y el Tercer Reich, de la que reivindico por su brevedad y profundidad analítica las Anotaciones sobre Hitler de Sebastian Haffner. [3] Así como la también copiosa bibliografía que merecieran la Revolución de Octubre y la revolución china. Lo único cierto de todas ellas al día de hoy es que, salvo la de Hitler, las revoluciones de Lenin, Mao, Kim Il Sun y Fidel Castro aún languidecen en una tenaz agonía, sea negándose a dejar la escena, ya convertidas en fantasmas hamletianos como la cubana; sea metamorfoseadas en algo difícilmente vinculable a sus orígenes utópicos y mesiánicos, como la rusa o la china. Sea como fuere, continúan pesando en el imaginario, inciden en el curso del proceso histórico vital y actúan desde el inconsciente colectivo de nuestra cultura. Llegaron para quedarse y nos legan, en herencia, problemas irresueltos. Si la revolución china ha logrado sobrevivir metamorfoseada en el más salvaje de los capitalismos de Estado, la soviética continúa ejerciendo su nefasto influjo desde los subterráneos del Kremlin y el reinado del último discípulo de Stalin, Vladimir Putin.
La única revolución nacida por efecto del impacto de la Revolución francesa y los efectos de la revolución norteamericana, que jamás fuera verdaderamente cuestionada por la posteridad, que triunfara en toda la línea y continúa determinando el curso de todo un subcontinente; que se resiste al más mínimo cuestionamiento, es la revolución independentista suramericana. Nadie se ha planteado la pregunta acerca de lo que pudo haber devenido de la América española si no se hubiera independizado de España o hubiese sido derrotada. Lo que parecía un hecho después de la derrota de Bolívar en Puerto Cabello, la capitulación de Miranda ante Monteverde, la expulsión del liderazgo insurreccional de territorio venezolano en julio de 1812 y el regreso de Fernando VII al trono de España. Una revolución que nació en defensa del secuestrado soberano, llamado por ello el “Deseado” y pudo finalmente imponerse ante la crisis terminal e irreparable provocada por la infinita mediocridad del liderazgo real. En una suerte de teoría carlyleana invertida, como lo insinúa el historiador inglés Max Hastings respecto de la Primera Guerra Mundial, las crisis terminales parecen deberse a la ausencia de grandes hombres. Son, en esencia, crisis de liderazgos. ¿Alguien lo duda en el caso de Venezuela?
Nadie ha osado tampoco imaginarse qué hubiera sido de las colonias si en lugar de trenzarse en una carnicería de muy cuestionables resultados, se hubieran acomodado a los cambios que la corona, acéfala y apuntando a una obligada liberalización acorralada por las guerras napoleónicas, intentara efectuar a través de las Cortes de Cádiz al borde del cataclismo que sufriera luego del secuestro de Fernando VII y la concatenación de declaraciones de las provincias americanas en su respaldo, que al cabo de los días y ante la debacle manifiesta de la corona dieran paso a las declaraciones de Independencia, comenzando por la de la provincia de Venezuela el 5 de Julio de 1811 y terminando con la expulsión de las tropas españolas por Bolívar y Sucre luego de Junín y Ayacucho.
Los intereses de las oligarquías criollas que se apropiaran violentamente del poder en toda la región, sumidas en las vorágines desatadas por sus feroces apetencias de poder, y consumidas, si no devastadas por sus propios enfrentamientos internos, supieron sumar fuerzas para legitimar sus repúblicas y legitimarse ellas mismas. Consumidas en las guerras intestinas, el caos y la desintegración desapareció la capacidad del autoanálisis y las debidas correcciones, procediendo a mistificar sus propias orígenes. Es el motivo primordial del que el historiador Germán Carrera Damas definiera como “el culto a Bolívar”. Bolívar, sin ninguna duda el caudillo primordial del vasto proceso que culminara con la expulsión de la corona y el establecimiento de las repúblicas, se vio obligado, no obstante, a hacer el balance de sus más de veinte años de guerra al frente de las tropas independentistas y la imposición por él al mando de sus tropas de la Independencia en cinco repúblicas: Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia. Que no fueran antecedidas, oportuno es recordarlo, de la debida maduración sociopolítica de las condiciones indispensables para hacerlas sustentables. Voluntarismo de la más cruda especie, pues en rigor no obedecieron a un proceso social generalizado y emancipador.
