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ARMANDO DURÁN: ¿Es dictadura o no? (I, II y III)




ARMANDO DURÁN, Es dictadura o no (I)

Un gato puede estar vivo y
muerto al mismo tiempo…

 

En el principio fue el verbo, nos advierte el Antiguo Testamento. A partir de ahí sabemos que nombrar algo hace realidad ese algo. De ahí la importancia de determinar si vivimos en dictadura o no”.

De ello depende el objetivo de la lucha opositora y la estrategia a seguir para alcanzarlo.

[H]asta las elecciones parlamentarias del año 2005, los venezolanos creían, en primer lugar, que el proyecto político de Hugo Chávez no era democrático; en segundo lugar, que para evitar una catástrofe cierta era urgente un cambio político total. Ante ese objetivo, la oposición tomó las calles, desde el paro cívico de diciembre del año 2001 hasta que los ánimos de la disidencia se apagaron a finales de enero de 2003, pasando por los sangrientos sucesos del 11 de abril.

La oposición adoptó entonces una nueva táctica. Las urnas electorales del referéndum revocatorio en lugar de la confrontación física, pero con un mismo objetivo estratégico: sacar a Chávez de Miraflores. Por las malas de la rebelión popular o mejor aún por las buenas del revocatorio, hasta que en la madrugada del 16 de agosto de 2004 se conocieron sus inaceptables resultados, a todas luces fraudulentos. En ese punto, la desesperanza arrinconó a la población en un callejón sin salida aparente. De ahí surgió la tesis de conquistar y defender espacios políticos, por pequeños que fueran, y se le dio a las elecciones parlamentarias del año siguiente un valor que en realidad no tenían si en efecto la naturaleza del régimen era dictatorial. En ese instante crucial, hasta el día de hoy, se impuso la retorcida política del apaciguamiento.

La obsesión opositora ha sido desde entonces agarrar aunque sea fallo con el pretexto de no quedar fuera de juego, pero con una interrupción brusca, al saberse que la auditoría realizada el 23 de noviembre de 2005 a las máquinas captahuellas que se utilizarían en las elecciones parlamentarias de diciembre reveló la existencia de un programa oculto, el archivo denominado MTE, que vinculaba la secuencia de los votos emitidos con la identidad de los electores. Hasta Jorge Rodríguez, nuevo presidente del CNE, tuvo que admitir la presencia ilegal de este dispositivo electrónico y ordenó prescindir de las máquinas de la discordia. De todos modos, la presión de los ciudadanos obligó a los partidos opositores a abstenerse. El régimen tuvo que realizar aquella consulta electoral sin candidatos de oposición y la abstención como herramienta de acción política se convirtió de pronto en el principal argumento político de la oposición: o el CNE modificaba sustancialmente las condiciones electorales, o la oposición no presentaría candidato a la próxima elección presidencial. De este modo inesperado, a 10 meses de esa decisiva consulta electoral, el conflicto político dejó de ser entre Chávez y la oposición. El dilema ahora era entre abstenerse o no.

El régimen no podía permitirse ese lujo, tampoco los partidos de oposición, así que Chávez le encargó a José Vicente Rangel, su vicepresidente, conversar con los dirigentes de la oposición para hacerlos cambiar de parecer. Y eso hizo Rangel, sin mucha dificultad. Para algunos fue un acto de complicidad opositora con el régimen, para otros, inevitable decisión política, pero lo que cuenta es que el CNE no introdujo cambio alguno en el sistema electoral, el gobierno y la oposición rechazaron la oferta de las universidades Central de Venezuela, Católica Andrés Bello y Simón Bolívar de realizar una revisión del registro electoral para limpiarlo de sus groseras perversiones, la oposición terminó por abandonar sus exigencias sobre las condiciones electorales y luego puso todo el énfasis de sus actividades en la selección de un candidato presidencial y en prepararse para el desafío electoral del 3 de diciembre.

Desde ese instante, ya lo veremos la semana que viene, la oposición recurrió al principio de la “superposición”, eje de la física cuántica según el cual, por ejemplo, un gato puede estar vivo y muerto al mismo tiempo. Vaya, que a partir de aquellas reuniones de Rangel con dirigentes opositores en las penumbras de La Viñeta, para la oposición, el régimen chavista era a la vez dictadura y democracia.

