Como diría Brecht, “vivimos
en tiempos sombríos…”
Tiempos en que aspirar a lo mejor – enamorarse, ir a un museo, leer, seguir una carrera académica, estudiar filosofía, letras o cualquier carrera científica y tener en mente el Nobel en cualquier renglón, incluso la presidencia de una república – se confunde fácilmente con aspirar a revolcarse en millones. Reencarnando en el Rico Mc Pato. Nadar en dólares, si no queda más remedio. De Euros o Yenes, si las posibilidades y la absoluta inescrupulosidad moral del medio y las circunstancias lo permiten.
La leyenda habla de la máxima aspiración de un norteamericano de comienzos de siglo, jamás bajada de los altares de los mitos del capitalismo moderno: cumplir los 30 años con un millón de dólares en la cuenta bancaria. Scott Fitzgerald, uno de los más grandes narradores norteamericanos de la primera mitad del siglo XX, hurgó en esos entresijos de la inmundicia moral de una juventud desencantada de toda verdad tras los desastres de la primera Guerra Mundial y lanzada a la loca carrera por el enriquecimiento. Como lo dejara consignado con su peculiar talento premonitorio del universo hollywoodiano en sus grandes narraciones. De los que la mayor fama sería alcanzada por El Gran Gatsby.
Pero Gatsby se hace rico para satisfacer un anhelo romántico e idealista: conquistar a la mujer de sus sueños. Nada que ver con los llamados “Bolichicos”, subproductos de esta insólita porquería venezolana llamada socialismo del siglo XXI – como lo señala Dieterich: ni socialismo ni del siglo XXI – esas pirañas lampiñas que no sueltan el biberón y ya están hundiéndose en las cloacas del negociado, el estupro, la comisión, la obtención de contratos, el contubernio con los auspiciantes de grandes corporaciones, la triangulación de cualquier producto, incluso la presentación de estrellas del pop mundial, aferrados como parásitos voraces y sanguinarios a las ubres del petróleo rojo rojito.
Me pregunto qué virosis, qué cepa de inmoralidad y corrupción, flota en el ambiente de la Venezuela post saudita como para que unos adolescentes que no terminan de dejar el cascarón puedan echarle mano a miles de millones de dólares. Y sacar tajadas que les permitan el disfrute que ningún millonario de verdad, enriquecido a fuerza de su talento y su esfuerzo infatigable, ni siquiera se imagina. Un Steve Job o un Bill Gates, un Carlos Slim o un Warren Buffet. Se ganaron sus fortunas con su inmensa genialidad, y las administran con el ascetismo de un cartujo. Los Bolichicos se la han birlado las sucias suyas con sus concupiscencias, sus trapisondas, sus estupros y sus inmoralidades. Y la dilapidan con la misma irresponsabilidad con que se las apropiaron.
A la edad en que estos cagaleches sueñan con la Olympic Tower, un Jet Falcon, un yate o un coto de caza – y los obtienen sin comerlo ni beberlo, ni haber dado un golpe en sus vidas -, nosotros soñábamos con hacer la revolución. La revolución auténtica, de verdad, democrática, honrada, decente y popular, sin milicos corruptos y traidores que nos abrieran los portones del Poder a cambio de su tajada. Ni notables estúpidos e inmorales que sirvieran el caballo de Troya. Ni comunicadores irresponsables que le sirvieran las ganzúas del banco central a una banda de asalta bancos.
Soñábamos con hacer la revolución a pecho descubierto, arriesgando el pellejo, enamorados de nuestra pobresía, sin otro propósito que expropiar a los expropiadores y limpiar nuestras sociedades de la inmundicia inmoral del capitalismo marginal de los ladrones periféricos. Y para ello nos preparábamos: estudiando en Europa, quemándonos las pestañas para obtener un doctorado, hurgando en los secretos de la teoría. Para acertar con la práctica. Inútil esfuerzo, visto que todas las revoluciones degeneran en el campo de concentración, el estupro de la Nomenklatura y la barbarie policial de sus represores.
Inmorales y obscenos, estos “Bolichicos” se muestran en todo el esplendor de su inmundicia. Son las lombrices solitarias de los despojos malolientes del traidor encerado. Hijas prostibularias e hijos amancebados con el lujo asiático de la estupidez. Pobres aquellos que los parieron. No supieron internalizarles un mínimo de decencia moral.
Por: Pedro Lastra
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Sabado, 2 Noviembre de 2013
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