La conclusión extraída por Bolívar, ya a punto de ser arrebatado por la tuberculosis y morir en la Quinta San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, Colombia, en diciembre de 1830, fue trágica y desoladora. Tanto, que sus idólatras apenas la mencionan, si bien constituye un documento de extraordinaria importancia. Se trata de Una visión de la América Española, que ha permanecido al margen del conocimiento del gran público, así esté a la vista de todos, como la carta de Edgar Allan Poe. Se duda incluso de su autenticidad y autoría. Sobre todo en Venezuela, que necesitada urgentemente de alguna narrativa fundacional y mitológica que le diera forma y consistencia a su permanente estado de disolución, elevara su figura a las alturas de un inmaculado e inmarcesible culto legendario. Convertido en semidiós. Reinando sobre el panteón de lares y penates de la primera religión política del continente. Su religión comenzó a doce años de su muerte, con el traslado de sus restos a Caracas por orden del general José Antonio Páez durante su segundo gobierno, el 28 de octubre de 1842. Hasta ser elevado al Panteón Nacional por el dictador Antonio Guzmán Blanco, hijo de Antonio Leocadio Guzmán, 34 años después, el 28 de octubre de 1876. Cumpliéndose a la letra sus temores de ver su nombre y su prestigio ultrajados por quienes lo convirtieran en instrumento de sus sórdidos propósitos, sus restos serían profanados por quien se considerara su más legítimo heredero, Hugo Chávez. En un gansteril ritual de macumba y brujería, de santería y primitivismo afrocubano televisado en vivo y en directo por sus últimos adoradores, el 16 de julio de 2010, sus restos manoseados volverían a su interrumpido descanso. Su maldición caería impecable sobre sus profanadores: al poco tiempo moriría una primera camada de bolivarianos de la primera hora, como el mismo Hugo Chávez, Willian Lara, Luis Tascón, Alberto Müller Rojas, Clodosbaldo Russián y Robert Serra. De quienes observaron la violación de sus restos sobreviven la ex fiscal general de la República, hoy en el exilio, Luisa Ortega Díaz, y el tercer factótum del régimen, tras Maduro y Diosdado Cabello, Tareck el Aissami. El proceso yace hecho ruinas. Bajo su influjo se cometió el mayor de los crímenes que hubiera podido imaginar en vida: la devastación de la República. Ha sido la maldición de Bolívar.
Segunda parte:
Situado en la cornisa entre la Ilustración y el Romanticismo, Bolívar vivió a fondo sus delirios mesiánicos sin dejarse vencer a la hora de su muerte, no obstante, por el enceguecedor fanatismo mesiánico. Aunque devorado por la fiebre y consumido por la tisis, murió a los 47 años perfectamente consciente del abismo que había cavado febrilmente con sus manos, perfectamente en claro de los inútiles combates en los que fuera entregando sus fuerzas y sus bienes y claro respecto del espanto al que le abriera las puertas a toda la región con su inagotable voluntarismo y su decisionismo a ultranza: apasionado, ambicioso, sediento de gloria, calculador, egotista, implacable.
Ni Alejandro Magno ni Napoleón, ni ninguno de los grandes generales de la modernidad libraron tantas batallas ni recorrieron tantas distancias de insufribles travesías por cadenas montañosas, valles inconmensurables y ríos tormentosos. Cumpliendo con homérica perfección una anticipación de lo que el cubano Alejo Carpentier definiera siglo y medio después como “realismo mágico”: intercambiar una realidad implantada tras tres siglos de esfuerzos positivos en la mayor hazaña colonizadora de la historia por una ficción ilusoria y devastadora. ¿Cuántos cientos de miles de víctimas mortales causaron sus ambiciones de poder y gloria? ¿Cuánta devastación causó al frente de sus llaneros salvajes? ¿Cuántos crímenes prohijó alimentando la más trágica y espantosa experiencia bélica vivida en Venezuela, “su guerra a muerte”? De la que hoy, dos siglos después, vivimos una tramposa y mísera reproducción. En su nombre.