II

Tras la derrota electoral de la oposición en la elección presidencial del 3 de diciembre de 2006, señalaba en estas mismas páginas que Hugo Chávez había perseguido en las urnas de aquel día tres objetivos.

El primero era, por supuesto, ganar, pero no por 4 votos, sino por una amplia mayoría. Los famosos “10 millones de votos por el buche” de la campaña electoral del oficialismo, para que nadie en Venezuela o en el resto del planeta dudara del carácter arrollador del liderazgo de Chávez. En segundo lugar, conseguir que la oposición reconociera su victoria, por abultada que fuera, para legitimar ante la comunidad internacional tanto el origen democrático de su presidencia como la pulcritud y transparencia del sistema electoral venezolano. Por último, consolidar con su victoria, aceptada por todos de buen grado, el desarrollo de una oposición, ahora dialogante, alejada para siempre de los atajos de la desestabilización y el golpismo a cambio de unos pocos e insignificantes espacios políticos en la estructura del Estado.

En pocas palabras, ese era el paso imprescindible para crear la ilusión de que en Venezuela reinaba un clima de paz y armonía de tanta magnitud que, incluso, el gran salto que se disponía a dar con la reforma a fondo de la Constitución para conducir Venezuela al socialismo sería a su vez el fruto de un gran diálogo entre el gobierno y la oposición.

Como todos recordamos, aquel 3 de diciembre no hubo sorpresa alguna. El 2 de febrero, en el Teatro Teresa Carreño, donde celebraba el séptimo aniversario de su ascensión al poder, Chávez les advirtió a sus partidarios la necesidad de evitar por todos los medios que la masiva abstención del 4 de diciembre del año anterior se repitiera ahora en la elección presidencial. La visita que le hicieron a Tibisay Lucena los tres precandidatos de oposición, Teodoro Petkoff, Julio Borges y Manuel Rosales, tuvo la finalidad de hacerle saber a la opinión pública nacional e internacional que ellos, en representación de la Coordinadora Democrática, confiaban plenamente en la imparcialidad del CNE y aceptarían sin chistar el resultado oficial del escrutinio. Segundo capítulo de esta telenovela fue el espectáculo que ofreció Rosales al reconocer su derrota mucho antes de que terminara la totalización de los votos. Peor aún, que muy pronto los voceros más calificados de la oposición coincidieron en señalar que, a pesar de la derrota de Rosales, la oposición había logrado una gran victoria política, porque el pueblo opositor, al darle la espalda a la abstención como herramienta política, había demostrado su madurez al depositar toda su confianza en la fórmula electoral para enfrentar el reto que representaba Chávez.

Me preguntaba entonces si los felices dirigentes políticos de la oposición no se dieron cuenta de que los resultados de la votación anunciados por el CNE “lo que en definitiva indican es que Venezuela finalmente se aproxima al estado perfecto de la normalización política, que desde el punto de vista de Chávez significa democracia socialista y revolucionaria, sin oposición verdadera, y que dentro de este esquema el único papel previsto para la oposición es estar ahí, adornando los salones y nada, absolutamente nada más”.

Lo inaudito es que desde aquella jornada, a lo largo de estos últimos y turbulentos años, la oposición ha insistido en representar ese triste papel de cómplice, más bien barato, por cierto, del régimen. Es lo que hizo el año pasado, cuando a pesar de la gran victoria popular en las urnas del 6-D-15 aceptó participar en la maniobra dialogante del régimen para impedir el pleno y real funcionamiento de la Asamblea Nacional, y que Luis Almagro pudiera aplicarle la Carta Democrática Interamericana al gobierno de Nicolás Maduro. Y es lo que hace ahora Henry Ramos Allup, fiel al electoralismo colaboracionista del 3 de diciembre de 2006, al pedirle al país y al mundo paciencia, porque la crisis venezolana se resolverá el año que viene por la vía de una “megaelección”. Simplemente para impedir que Almagro vuelva a invocar ahora la CDI, cuando la crisis venezolana por fin ha adquirido a los ojos de América y Europa la categoría de una auténtica catástrofe humanitaria.

III

Hace una semana, con la infamante sentencia 155 de su TSJ, Nicolás Maduro despojó al régimen del último velo que le quedaba y mostró, ya sin pudor, lo que la fallida revolución chavista nunca ha dejado de ser, una dictadura en ininterrumpido proceso de desarrollo y descomposición.

