No hay que dejarse confundir
con los malvados ideológicos
La defensa del noruego Anders Breivik girará en torno a su presunta locura. El abogado defensor intentará persuadir a los jueces con un razonamiento muy extendido: ¿quién, que no esté absolutamente loco, es capaz de organizar semejante carnicería entre un grupo de inocentes? A lo que tal vez agregue un elemento adicional que reforzaría su tesis: el señor Breivik tomó alguna droga antes de cometer sus asesinatos. Esos psicotrópicos afectaron su conducta.
Ignoro si la justicia noruega aceptará esos argumentos. Espero que no los tomen en cuenta. Son producto de la interesada confusión entre la maldad patológica y la maldad ideológica. La maldad patológica deriva, en efecto, de un trastorno de la racionalidad. El loco oye voces, a veces acompañadas de visiones, que le piden que mate. Él se limita a obedecer esas órdenes. Usualmente, a ese tipo de demente lo clasifican como esquizofrénico. Es posible, incluso, que las voces y las visiones tengan un componente positivo: Juana de Arco, entre otros muchos “visionarios”, probablemente era una esquizofrénica que militó en una causa noble.
El malvado ideológico es otra cosa. Es alguien que puede hacer daño sin ningún freno moral porque sus creencias y valores lo autorizan para ello. Hitler no era un loco. Era un malvado ideológico convencido de que debía exterminar a los judíos, a los gitanos, a los Testigos de Jehová o a los homosexuales porque eran seres dañinos para la especie. Lenin, Stalin o Mao eran también malvados ideológicos. Para ellos el asesinato en masa de los “enemigos de clase” no constituía un crimen sino una necesaria obra de limpieza revolucionaria que se ajustaba al catecismo marxista y a la dictadura del proletariado.
Cuando Hugo Chávez, en 1992, ataca la mansión presidencial y provoca centenares de muertos en las calles de Caracas, o cuando le escribe una carta de solidaridad a Carlos Ilich Ramírez, el despiadado “Chacal” autor de innumerables crímenes, no es víctima de una distorsión de la realidad, sino de un juicio ético pervertido por la ideología. La muerte violenta de sus adversarios, simplemente, le parece justificable. Por eso no tiene inconveniente en abrazar a Ahmadineyad, el tirano iraní que afila la espada nuclear para acabar con los israelíes.
Incluso los matarifes de las bandas de narcotraficantes son malvados ideológicos. Sus abominables acciones no derivan de creencias políticas, sino de intereses y valores tribales que generan sus códigos de comportamiento: para ellos decapitar inmigrantes o extorsionar a los trabajadores es legítimo porque les genera dinero y les gana el respeto de la banda a la que pertenecen y el terror de la sociedad sobre la que imperan.
En realidad, los malvados patológicos son muy pocos. La fauna que abunda es la de los malvados ideológicos. Como nos reveló el Premio Nobel Konrad Lorenz en Sobre la agresión, los seres humanos carecen de frenos instintivos que les impiden hacerles daño a sus congéneres, horrible descubrimiento al que acaso no fue ajena su propia y lamentable militancia en el partido nazi, hecho del que se arrepintió en su momento.
Prácticamente, cualquier ser humano “normal” puede torturar cruelmente o asesinar a otra persona si sus ideas, creencias, intereses, valores y atmósfera social así lo demandan. Siempre recuerdo la sorpresa que me causó saber que cerca de mi casa en La Habana Vieja, hace ya muchas décadas, existía una siniestra edificación del siglo XIX, “el azotadero”, a donde las personas honorables llevaban a sus esclavos desobedientes para que los desollaran a palos. Generalmente, acudían a ese sitio tras escuchar misa en la hermosa Iglesia del Ángel.
No hay que dejarse confundir con los malvados ideológicos. Hay que castigarlos con la severidad que permita la ley y con el desprecio público por sus actos. Y hay que comprender que la única correa capaz de sujetar al feroz animal que duerme en el corazón de nuestra especie son las instituciones surgidas de la Ilustración para proteger los derechos individuales y para limitar y fragmentar la autoridad de quienes ejercen el poder. Sólo estamos a salvo del zarpazo de los otros cuando nos contenemos todos con la camisa de fuerza de la institucionalidad proporcionada por la democracia liberal. Fuera de ese marco comienza la selva.
*Periodista y escritor. Su último libro, una novela, se titula La mujer del coronel.
Por: Carlos Alberto Montaner*
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