Se escribe y no se le da crédito. Son cientos de miles de almas las devoradas por el ciclo de guerras que comienzan en 1811 y culminan en 1864, con la Guerra Federal. La mitad de la población venezolana, calculada a comienzos de la conflagración en 800.000 pobladores. Desangrados en los combates cuerpo a cuerpo, atravesados por lanzas y degollados por machetes, abandonados en lazaretos consumidos por las fiebres, las pestes, el hambre, una catástrofe telúrica y la desesperación. Quien conozca las imágenes de la guerra, de Goya, puede hacerse una idea de los empalados, los descabezados, los despellejados, fritos y quemados por las hordas salvajes que perseguían el sueño desconocido de sus ilustres jefaturas. Todos rendidos a la épica y gloriosa narrativa imaginaria de Simón José Antonio de la Santísima Trinidad. ¿Cuántos combatientes de uno y otro bando, cuántos ciudadanos cayeron en los cinco países sometidos a las guerras empeñadas por sus hombres y sus aliados para imponer el fin del dominio colonial y el dudoso comienzo de las repúblicas, tan imaginarias como las utopías que prometían? En la invidente memoria de Jorge Luis Borges resuenan los combates de las caballerías, el fragor seco y chispeante de los cascos y el ruido silencioso de los sables que se afilan trenzados en una feroz carnicería que tiene lugar en ese tiempo detenido en los gélidos y escarpados pasillos andinos de Junín y Ayacucho.
Poco tiempo después del fulgor de esas batallas, en Quito, Ecuador, mientras detiene el curso de su incansable activismo revolucionario para responder su nutrida correspondencia –son miles las cartas que dictara a sus secretarios o escribiera de su puño y letra, dejando el testimonio de su incansable quehacer y sus gigantescas preocupaciones, pues se había echado literalmente un mundo encima– escribe un artículo para un periódico ecuatoriano dando cuenta de la situación al día de las repúblicas independizadas. Lo tituló “Una visión de la América española”, ocultando su autoría para expresarse con total libertad y no herir susceptibilidades. El panorama que describe es apocalíptico. Su síntesis, a meses de su agravamiento y muerte, de una objetividad estremecedora: “Empezaremos este bosquejo por la República argentina, no porque se halle a la vanguardia de nuestra revolución, como lo han querido suponer con sobra de vanidad sus mismos ciudadanos, sino porque está más al sur, y al mismo tiempo presenta las vistas más notables en todo género de revolución anárquica…Los pueblos se armaban recíprocamente para combatirse como enemigos: la sangre, la muerte y todos los crímenes eran el patrimonio que les daba la federación combinada con los apetitos desenfrenados de un pueblo que ha roto sus cadenas y desconoce las nociones del deber y del derecho, y que no puede dejar de ser esclavo sino para hacerse tirano…Seamos justos, sin embargo, con respecto al Río de la Plata. Lo que acabamos de referir de su país no es peculiar de este país: su historia es la de la América española. Ya veremos los mismos principios, los mismos medios, las mismas consecuencias en todas las Repúblicas, no difiriendo un país de otro sino en accidentes modificados por las circunstancias, las cosas y los lugares.(1)
¿Para obtener esos efectos haber derribado tres siglos de implantación colonial y desarrollo de una cultura que había echado raíces y cosechado maravillosos frutos? Veamos: “En ninguna parte las elecciones son legales: en ninguna se sucede el mando por los electos según la ley. Si Buenos Aires aborta un Lavalle, el resto de la América se encuentra plagado de Lavalles. Si Dorrego es asesinado, asesinatos se perpetran en México, Bolivia y Colombia…Si Puyrredón se roba el tesoro público, no falta en Colombia quien haga otro tanto. Si Córdoba y Paraguay son oprimidos por hipócritas sanguinarios, el Perú nos ofrece al general La Mar cubierto con una piel de asno, mostrando la lengua sedienta de sangre americana y las uñas de un tigre. Si los movimientos anárquicos se perpetran en todas las provincias argentinas, Chile y Guatemala nos escandalizan de tal manera que apenas nos dejan esperanzas de calma. Allá Sarratea, Rodríguez, Alvear, fuerzan su país a recibir bandidos en la capital con el nombre de libertadores; en