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    JAIME BAYLY: Las fiestas



    “Estos días de fiestas me ponen de
    un humor sombrío, avinagrado…”

     

    Se supone que uno debería sentirse contento de compartir las fiestas con su familia y salir de compras entusiasmado para expresar su afecto mediante regalos y, cuando se está comprando o envolviendo lo comprado o a punto de obsequiar lo envuelto, sentir que los rencores van menguando y acaso desaparecen y que florece en el espíritu un renovado amor al pariente, al amigo, al prójimo, al vecino.

    Yo, la verdad, perdón por la franqueza, no siento nada de eso, o siento lo contrario de eso. Para comenzar, siempre me ha resultado arduo compartir mi vida minúscula, pesarosa con mi familia. Tengo para mí que la familia es un mal necesario, un mal a secas, y que hay que huir de ella como quien escapa de un campo de concentración.

    La familia es la fuente de los peores conflictos y frustraciones, una guerra de guerrillas, territorio minado, la maleza en la que se agazapan tus peores enemigos, esos que en días soleados se hacen pasar como tus amigos. Un día triste siempre puede ser aun más triste si se lo comparte con la familia.

    Mi recuerdo de la vida familiar es que en ella predominan la simulación, la intriga, la emboscada, el chisme artero, la sonrisa de quien te da un regalo y luego se solaza machacándote a tus espaldas con insidias educadas. Tal vez no todas las familias son como las que yo he conocido, pero me parece que es infrecuente que las familias se reúnan para hablar de las cosas que en verdad importan: lo que suele animar los conciliábulos familiares es la obediencia a la ceremonia, al protocolo doméstico, cumplir con las formas, celebrar ciertas fechas marcadas en el calendario, obligarse al ritual de unas sonrisas o unos abrazos o unas felicidades impostadas o unos regalos que no siempre se dan deseándolo sino para quedar bien, para salir del apuro, para demostrar que uno cumple ­a regañadientes, pero cumple­ con la bendita, inaguantable familia. Ya luego, acabada la reunión, la familia se disgrega, se dispersa, y es entonces cuando se desatan las lenguas viperinas y no queda títere con cabeza y uno descubre que ha asistido a la fiesta familiar no para salir queriendo más a los parientes sino para marcharse odiándolos como nunca los había odiado, creyendo haber descubierto en ellos unas ruindades y unas bajezas que los convierten en seres intratables, no deseando verlos más, jurando no volver a esa reunión a la que no teníamos ganas de asistir y fuimos obligados por las circunstancias, para quedar bien con la familia.

    Porque a la familia, y hablo por mí, que nadie se dé por aludido, no tiene uno muchas ganas de verla en días corrientes, y por eso en días festivos, cuando se nos obliga a verla, cuando se nos espera, cuando sabemos que quedaremos mal si no acudimos a visitarla, es precisamente cuando menos ganas se tiene de entreverarse con ella, menos ganas aun que un día ordinario, laico, desprovisto de fanfarria y beatería. Esta es una norma que procuro observar con espíritu subversivo, dinamitero: si una vaga idea del bienestar personal me remite a la soledad y a la lejanía de mi familia ­una distancia a ser posible geográfica y mensurable en miles de kilómetros o en horas de avión, visa por medio­, entonces la celebración de una fiesta, no siendo creyente y siendo un probado aguafiestas, consiste, en mi caso, en festejar lo contrario de lo que comúnmente se festeja, es decir, no que me he reunido con la familia sino que me he reunido conmigo mismo a despecho de la familia, que no soy prisionero de la familia, que no voy a permitir que el peso abrumador de la familia hunda y ahogue al individuo vagaroso que soy, que me he emancipado en buena hora de las servidumbres y los yugos a los que la familia nos acostumbra.

