La muerte como teoría
■ Hasta dónde llegarán las megabandas que imperan en el país.
[P]ara los expertos, un Estado fallido o fracasado se caracteriza porque pierde el monopolio de la fuerza legítima y la soberanía territorial, que en su debilidad comparte con grupos armados político-delictivos. Cuando éstos tienen poder para acosar a la fuerza pública que no puede entrar a zonas controladas por ellos, ese Estado se acerca o está en la vorágine. Si no se para la tendencia será el final de la vida civilizada: secuestros, narcotráfico, asesinatos, enfrentamientos de pandillas, hasta llegar a guerras civiles y secesión. Así peligró Colombia muchos años con las FARC y el ELN y es la situación de varias naciones del Medio Oriente y África. Hay quienes piensan que Iraq terminará dividido en cinco países, y se teme por Siria y Nigeria. Hasta dónde llegará el fortalecimiento de las megabandas que imperan en Aragua, Guárico, Caracas y otros lugares de Venezuela, que todos los días da un paso en esa tenebrosa dirección.
El gobierno tiene que tomar en serio la amenaza. La ciudadanía entera está dispuesta a respaldar una política seria de desarme y de recuperación de las calles para la vida normal. Van más de doscientos mil muertos por la violencia hamponil en dieciséis años, víctimas de lo que han llamado una guerra civil de baja intensidad, que helaría la sangre a cualquier ciudadano de un país, incluidos vecinos de Uruguay, Ecuador y Perú. Es en los barrios populares donde los fogonazos se llevan vidas a montones y los jóvenes pobres son los que más muerden el asfalto en esta carnicería. Los muertos no pertenecen a las clases medias, ni a los ricos “de antes” y no podría captarse ninguna racionalidad en el asunto. Las derogadas ideologías revolucionarias son tolerantes con el hampa, a la que tratan con consideraciones sociológicas: el victimario como víctima de la sociedad.
Fin del Estado de Derecho
Las revoluciones fueron estrategias para acumular fuerzas y derrocar el Estado de Derecho, las leyes burguesas que se consideran un estorbo para actuar en pro de las mayorías. Por medio de “expropiaciones”, “juicios revolucionarios” y “ajusticiamientos”, las revoluciones eliminan los derechos fundamentales a la vida, la libertad y la propiedad, que pasan a la discrecionalidad del Estado, que los arrebata a sus adversarios, como hicieron Stalin, Hitler o Mao. Entre los derrelictos teóricos, el criminal no es responsable de lo que hace sino un producto de los grupos que trabajan, crean y tienen un relativo éxito, e incluso un héroe. Se crea la idea colectiva de que los que poseen bienes son perversos, la libertad es su lujo, los políticos son mayordomos sinvergüenzas al servicio de los ricos, los profesionales “elitescos” y los que arriendan una habitación “especulan” a los que viven en ella.
Mientras logran la “hegemonía” convierten la violación de las leyes, el delito, en un modelo de imitación social, porque la democracia está podrida por la “anomia”. Esa es la “moral revolucionaria”, la amoralidad máxima, porque juzga las acciones humanas, buenas o malas, no en sí mismas sino en referencia a “los intereses de la revolución”, la voluntad del grupo del poder y el caudillo, demiurgo del encono. Miles de divagaciones ideológicas, vaciedades y resentimientos discursivos, las horas del odio orwellianas, no pueden dejar otra cosa que resentimientos. Cada discurso tóxico se lee colectivamente como una autorización para agredir “el enemigo de clase”. Según los teóricos marxistas Herbert Marcuse y Franz Fanon, un marginado, un delincuente, incluso un demente, eran mucho más revolucionarios que un pequeño burgués, al estar colocados “objetivamente contra la sociedad capitalista”.
Matar libera!
Los antisiquiatras pensaban que no había ninguna razón para readaptar un sicópata al mundo que había que destruir. Fanon cuestionaba la noción de delito porque el oprimido, para liberarse síquicamente, para “hacerse humano” debía asesinar un opresor. Los terroristas árabes, los irlandeses y los serbios usaron con frecuencia los servicios del hampa para volar cafeterías o asesinar civiles de cualquier manera, en la misma tradición. El primer comunista alemán, el sastre Wilhelm Weitling se autoproponía para organizar el ejército de “valientes e inteligentes” criminales y decía que la revolución “debía soltar a los delincuentes y las furias del infierno en la tierra” para hacer lo que quisieran con “la burguesía”. Otro revolucionario alemán, Karl Heinzen decía que el asesinato estaba permitido en la política.
Bakunin que repudiaba a los moderados tanto como los actuales antipolíticos, creía que los únicos revolucionarios sinceros, sin fraseología, sin inducción, sin vanidad, era los delincuentes, enemigos par exellence del Estado. Lenin habló de una alianza “campesinos, obreros y soldados” y Bakunin de “obreros campesinos y delincuentes”. Los Panteras Negras y el Ejército Simbionés -más recordado por la película de Paul Schrader sobre el secuestro de Patty Hearst- contrataban asesinos y drogadictos. Es necesario detener la oleada de violencia criminal en el país, que amenaza destruir el modo de vida. Nunca es demasiado tarde, como lo demostró Colombia, para retroceder del desfiladero. Cualquier seudoteoría social que justifique un criminal, hay que sacudirla.
*Carlos Raúl Hernández, Ph.D y Mg.S Ciencias Políticas Sociólogo. Titular, jefe de la Cátedra de América Latina en la UCV. Obras: La Democracia Traicionada, Vertigo Comunicacional entre otras. Escribe en El Universal.
Por: Carlos Raúl Hernández
@carlosraulher
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EL UNIVERSAL
domingo 13 de julio de 2015
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