“La confusión es la norma..”
Sobre el siglo XIX se fijaron las miradas de Tocqueville, Heine, Marx, Burkhard y Nietsche, por ejemplo. Hablaban de una sociedad inmersa en una crisis de legitimación crónica. El siglo XX dio paso a una pléyade de pensadores en medio de los conflictos más atroces. En este inicio del siglo XXI, antes que proclamar de nuevo la muerte de Dios, Stephen Hawking lo que hace es proclamar la muerte de la filosofía. Ahora lo que está deslegitimado y requiere con urgencia de pensamiento son las formas políticas. Hay que revisar, reafirmar o negar sus premisas básicas, desde la manifestación política de la filosofía. El momento es de transición con una caída de los partidismos conocidos y con un proceso de desideologización terminal. Algunos hablan hasta del fin de las constituciones.
Los discursos siempre giraron sobre la falta de legitimación. También ahora, con un cuestionamiento drástico a la representación, pero las teorías políticas decimonónicas tuvieron un efecto retardado, pero lo tuvieron, mientras en esta época vislumbramos la escasez de lo teórico y un esfuerzo no sólo por retener el presente sino, incluso, uno destinado a regresar a las viejas formas. Tenemos que admitir que las soluciones definitivas no existen y por ello hemos llamado a la democracia un ininterrumpido proceso de interrogación ilimitada. El tiempo presente ha determinado la imposibilidad de lo que denominaremos la parábola de la innovación y una interrogación muy profunda sobre la posibilidad de cambiar lo humano a través de la praxis política. El punto es que comienza a hablarse de la pospolítica, mientras otros nos empeñamos en un rediseño de la democracia. La crisis se debe a la caída de las viejas maneras de la política, sólo superable con un llamado a un retorno de la misma necesariamente envuelto en nuevas concepciones que pasan por un llamado a la ciudadanía activa.
La confusión es la norma, pero abajo, en la praxis constante, encontramos una que no se modifica y se niega a ser modificada, con las mismas aberraciones y contratiempos que nos han llevado en esta década a las conclusiones que manifestamos. Nos referimos a la ausencia de la concepción política, a un conjunto de ideas que puedan reestructurar el aparato democrático. Si en la crisis de lo político estamos señalando la década que termina es menester, entonces, plantear la repolitización como el camino, no sin advertir o recordar que el vacío está siendo llenado por algunas praxis revolucionarias disfrazadas de innovación del presente siglo y que irremediablemente conducen a la reaparición totalitaria.
La defensa y progreso de los derechos humanos había tomado una aceleración que parecía determinar los tiempos, pero la lucha antiterrorista los ha golpeado seriamente. La reciente crisis económica ha replanteado la necesidad de la actividad reguladora. Las virtudes de la globalización –por contraste con sus múltiples peligros- están siendo duramente golpeadas especialmente en Europa. La aparente calma –excepción hecha de las guerras locales que aún se libran- se debe fundamentalmente a la inexistencia de algo o de alguien que se aproveche. Saltan por los aires nacionalidad, partidos, viejas construcciones y las respuestas provienen de prácticas de antaño o de encerramiento a ultranza en las maltrechas formas del presente. No es novedad alguna que los hombres se estén aburriendo de la política. Hemos hablado constantemente de un cambio de paradigmas que constituye, cierto es, una exigencia de cambio en las disposiciones subjetivas capaces de alterar el vector político. Ello se refiere, claro está, a que la descreencia se transforme en la convicción de crear realidad desde el pensamiento y desde un ejercicio colectivo de la inteligencia. No hay una conciencia político-filosófica de la posmodernidad. Hasta el último momento del siglo XX vivimos la obviedad de la crisis del constitucionalismo, del estado-nación y del pensamiento político clásico, sin que se produjese una multiplicad de miradas a los eventuales nuevos órdenes que por fuerza surgirían. Algunos llegan a plantear si los hombres sólo pasarán a ser un material necesario a una construcción tecnopolítica. Un antihumanismo creciente podría inducir en ese sentido, sólo que la lectura atenta de quienes en él incurren conlleva a admitir que llegan de retorno al humanismo por el camino de su negación.
Hemos tenido grandes avances en la informática, la tecnología espacial o la biología y en una creciente demanda a favor de los derechos de los homosexuales. Desciframiento del mapa genético, celulares con 3G, GPS y WiFi, la manipulación de embriones o la web 2.O, pero la política ha planteado retos que no han sido abordados con pensamiento complejo capaz de trazar coordenadas en este momento de la historia y de la cultura universal. Ha faltado, diría, la razón poética, esto es, la posibilidad de soñar las nuevas formas de organización comunitaria del hombre desde la luz de la conciencia hasta la creación de un cuerpo especular, lo que se llamaría la función imaginante.
La proclamación de la victoria de la técnica, la falta de sentido como nuevo sentido y la prevalencia del pensamiento débil debe ser contrarrestada con el fuerte resurgir del pensamiento. Es una caída vertical que venimos sufriendo desde más allá de esta década que termina en zona oscura. Si el ciudadano de este siglo deja de padecer como víctima y se decide a realizar las nuevas formas son bastantes probables los nuevos surgimientos, en especial en la política y en las ideas que deben envolverla.
Quizás podamos definir a esta sociedad como una enmascarada que vive su sojuzgamiento como víctima. Es menester transgredir la oscuridad. Se transgrede en momentos de crisis.
Por: Teódulo López Meléndez
teodulolopezm@yahoo.com
@TeoduloLopezM
Miercoles julio 26, 2011