    El mismo principio rige para los regalos: si salir de compras es ya una actividad reñida con el placer y no resulta agradable ni siquiera si uno va a comprarse cosas para sí mismo, ¿cómo podría ser estimulante o alentador o tan siquiera tolerable salir a comprar frenéticamente unos regalos que uno no quiere regalar? Si los creyentes festejan ciertas cosas religiosas y lo hacen no tanto rezando cuanto comprando y obsequiando, ¿por qué uno, que no cree mayormente en las religiones y que en particular descree de los creyentes, tendría que celebrar tan arbitraria convención gastando su dinero en personas a las que, por otra parte, no tiene muchas ganas de ver? Da la impresión de que el regalo no es siempre una expresión de afecto, sino de jactancia, de recursos, de poder, un modo sibilino de decirle al regalado: mira cuánta plata tengo, mira el buen regalo que te hago, sin duda es mejor que el adefesio que me has endilgado tú, mira lo bien que me va, procuro no verte todo el año (y por eso me va tan bien) pero ahora que es Navidad me veo forzado a verte, me resigno a verte y te recuerdo mi éxito con este regalo que me ha costado un ojo de la cara, más vale que me lo agradezcas como es debido, mira el dineral que me he gastado en ti.

    Bien miradas, las fiestas navideñas parecen un mandato moral para ser buenos, o para ser buenos al menos un día al año, una exhortación silente (o no tanto: cuando algunas familias se reúnen, lo primero que hacen, nada más saludarse, es reventar cohetes y fastidiar a los vecinos y a los perros del barrio con un bullicio inacabable) a recordar cuánto amamos a los parientes y los amigos y cuán ardientes son nuestros deseos de expresar ese amor con regalos. Pero no todos podemos ser buenos, la bondad es algo que nos resulta una imposibilidad genética, una quimera, una pose, una máscara, y bien sabemos que si procuramos ser buenos aunque sólo sea en las fiestas, nos sentiremos miserables, desgraciados, porque la bondad es incompatible con nuestro espíritu, la bondad es aburrida, es previsible, no es divertida. No somos buenos, hemos de admitirlo y tenerlo en cuenta en estos días en que casi todos se hacen pasar por buenos, pero eso tampoco nos convierte necesariamente en malos, y sin embargo es así como nuestra alergia a las fiestas hace que los demás nos perciban. El que no va a la fiesta es malo. El que no regala es malo, es tacaño. El que prefiere quedarse encerrado en su casa y no estropearse la noche comiendo pan dulce y cantando villancicos es un patán, un descastado. El que se pregunta por qué debería observar una fiesta religiosa cuando no se es una persona religiosa es un mal bicho, un miserable, alguien que, al dudar, mata a Dios, mata al Niño Jesús, mata a los Reyes Magos y deja el pesebre hecho una orgía de sangre: ¿cómo puedes ser tan malvado que ni siquiera eres creyente en Navidad? ¿No puedes fingir por un momento que eres creyente para llevar la fiesta en paz? ¿No puedes ir a misa de gallo por cortesía, por respeto a la familia que tanto te ha padecido? ¿No puedes hacer el pequeño sacrificio de dar regalos aun si no te apetece darlos, pues gracias a la familia te ha sido dado el regalo de la vida, que es inestimable? Estos días de fiestas me ponen de un humor sombrío, avinagrado, tal vez porque me recuerdan que la bondad y la fe y el amor a la familia no son rasgos de mi carácter, son ejercicios, son esfuerzos, son cosas que me cuestan un trabajo. No llevo bien estos días porque, ensimismado, enfurruñado, un amasijo de rencor y mala sangre, me encuentro pensando con frecuencia que mi familia y yo nos hemos acostumbrado a estar bien alejándonos los unos de los otros, o yo de ellos, o ellos de mí, y que resulta mínimamente prudente, un modesto acto de coherencia intelectual y moral, preservar esa lejanía para que las fiestas nos sean más leves, más llevaderas.


    Por: JAIME BAYLY
    Política | Opinión
    EL NACIONAL


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