En Brasil la gente tiene
rabia por la corrupción
Las masivas protestas de los últimos días en Brasil dan para múltiples lecturas sobre el agotamiento de los modelos políticos y la posibilidad de que quienes los lideran puedan asumir las riendas de una nueva etapa, de una renovación a fondo, acorde a las demandas de la ciudadanía, o por el contrario perder el control de la situación y ser arrastrados por el huracán social.
Las protestas en el vecino gigante del sur han constituido una gran campanada de alerta para toda la región, porque si hay descontento en el país que logró superar brechas de pobreza e incorporar a la clase media a casi cuarenta millones de ciudadanos, ver crecer significativamente su economía y de paso lograr un importante dominio durante largo tiempo de la variable inflación, imagínense el panorama en otras naciones, incluida la nuestra.
Dilma Russef, la sucesora de Lula Da Silva, ha reconocido que los cientos de miles de manifestantes, provenientes mayoritariamente de los sectores medios y profesionales, tienen razón en sus reclamos y deben ser escuchados. Este es un gesto significativo por parte de la mandataria, y debería ser analizado en frío por los otros mandatarios latinoamericanos, incluido el presidente Nicolás Maduro. No se puede estar viendo detrás de cada protesta la mano peluda de una conspiración o un malévolo plan para tumbar al gobierno o desestabilizar al país.
Esta reacción de Dilma aún no ha dado los resultados esperados, pero marca una pauta con respecto al tratamiento que en democracia se le debe dar al descontento popular.
Cómo negar que en Brasil la gente tiene rabia por la corrupción, por la persistencia de graves problemas que evidencian fallas en la gestión pública y un divorcio de la dirigencia política con respecto a los ciudadanos. Cómo darle la espalda a esa realidad y pretender que el sistema político siga como si nada, sin atender el estruendo de las alarmas encendidas. Es una paradoja que el fútbol, deporte y alma nacional en Brasil, haya sido el detonante de esta crisis social. Los gastos para el Mundial del año próximo y para el torneo internacional que actualmente se lleva a cabo generaron indignación porque algunas de las obras no se han concluido y otras están resultando más costosas que lo presupuestado inicialmente, mientras el transporte público es una calamidad y persisten graves deficiencias en otros servicios públicos.
Pero lo que está pasando en Brasil no pone en entredicho, en mi opinión, lo correcto del camino que emprendió Lula en su primer mandato y continuó en el segundo. Es indudable que un modelo caracterizado por la alianza con el empresariado nacional y por un sólido compromiso con la superación de la pobreza y la mejora de la calidad de vida de los trabajadores y de las grandes mayorías se tradujo en importantes éxitos que hoy son opacados por la corrupción de la clase política, por la falta de impulso a esas políticas y por la desconfianza que esa conducta genera en la ciudadanía.
Creo que el cambio de rumbo que se reclama hoy en las calles de Sao Paulo, Río de Janeiro, Belo Horizonte, Brasilia y otras ciudades está más relacionado con la ética política que con otra cosa. Nadie está pidiendo que el Estado abandone su compromiso social y su lucha contra la pobreza y asuma una postura proclive a imponer la absoluta dictadura del mercado.
Es probable que con el correr de los días el gobierno brasileño logre retomar la iniciativa, sobre todo a partir de la acertada manera con la presidenta Dilma ha asumido esta coyuntura.
Pero de nada vale un gesto en solitario. Lo peor que puede hacer la clase política brasileña y la de cualquier nacionalidad es creer que con discursos retóricos y reciclaje de promesas se puede “marear” a una sociedad que tomó la calle y no piensa abandonarla. Las conductas “gatopardianas” resultan suicidas en situaciones como esta.
Por: VLADIMIR VILLEGAS
vvillegas@gmail.com
Política | Opinión
EL NACIONAL
MIÉRCOLES 26 DE JUNIO DE 2013
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