HomeVenezuelaJOSÉ DOMINGO BLANCO (MINGO): ¿Empleados públicos? ¡Empleados nuestros!

JOSÉ DOMINGO BLANCO (MINGO): ¿Empleados públicos? ¡Empleados nuestros!

 
 

* En la gráfica una miliciana (empleada publica) trabaja uniformada en la atención al publico.
* En la gráfica una miliciana (empleada publica) trabaja uniformada en la atención al publico.

Hasta seis años de prisión Cárcel
y multas por “maltratos”

 

Los empleados públicos venezolanos vienen arrastrando una maña ancestral. Una de esas costumbres que nos resultan odiosas y nos causan una calentera descomunal; pero que, como no nos queda otra, nos hemos venido calando a lo largo del tiempo –o a lo largo de los trámites que tengamos que hacer ante los organismos del Estado. ¡Qué impotencia!

No sé si esto será así en otros países; el asunto es que aquí, en nuestra querida y maltratada Venezuela, no ha habido gobierno que haya logrado hacer de su personal un ejemplo digno de esmerada atención y calidad de servicio. Es más, es una utopía siquiera suponer que los departamentos de Recursos Humanos de los organismos públicos –porque, supongo, hay oficinas de RRHH- se ocupan de transformar y capacitar a sus empleados para que se conviertan en modelos eficientes de gestión de servicios y trato al ciudadano. En esa materia, el Estado, siempre ha salido “quebrado”.

Imagino que, en una que otra oficina pública, habrá empleados que son la excepción de esta regla y que rompen con el estereotipo. No dudo que, en una u otra dependencia, exista alguien que se distancie de lo que tradicionalmente estamos acostumbrados a recibir como trato. Me cuesta siquiera pensarlo porque las experiencias hablan más de “maltrato” que de “excelente atención y vocación de servicio”. Es más, visto que es algo recurrente en la mayoría de las instituciones del Estado, supongo que uno de los requisitos obligatorios a la hora de reclutar al personal, dentro del perfil del aspirante debe existir, sin excepción, ese rasgo hosco y hostil, grosero y déspota que, por lo general, caracteriza al empleado público. Esa pareciera ser la condición sine qua non.

¿Y nosotros? Bien gracias, nos aguantamos los vejámenes. ¿Por qué? Porque resulta que necesitamos el papelito, la autorización o la planilla –firmada, sellada y vigente- y se nos olvida que esos señores, esos empleados, son nuestros empleados y que podríamos exigirle la calidad del servicio, el respeto y la atención que merecemos. Pero, no. Nos quedamos calladitos porque si no asumimos una actitud sumisa, no obtendremos la buena pro de quien nos atiende. Y por supuesto, este patrón de conducta se arraigó como condición indispensable para cerrar con éxito el trámite que hacemos ante el ente gubernamental.

El otro día me crucé con una vecina esperando el ascensor. Venía “molida” según sus propias palabras. Había pasado toda la mañana en el Seguro Social. Con esa, era la segunda vez que iba; pero, esta vez, había avanzado un poco más en la gestión que tenía que hacer. Me contó que, como sus padres están muy viejitos e imposibilitados para ir a cobrar la pensión, ella asumió esa responsabilidad. “Tamaña tarea, Mingo; cada vez que tengo que renovar la autorización es como si me preparase para hacer un maratón en el desierto: que si la fe de Vida; que si el poder notariado; que si tengo que ir al Seguro según el último número de la cédula de mis padres, los cuales obviamente no son los mismos; que si tengo que llegar a las 5 de la mañana porque solo reparten 100 números. Que si con todo y que llego a las cinco, me toca el número 77, cuando comienzan a repartirlos… ¡matador amigo, en el Seguro, para sacar la autorización, se te va fácil toda la mañana! No entiendo cómo con tanto Internet, este trámite no se hace on line. Y para ñapa, el personal que trabaja allí te trata a los golpes. ¡Qué duro, muy duro: vengo agotada! Y saber que dentro de poco, tengo que repetir este episodio”.

Me despido de mi vecina; no sin antes “ofrecerle unas palabras de aliento -¿o condolencias?-“, y sugerirle que investigue cómo sacar la tarjeta de débito con la que Maduro resolvió el pago de la pensión para nuestros viejitos: “quizá eso te ahorre algunas molestias”, me aventuro a decirle. Pero, su cuento inevitablemente me hace pensar en la falta de calidad de vida. En la impotencia que sentimos cuando nos topamos con empleados públicos que se sienten guapos y apoyados. Prestadores de servicios que se juran intocables, y que están por encima de lo humano y lo divino; pero, que no terminan de entender que son empleados nuestros: que nosotros los ciudadanos somos sus patronos y tendríamos todo el derecho, y la obligación, primero de reclamar abiertamente, e incluso, la potestad para exigir su despedido.

Recuerdo la época cuando trabajar en la administración pública era una raya, porque además eran empleos muy mal pagados. Hoy en día como que ocurre todo lo contrario. Chávez, el difunto presidente, había prometido reducir el tamaño del Estado. Actualmente, tenemos más ministerios que antes, ergo: ¡la nómina es inmensa! Insostenible, sin conciencia; pero, sobre todo, sin cultura de atención al cliente ni calidad de servicio. ¡Empleados públicos: temblad; que nosotros somos sus verdaderos patrones!

Por: JOSÉ DOMINGO BLANCO (MINGO)
mingo.blanco@gmail.com
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EL UNIVERSAL
viernes
26 de julio de 2013