El 12 de noviembre de 2004, en Fuerte Tiuna, Hugo Chávez se lo había anticipado a los principales funcionarios del régimen, muchos de los cuales le exigían acelerar la marcha de la revolución hacia el socialismo: “¿Es el comunismo la alternativa? ¡No! No está planteado eliminar la propiedad privada, el planteamiento comunista, no. Hasta ahí no llegamos. Nadie sabe lo que ocurrirá en el futuro, pero en este momento sería una locura. Quienes lo plantearon no es que estén locos, no. No es el momento”.

Dos años después, con su fácil victoria electoral sobre un sumiso Manuel Rosales, Chávez creyó que al fin había llegado ese momento, que la derrota opositora creaba las condiciones objetivas y subjetivas necesarias para dar ese gran salto adelante y se puso inmediato a la tarea de hacer realidad su proyecto de construir, a muy corto plazo, la futura República Comunal de Venezuela.

Adaptar a Venezuela en pleno siglo XXI la Revolución cultural china constituía una absurda y desafortunada ilusión, cuya verdadera finalidad era promover la presidencia vitalicia de Chávez, el anacrónico montaje de una estructura política de partido único y la cocción de un mejunje que incluía condimentos tan incendiarios como el trabajo voluntario, la educación como herramienta de ideologización guevarista, la conversión de los ciudadanos en hombres y mujeres sin pensamiento crítico y la inseguridad personal como política de Estado. Todo ello bajo la amenaza, si no de abolir por completo la propiedad privada, al menos la decisión de limitarla y condicionarla.

No obstante, para recorrer este camino, Chávez necesitaba superar un serio obstáculo. La Constitución de 1999 permitía avanzar rumbo al fin del pasado liberal de la democracia venezolana, pero de ningún modo le abría las puertas al socialismo, a la manera cubana. Nuestro texto constitucional apenas entreabría una rendija por donde filtrar los primeros aires de renovación política y se imponía la necesidad de renovarlo a fondo para poder eliminar legalmente el pluralismo político e ideológico, anular el derecho individual de no ser socialista, arrebatarles su existencia a los poderes locales y regionales y concentrar en manos de Chávez todos, absolutamente todos los poderes, incluso el ascenso a todos los grados de todos los componentes de la Fuerza Armada Nacional, como si la institución armada fuera en realidad su guardia pretoriana, y el manejo de la política financiera y monetaria del país, dejando incluso a su exclusivo arbitrio personal hasta el manejo de las reservas internacionales, como si esa inmensa riqueza, en lugar de ser un patrimonio de todos los venezolanos, formara parte del suyo personal.

Con ese retorcido propósito de llegar a hacer de Venezuela otra Cuba en el menor plazo posible, Chávez decidió convocar en diciembre de 2007 un referéndum que le permitiera redactar una nueva Constitución. Vana ilusión presidencial. A pesar de todas sus certezas, los electores le dijeron a Chávez que no. Y lo dijeron de tal manera, que al régimen no le quedó más remedio que aceptar la derrota. “Pírrica”, la calificó un Chávez indignado, pero derrota al fin y al cabo, que marcó un antes y un después. Mediante sucesivas leyes habilitantes trató de eludir aquel mandato popular y comenzó a reformar progresivamente el texto constitucional, pero no le fue posible llegar adonde quería. Fue la primera de una serie de derrotas, cuyo desenlace fue la enfermedad, la muerte y la designación a dedo de Maduro como su sucesor.

El resto de esta penosa historia está a la vista: crisis general del país, derrota aplastante del chavismo en las elecciones parlamentarias del 6-D y el esfuerzo antidemocrático del régimen para impedir las consecuencias de aquel masivo rechazo popular. El autogolpe de Estado la semana pasada era, pues, inevitable y sencillamente formaliza la desesperada deriva dictatorial de un régimen cuyo objetivo ya nada tiene que ver con la desmesura del pensamiento político de Chávez, sino como la mezquina obsesión de conservar el poder contra viento y marea. Al precio que sea.

*Armando Durán. Político, escritor y ensayista. Fue director de El Diario de Caracas y La Verdad de Maracaibo y editor del semanario Viernes.


Por: Armando Durán
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Caracas, lunes, 13, 20 de marzo y 03 de abril 2017



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