El sandinismo es una especie
de somocismo de izquierda
Daniel Ortega, el presidente de Nicaragua, hoy disfruta de un notable apoyo popular. Casi el 73 por ciento de los nicas tiene una opinión favorable del personaje. Apenas un 20 por ciento opina lo contrario.
La encuesta, divulgada en julio, la llevó a cabo el costarricense Víctor Borge, uno de los mejores investigadores sociales de Centroamérica. En ella se observa una oposición carente de respaldo. Ninguno de sus líderes alcanzaría el 5 por ciento de los votos si hoy hubiera comicios presidenciales. El 33 por ciento, en cambio, dijo que votaría por Ortega. El único dato curioso es que el 36 por ciento se negó a responder. En las encuestas, los que callan no otorgan, sino todo lo contrario.
Este es un fenómeno digno de estudio. Quienes vivieron la década de los ochenta saben que aquel sandinismo marxista-leninista, colectivista y alineado con la URSS y con Cuba, posición que generó la hostilidad de Estados Unidos en medio de la Guerra Fría, fue el peor gobierno de la historia del país.
Ese sandinismo provocó una sangrienta guerra civil, escasez, inflación, el éxodo masivo de cientos de miles de personas, asesinó adversarios, llevó a cabo genocidios en regiones indígenas, destruyó el débil tejido empresarial (que en la década previa había crecido a niveles admirables), y dejó un país infinitamente peor, más pobre y convulso que el que recibió en medio de grandes esperanzas generales aquel auspicioso verano de 1979 en que huyeron los Somoza acosados por su pueblo y por la presión internacional.
Parecía imposible revertir el pésimo recuerdo de la pesadilla sandinista. Y así fue durante tres periodos presidenciales que duraron 16 años. Violeta Chamorro, Arnoldo Alemán y Enrique Bolaños derrotaron fácilmente a Ortega, y si no sucedió lo mismo en las elecciones del 2006, fue porque el antisandinismo acudió dividido a los comicios.
Mientras en esas elecciones Ortega sólo obtuvo el 38 por ciento de los votos, los dos candidatos liberales combinados recibieron el 55 por iento, a lo que puede añadirse otro 6 por ciento que sufragó en beneficio del ala democrática desprendida del sandinismo. Es decir, en ese momento, el 61 por ciento de los nicas era antisandinista.
¿Cómo Daniel Ortega logró la transformación de la opinión pública? Lo hizo con una hábil manipulación neopopulista. Con el petróleo y el dinero de Hugo Chávez, que no iba al Estado, sino a empresas asociadas al poder, aumentó sustancialmente su clientela política haciendo pequeños regalos a los sectores más pobres del país y adquiriendo medios de comunicación que respaldaran de manera obsecuente su gestión de gobierno.
Simultáneamente, canceló el proyecto colectivista, se declaró cristiano con el beneplácito del cardenal Miguel Obando –el poder bien vale una misa—y permitió que las compañías privadas hicieran buenos negocios y se enriquecieran (mientras que esos empresarios “no se metan en política”).
Objetivamente, el país no va mal en el terreno económico. El propósito del neosandinismo ya no es instaurar una dictadura comunista calcada del modelo cubano, sino echar las bases de un régimen formalmente democrático y capitalista, aunque, realmente, no sea ninguna de las dos cosas porque, corazón adentro, sobrevive el sustrato ideológico revolucionario en medio de grandes contradicciones.
Mientras en las escuelas públicas los adoctrinadores sandinistas les insisten a los niños en que todos los males del país se originan en la codicia de los ricos y la perfidia de los yanquis, la estructura de poder se hace cada vez más poderosa y emite señales de que su antiamericanismo es sólo una cuestión retórica, dado que en el país aceptan las inversiones norteamericanas con los brazos abiertos y las relaciones con Washington, en realidad, no son malas.
Finalmente, ¿se puede definir qué es el neosandinismo? Por supuesto. Es una especie de somocismo de izquierda, sin convicciones democráticas reales y una política exterior estridentemente antioccidental, dirigido por un grupo económicamente poderoso que ya no necesita los recursos de sus adversarios de clase, dotado de espacios vigilados de libertad de expresión y propiedad privada, con la evidente voluntad de perpetuarse en el poder mediante una combinación de asistencialismo, lenguaje radical y enriquecimiento creciente de la clase dirigente.
No es así como se construye un gran país, pero la verdad es que la fórmula, por ahora, les está dando buenos resultados electorales.
Por: Carlos Alberto Montaner*
Madrid-Miami
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domingo 11 de agosto del 2013
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