Chile, los Carrera y sus secuaces cometen actos semejantes en todo. Freire, Director, destruye su propio gobierno y constituye la anarquía por incapacidad para mandar; y por lograrlo, comete con el Congreso violencias extremas… ¿Y cuál es el atentado de que es inocente Guatemala? Se despojan las autoridades legítimas, se rebelan las provincias contra la capital; se hacen la guerra hermanos con hermanos (por lo mismo que los españoles les habían ahorrado ese azote), y la guerra se hace a muerte; las aldeas se baten contra las aldeas; las ciudades contra las ciudades, reconociendo cada una su gobierno y cada calle su nación. ¡Todo es sangre, todo espanto en Centroamérical” (2)
Lo escribe y no se cree, como si él no hubiera sido el principal responsable de ese delirante viaje al corazón de las tinieblas. “He arado en el mar”, confesaría luego y en un alarde de sublime irresponsabilidad recomendaría que quien no soportara las tiranías que él mismo había invocado mejor haría en salir huyendo. ¿Para eso la Independencia, para salir huyendo? Los últimos coletazos de sus delirios, que lúcido y extraordinariamente talentoso como fuera supo predecirlos con lacerante premonición –“Si algunas personas interpretan mi modo de pensar y en él apoyan sus errores, me es bien sensible, pero inevitable: con mi nombre se quiere hacer en Colombia el bien y el mal, y muchos lo invocan como el texto de sus disparates…”, le escribiría al joven Antonio Leocadio Guzmán desde Popayán, el 6 de diciembre de 1829, a un año de su muerte– han obligado a 4 millones de venezolanos a seguir su consejo. Esas personas, Chávez y una Venezuela enloquecida, han hecho de nuestro país un pantano de iniquidades. Todo en su nombre, el sagrado nombre de Bolívar.(3)
Tercera parte:
Continúa Bolívar su descarnada descripción de los indeseables resultados de la emancipación en un artículo publicado por un medio quiteño, refiriéndose a sí mismo en tercera persona. Es un recurso estilístico. El autor es, indudablemente, el propio Libertador y así figura en el Tomo XIII de los Documentos para la historia de la vida pública del Libertador de Colombia, Perú y Bolivia, publicados en Caracas en 1877 por José Félix Blanco y Ramón Azpúrua, documento N° 4168, pp 493 a 497. Y, en términos generales, sus reflexiones y reproches, su hondo pesimismo sobre el curso político de la región y sus casi inexistentes esperanzas de que se logre enmendar el rumbo de las repúblicas, que ve hundidas en el pantanal de horribles iniquidades y desastres volverán a repetirse, aún más acerbas, en sus escritos posteriores, a pocos días de su muerte, como la carta que le dirige al general Juan José Flores, presidente de Ecuador, desde Barranquilla, un año y medio después, el 9 de noviembre de 1830.
“Aunque es cierto que en Buenos Aires los magistrados suelen no durar tres días, también lo es que Bolivia acaba de seguir este detestable ejemplo”–
continúa relatando en su Visión de la América española. “Se había separado apenas el ilustre Sucre de este desgraciado país, cuando el pérfido Blanco toma por intriga el mando, que pertenecía de derecho al general Santa Cruz, sin permanecer en él cinco días, es preso y muerto por una facción, a este sucede un jefe legítimo, y a Velazco sucede nuevamente Santa Cruz, teniendo así la infeliz Bolivia cuatro jefes distintos en menos de dos semanas. ¡El Bajo Imperio solo presentaría tan monstruosos acontecimientos para oprobio de la humanidad”.
Ni se imaginaba Bolívar que su amado compañero de armas y afanes, su mano derecha, el Gran Mariscal de Ayacucho Antonio José de Sucre, sería asesinado como producto de una conspiración en Berruecos un mes después. ¿Más prueba del apocalipsis que ambos habían contribuido a desatar lanzando esas provincias al fuego devastador de la guerra en las otrora apacibles colonias españolas?
Mayor razón hubieran tenido sus quejas por los desastres de su guerra si se hubiera imaginado tan cruento desenlace para el venezolano que más apreciara. Lo había presagiado en toda su crudeza en el documento terminal que comentamos: “No hay buena fe en América, ni entre las naciones. Los trabajos son papeles; las Constituciones, libros; las elecciones, combates; la libertad, anarquía; y la vida un tormento”.
