En Guatires vecinos del Rodeo
quieren que muden el penal
■ Vecinos del Rodeo vivieron en el “Viejo Oeste”
■ En algunas casas guardan los casquillos de las balas que perforaron sus paredes y techos durante el conflicto entre presos y militares.
■ Las comunidades vecinas del penal -que durante un mes vivieron bajo estado de sitio- preparan un documento para exigirle al Gobierno que mude la cárcel y convierta las instalaciones en un hospital o una universidad.
Yolanda Álvarez Navas no duda en calificar el último mes de su vida como una pesadilla. Una que incluyó la muerte de su tío, Margarito Navas, el viernes de la semana pasada, a causa de una bala perdida que recibió en la cabeza mientras estaba en su casa, en el sector El Rincón, desde cuya ventana se ve, a 300 metros aproximadamente, la cárcel. Desde el 12 de junio, cuando empezó un motín entre los reclusos del complejo penitenciario, en Guatire, estado Miranda, los ruidos de los disparos se convirtieron en rutina y dormir en el piso por temor a las balas fue la regla.
Pero las previsiones de la familia no fueron suficientes.
La toma militar de Rodeo I y II, que comenzó el 17 de junio y se extendió por casi un mes, dejó no sólo reos un número impreciso aún muertos y heridos. Dejó también heridas en las comunidades vecinas de la cárcel. La muerte de Margarito fue sólo una de ellas. Las zonas alrededor del penal fueron militarizadas mientras se llenaban de familiares de presos casi todas mujeres que buscaban información o, al menos, subir a una lomita desde donde se divisara lo que pasaba en el penal. Fue un mes en el que los barrios aledaños estuvieron sitiados: hubo una diáspora hacia casas de amigos y familiares en otras localidades; muchos se vieron forzados a pedir permiso en sus trabajos porque no había manera de salir del barrio; los niños perdieron un mes de clases; las provisiones de los abastos y bodegas se acabaron; los camiones del aseo no pasaban, los del gas tampoco. La primera reacción de los 24 consejos comunales de la zona ha sido formar una comisión para exigir que muden el penal y conviertan ese lugar en un hospital o una universidad.
Yolanda pasa a la cocina de su casa y busca una bolsita transparente en la que guarda, encima de la nevera, los casquillos de siete balas que perforaron las paredes de su vivienda, que tiene dos plantas y fue construida con cimientos fuertes y ladrillos. “La que le rompió la cabeza a mi tío está en la PTJ (actual Cicpc)”, aclara. “Dormimos muy mal todo ese tiempo. Con tanto tiroteo, nos la pasábamos tumbados en el piso. Toda la comunidad la pasó muy mal. Fue un milagro que no hubiera más muertos, que sólo fuera mi tío”, relata.
Margarito murió por una bala de los últimos intercambios de disparos escuchados antes de la rendición de los presos de Rodeo II, que se enfrentaron a los 5.000 hombres de la Fuerza Armada que tenían la misión de tomar el penal. Salía de su cuarto, en la segunda planta, para ir al comedor. Al escuchar los tiros, su familia le avisó que se agachara, como ya todos lo habían hecho. Pero al tío, de 53 años de edad, no le dio tiempo de hacerlo. “Fuimos al comando de la Guardia Nacional, llevamos la bala y les reclamamos.
Nos dijeron que esa bala era de un arma de alta potencia y que venía de los reclusos. Pero cómo es posible que ellos tuvieran armas que debían tener sólo los militares”, recuerda Miguelina Álvarez, otra sobrina de Margarito.
“Eso fue como una guerra”, interrumpe Yolanda. “Cuando llegaban las tanquetas militares había que meterse en el cuarto y tirarse al piso. Los muchachos de la casa (dos adolescentes y una niña especial) están traumatizados. Le gritaban al papá: `¡No me quiero morir. Vámonos de aquí!”.
Yosmara, una morena de 24 años de edad, se acerca lentamente a la puerta de su casa en la calle El Tanque del barrio Las Brisas, frente a Rodeo II, arrastrando los pasos con el peso de una barriga de 7 meses de embarazo. Éste será su segundo hijo. El primero es Yorvis, de 4 años, un pequeñito hablador de piel canela y ojos marrones con ribetes amarillos. Cuando empezó la toma, el sábado 17 de junio, su familia albergó a los periodistas. Entonces, en la calle había mujeres que se montaban en las platabandas de las casas vecinas para ver los patios y ventanas de la cárcel, ante la falta de información oficial. Semanas después fue que ellas obtuvieron las listas de los presos trasladados o de los heridos. Aún hay algunas que no saben dónde están sus familiares.