“Esta es, americanos, nuestra deplorable situación. Si no la variamos, mejor es la muerte: todo es mejor que una lucha indetenible, cuya indignidad parece acrecer por la violencia del movimiento y la prolongación del tiempo. No lo dudemos: el mal se multiplica por momentos amenazándonos con una completa destrucción. Los tumultos populares, los alzamientos de la fuerza armada, nos obligarán al fin a detestar los mismos principios constitutivos de la vida política. Hemos perdido las garantías individuales, cuando por obtenerlas perfectas habíamos sacrificado nuestra sangre y lo más precioso de lo que poseíamos antes de la guerra; y si volvemos la vista a aquel tiempo, ¿quién negará que eran más respetados nuestros derechos? Nunca tan desgraciados como lo somos al presente. Gozábamos entonces de bienes positivos, de bienes sensibles: en tanto que en el día la ilusión se alimenta de quimeras; la esperanza, de lo futuro; atormentándose siempre el desengaño con realidades acerbas” (1)
El colombiano Pedro de Urquinaona y Pardo presentaría en Madrid, en 1820, vale decir ocho años antes de las lamentaciones de Bolívar en añoranza de los últimos tiempos coloniales, desencajados y destruidos por la revolución, su revolución, el siguiente recuento de la realidad: “Desde la época del comercio libre establecido por el reglamento del año 1778 empezó a prosperar la agricultura, de manera que en 1809, tan lejos de necesitar ya la provincia el situado de 200.000 pesos fuertes con que antes era socorrida por la tesorería del reino de México, vio salir de sus puertos 140.000 fanegas de cacao, 40.000 quintales de café, 20.000 de algodón, 50.000 de carne salada, 7.000 zurrones de añil, 80.000 cueros de reses mayores, 12.000 mulas, novillos y otros frutos y efectos territoriales, cuyo valor ascendía a 8 millones de pesos, dejando millón y medio de producto de las aduanas y muy cerca de 2 millones con el aumento de los derechos e impuestos del giro anterior. Los labradores, que forman la masa común de los habitantes, estaban acostumbrados a recibir en sus casas 20, 25, 30 y hasta 52 pesos fuertes por cada fanega de cacao. El precio del café había sido antes de la revolución de 18 a 20 pesos el quintal. Los añiles, según sus clases, aventajaron a los de Guatemala en los ahorros de su conducción a las plazas europeas; y así progresaban las sementeras. Los comerciantes sobre sus propias negociaciones, contaban con el ramo útil y seguro de las consignaciones de Cádiz, Veracruz, etc., sacando ventajas tan conocidas que podía decirse sin exageración que los negociantes de la península, de Nueva España y aún los extranjeros, eran feudatarios de la agricultura y de la industria de Venezuela. Los efectos del consumo territorial, esto es, los que servían de alimento a la mayor parte de la población, se hallaban con abundancia y a precios equitativos. El número se aumentaba en razón de las exportaciones. Los gastos públicos reducidos a sostener un corto número de militares y empleados civiles salían de las aduanas y rentas estancadas. Nadie era molestado en disponer de sus propiedades. La libertad civil era respetada, y protegida la seguridad individual a pesar de los vicios inherentes a todo gobierno de la especie humana”.
Imposible no recordar las palabras del político español Juan Donoso Cortés, marqués de Valdegamas, cuando veinte años después, en un recordado discurso en las cortes denunciando los desastres de la revolución europea del 48 y anticipando los totalitarismos dictatoriales del siglo por venir afirmase: “Véase, pues, aquí la teoría del partido progresista en toda su extensión: las causas de la revolución son, por una parte, la miseria; por otra, la tiranía. Señores, esa teoría es contraria, totalmente contraria a la historia. Yo pido que se me cite un ejemplo de una revolución hecha y llevada a cabo por pueblos esclavos o por pueblos hambrientos. Las revoluciones son enfermedades de los pueblos ricos: las revoluciones son enfermedades de los pueblos libres. El mundo antiguo era un mundo en que los esclavos componían la mayor parte del género humano; citadme cuál revolución fue hecha por esos esclavos”. Perfectamente consciente de que la revolución independentista no había sido hecha por pueblos miserables, hambrientos ni esclavizados, continúa su apasionada arenga como si estuviese refiriéndose a la que iniciara Bolívar en la América española: “Las revoluciones profundas fueron hechas siempre por opulentísimos aristócratas…el germen de las revoluciones está en los deseos sobreexcitados de la muchedumbre por los tribunos que la explotan y benefician. Y seréis como los ricos; ved ahí la fórmula de las revoluciones de las clases medias contra las clases nobiliarias. Y seréis como los reyes; ved ahí la fórmula de las revoluciones nobiliarias contra los reyes. Por último, señores, y seréis a manera de dioses; ved ahí la fórmula de la primera rebelión del hombre contra Dios. Desde Adán, el primer rebelde, hasta Proudhon, el último impío, esa es la fórmula de todas las revoluciones” (2)
Del desolador panorama descrito por el principal ductor y líder de las guerras de emancipación y la constitución de las repúblicas independientes, poco cabe que agregar tras un balance tan demoledor. Para Bolívar, el más aristócrata de los rebeldes y el más rico de los venezolanos de su tiempo, si se es fiel a sus palabras, corresponde con total pertinencia considerar que esa revolución, un magma volcánico caído sobre la América española con tal cúmulo de desastres, simplemente no había valido la pena. ¿La valió en Venezuela, que atravesaría el siglo consumida por sus revoluciones y guerras civiles sobre cuyo balance debemos coincidir con el historiador Luis Level de Goda, que escribiese en su obra Historia constitucional de Venezuela: “Las revoluciones no le han hecho bien alguno a Venezuela…no han producido sino el caudillaje más vulgar, gobiernos personales y de caciques, grandes desórdenes y desafueros, corrupción y una larga y horrenda tiranía, la ruina moral del país y la degradación de un gran número de venezolanos”. Su conclusión no se aparta del balance de Bolívar, a 63 años de su muerte: “La historia contemporánea de Venezuela es triste y dolorosa en extremo: no debe llevarse a mala parte este aserto, ni juzgárseme mal por ello”. (3)
Cuarta parte:
Ud. sabe que yo he mandado 20 años y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos: 1º) La América es ingobernable para nosotros, 2º) El que sirve una revolución ara en el mar. 3º) La única cosa que se puede hacer en América es emigrar. 4º) Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas. 5º) Devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos. 6º) Si fuera posible que una parte volviera al caos primitivo, este sería el último período de la América”
El hecho más destacado de ese siglo XIX venezolano e independiente, dominado por caudillos de montoneras, dictadores y tiranuelos, surgidos del fondo de la tierra, forjados en la guerra y premiados con el poder de sus regiones, haciendas y parcelas fue la Guerra Federal o Guerra Larga, que se prolongó desde 1858 hasta 1863, y culminara con la práctica extinción de la aristocracia mantuana y la inexistencia de una burguesía nacional, emprendedora y liberal, tampoco deja un balance del que sus protagonistas puedan sentirse orgullosos: “El triunfo de la revolución Federal, después de cinco años de lucha tenaz y sangrienta, de inmensos sacrificios y de infinidad de combates cuyo número es imposible fijar con acierto; revolución que, puede decirse, vivió y tuvo su asiento en los campos y en los montes, mal dirigida y peor conducida, llevó a la superficie social y a los más altos puestos públicos un elemento bárbaro de Venezuela con menosprecio de los liberales más notables y de saber”.
De esta apreciación de Level de Goda ni siquiera se salva el principal beneficiario de los espantosos desastres de esa guerra, el Ilustre Americano, Antonio Guzmán Blanco, hijo de Antonio Leocadio, el joven corresponsal caraqueño de Bolívar desde Popayán, que a los desastres causados por las guerras de Independencia, la disgregación, el caos y la anarquía, viene a sumarle el principal atributo republicano de un extremo al otro de la América republicana, la corrupción generalizada y que en la Venezuela bolivariana de hoy alcanza ribetes legendarios: “Desde entonces, dicho elemento” –la barbarie, sociológica y políticamente disfrazada de “pardocracia”– “ha venido pesando poderosamente en los destinos de la nación; y, dominando, con grandes influencias en las localidades y hasta en la capital; natural era que el desgobierno, los desórdenes y la anarquía creciesen con rapidez en todo el país, como sucedió, a la sombra del jefe del gobierno, mariscal Juan C. Falcón, y de su segundo, consejero íntimo, general Antonio Guzmán Blanco, quien se esforzaba a fin de que el mariscal no tuviese a su lado hombres de saber, de administración y de altas condiciones sociales, para no ser rivalizado en el ánimo de Falcón…En los siete años que gobernó entonces el general A. Guzmán Blanco, no solo ejerció la más horrible de las tiranías, sino que especuló de tal manera con las rentas nacionales, en sus distintos ramos, que cuando se retiró del país en 1877 había aumentado su fortuna, ya cuantiosa, con algunos millones de pesos; de tal manera que, en carta escrita y publicada por él en enero de 1879 y dirigida al general J. M. Aristeiguieta, consignó esta frase: ‘Mi fortuna es poco común en América’. Hizo de Venezuela su patrimonio y de los venezolanos sus vasallos.(1)
Murió Antonio Guzmán Blanco en París en 1899, a los 70 años, siendo uno de los hombres más ricos de Francia. Y, sin duda, el suramericano más rumboso y potentado de Europa. Serviría de modelo a la construcción literaria del personaje en las sombras de la novela Nostromo, del escritor Joseph Conrad, el dictador de Costaguana, Guzmán Bento (2). Usando las equivalencias monetarias de fines del siglo XIX señaladas en el prólogo a la biografía de Conrad, de John Stape, “Notas sobre la moneda”, puede deducirse el valor de las ganancias obtenidas por el joven Guzmán Blanco negociando en 1864 como encargado del general Falcón, de quien fuera ministro de Relaciones Exteriores y de Hacienda, un empréstito por millón y medio de libras esterlinas, prácticamente único beneficiario, pues su 4% de comisión, convertidos en 60.000 libras esterlinas contantes y sonantes, constituían una cuantiosa fortuna de varios cientos de millones de dólares, que pudieron servirle de base para acrecentar su ya gigantesca fortuna. Valga el ejemplo dado por Stapes: tomando en consideración todas las variables económicas, desde el PIB a los efectos inflacionarios: 2.700 libras de 1910 equivaldrían en 2005 a la bicoca de 973.000 libras esterlinas. ¿Cuánto valdrían 600.000 libras de 1864? (3)
El mensaje final de Simón Bolívar a la que consideraba su verdadera patria, la Gran Colombia, ese balance testamentario de veinte interminables años de feroces combates, deslumbrantes victorias y amargas decepciones, no pudo tener tintes más trágicos y desesperados: “¡Colombianos! Mucho habéis sufrido, y mucho sacrificado sin provecho, por no haber acertado en el camino de la salud. Os enamorasteis de la libertad, deslumbrados por sus poderosos atractivos; pero como la libertad es tan peligrosa como la hermosura en las mujeres, a quienes todos seducen y pretenden, por amor, o por vanidad, no la habéis conservado inocente y pura como ella descendió del cielo…Todo ha sido en este período malhadado, sangre, confusión y ruina: sin que os quede otro recurso que reunir todas vuestras fuerzas morales para constituir un gobierno que sea bastante fuerte para oprimir la ambición y proteger la libertad. De otro modo seréis la burla del mundo y vuestra propia víctima”.
Cabe hacer, en el balance de estos dos siglos transcurridos, ¿quiénes y en qué naciones siguieron la admonición y se dejaron gobernar por hombres capaces de construir y mantener “gobiernos suficientemente fuertes como para oprimir la ambición y proteger la libertad”? Por lo demás, ¿cómo conciliar la libertad oprimiendo la ambición? ¿No es la democracia republicana a la que él aspiraba el derecho de todos no solo a cultivar la ambición de poder, sino a conquistarlo mediante la razón, la fuerza o el engaño, base de la demagogia, inevitable atributo democrático? Un tema jamás desvelado: ¿era Bolívar un demócrata o un monárquico? ¿Un autócrata antipartidos o un tribuno asambleario que apuntara a la “democracia directa” de su último bastardo?
“¡Oigan! ¡Oigan! El grito de la patria los magistrados y los ciudadanos, las provincias y los ejércitos para que, formando todos un cuerpo impenetrable a la violencia de los partidos, rodeemos a la representación nacional con la virtud de la fuerza y las luces de Colombia”. El año que transcurriera desde esa admonición a la misiva que le dirigiese desde Barranquilla el 9 de noviembre de 1830 al general J. J. Flores demuestran que si había imperado la fuerza, las luces habían sido extremadamente escasas. “Los pueblos” –le escribió sumido en el desánimo pero ahíto de siniestros presagios– “son como los niños que luego tiran todo aquello por lo que han llorado. Ni Ud. ni yo, ni nadie sabe la voluntad pública. Mañana se matan unos a otros, se dividen y se dejan caer en manos de los más fuertes o más feroces… ¡Qué hombres! Unos orgullosos, otros déspotas y no falta quien sea también ladrón; todos ignorantes, sin capacidad alguna para administrar”. ¿No es una radiografía anticipada en 200 años de la situación que hoy vive su patria escarnecida, como si desde entonces no se hubiera movido una hoja en la tormentosa Venezuela?
Su último balance es desolador: “Ud. sabe que yo he mandado 20 años y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos: 1º) La América es ingobernable para nosotros, 2º) El que sirve una revolución ara en el mar. 3º) La única cosa que se puede hacer en América es emigrar. 4º) Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas. 5º) Devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos. 6º) Si fuera posible que una parte volviera al caos primitivo, este sería el último período de la América”.
En el colofón de ese trágico balance ya se esboza el epitome de la estafa de sus adoradores, la Venezuela chavista: “La súbita reacción de la ideología exagerada va a llenarnos de cuantos males nos faltaban o más bien los va a completar. Ud. verá que todo el mundo va a entregarse al torrente de la demagogia y ¡desgraciados de los pueblos! Y ¡desgraciados de los gobiernos!”. Y su arrepentimiento final: “Ud. puede considerar si un hombre que ha sacado de la revolución las anteriores conclusiones por todo fruto tendrá ganas de ahogarse nuevamente después de haber salido del vientre de la ballena: esto es claro”. Sin ninguna duda, a estas alturas hubiera preferido permanecer en ella.
(I)
[1] Iniciamos una serie de recapitulaciones sobre la vida de Bolívar. Serán publicadas en la web de El Nacional en días sucesivos.
[2] Carlos Franqui, Cuba, la Revolución: ¿Mito o realidad? Memorias de un fantasma socialista. Península, Barcelona, 2006, Pág.417.
[3] Sebastian Haffner, Anotaciones sobre Hitler, Galaxia Gutemberg, 2002.
(II)
(1) Una visión de la América española, en Simón Bolívar, Doctrina del Libertador, págs. 280. Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1976.
(2) Ibídem.
(3 ) Simón Bolívar. Obras completas, Tomo II, Págs. 836 y 837. La Habana, Cuba, 1947.
Tercera parte:
(III)
1) Op. Cit., Págs. 280 ss.
(2) Juan Donoso Cortés, Obras, Tomo II, pp. 193 ss. Biblioteca de Autores Cristianos, pág. 193. Madrid, 1946.
(3) Luis Level de Goda, Historia constitucional de Venezuela, Tomo Primero, Caracas, 1954, págs. XIV y XV.
(IV)
(1) Ibídem, XXIII.
(2) “Uno de los tíos de Carlos Gould había sido presidente electo de la misma provincia de Sulaco (llamada a la sazón Estado) en los tiempos de la Federación, y más tarde había muerto fusilado, de pie junto al muro de una iglesia, por orden del bárbaro general unionista Guzmán Bento. Era este el Guzmán Bento que, habiendo llegado a ser después presidente perpetuo, famoso por su implacable y cruel tiranía, alcanzó su apoteosis en la leyenda popular de Sulaco…” Joseph Conrad, Nostromo.
(3) John Stape, Las vidas de Joseph Conrad, Lumen, Barcelona, 2007.
*Antonio Sánchez García. Historiador y Filósofo Universidad de Chile/Universidad Libre de Berlín Occidental. Profesor de Historia Medieval y Moderna en la Universidad de Chile, Investigador del Centro de Estudios Socio-Económicos de la Universidad de Chile, Investigador del Max Planck Institut en Starnberg, Alemania, Profesor de Filosofía Contemporánea en la Maestría de Filosofía de la Escuela de Filosofía de la Universidad Central de Venezuela. Ha sido columnista de El Mundo, TalCual, El Nuevo País, Notitarde Valencia y actualmente es colaborador de la Revista Zeta y El Nacional.
Por: Antonio Sánchez García
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Caracas, sabado 01 de febrero 2018
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