Ese sábado los tiros no cesaron y Yorvis estaba inquieto. Quería asomarse a ver por qué la gente corría por las calles y los militares subían el cerro correteando a un grupo de mujeres y lanzando bombas lacrimógenas. Quería ir a jugar a la reja de la casa y Yosmara lo cargaba, una y otra vez, hasta el cuarto. El niño saltaba en la cama, se lanzaba y decía: “Así me lanzo yo pa’ que no me maten”. “¿Ves cómo los niños quedan traumatizados?”, señala su mamá. A todo el que llegaba a su casa, el pequeño le preguntaba: “¿Tú sabes que mataron a Pepsi-Cola?”. El hombre con nombre de refresco era vecino del barrio y estaba preso en Rodeo I. Se corría el rumor de que había muerto en el enfrentamiento con los militares.
Un mes después, Yosmara cuenta que tuvo que mandar a Yorvis a casa de su abuela, en Caucagua. “Lo tuve que sacar de aquí por su bien. Se me estaba traumatizando. Veía a un policía o a un guardia y me preguntaba si lo iban a matar.
Tuve que explicarle, en su lenguaje, que los guardias no matan niños y él iba repitiendo esa frase. Preferí que estuviera lejos hasta que terminara todo.
Tenerlo aquí era un riesgo”, señala. Luego, la joven muestra los impactos de bala que tienen algunas de las columnas externas de su casa, muy cerca de la ventana del cuarto donde ella duerme.
Yosmara estaba, además, en pleno proceso de presentación de tesis para graduarse de técnico superior en Contaduría. Pero ir al instituto fue una proeza durante los 27 días que duró el conflicto en la cárcel, hasta que los pranes (líderes) de Rodeo II, “Yoifre” y “Oriente”, decidieron deponer las armas y el segundo se fugó junto con un grupo aún no determinado de presos. El servicio de transporte estaba suspendido por el cerco militar.
Sin autobuses ni camioneticas, Yosmara tenía que bajar todos los días a pie, en una caminata que dura en promedio media hora para llegar a Guatire. “Lo que pasó nos afectó de manera sorprendente nuestra vida cotidiana. Psicológicamente, porque vives con miedo de que las balas frías te maten un familiar. Yo con esta barriga tenía que caminar todo eso. Mi esposo, que está en muletas, tuvo que retrasar un mes su terapia porque los militares no lo dejaban pasar”.
Ya está decidido: en enero, después de la graduación, Yosmara y su esposo se mudarán.
“Aquí hay mucha inestabilidad por tener el penal tan cerca.
Estalla cualquier problema y nosotros salimos afectados”.
Refugiados:
Los bloques amarillos y verdes de la calle principal del Rodeo muestran los orificios de las balas que se dispararon durante los días de conflicto. En la planta baja del edificio que está enfrente del penal, los vecinos taparon los huecos que dejaron los balazos con puntos de cemento que aún están frescos al tacto. En esa planta baja vive Kelvin Gil, de 28 años de edad, que envió a su familia al interior del país.
“Mi esposa se fue a Higuerote con mi bebé de 2 meses. A la niña se le trancaba mucho el pecho con tantas bombas lacrimógenas que llegaron hasta acá”.
El pasado lunes, Josefina Gómez regresó a su casa. Con un nieto asmático y ella misma con una afección cardíaca, no era recomendable exponerse al constante estruendo de las balas, la llegada de tanquetas, el descenso de grupos de paracaidistas y el alboroto de mujeres llorosas en las calles por la falta de información sobre sus hijos, esposos y hermanos. “Mi hija y yo nos fuimos a casa de una amiga en Caracas. Me daban taquicardias, era muy riesgoso estar aquí durante esos días. Salí en medio del tiroteo, como una loca, porque no soportaba quedarme. La mayoría de los que se quedaron, se encerraron y no salían”, dice.
Los Bodegueros, el abasto de la familia Rada, bajó su santamaría azul por lo inseguras que se volvieron las calles durante el mes de enfrentamiento entre los militares y los pranes. Un fin de semana abrieron y les iba bien con las ventas de bebidas y chucherías que compraban las mujeres que durante esos días prácticamente vivieron en las aceras de los barrios cercanos al penal. Pero un estruendo terminó con la aparente normalidad de aquella mañana.
Una bala entró por la parte de arriba de la barra donde atienden a los clientes, pegó en los panes andinos que cuelgan de un alambre en el techo y fue a dar contra el cartel que anuncia el nombre del local y los horarios de trabajo. “El ayudante estaba parado ahí. La bala pudo haberle dado en la cabeza.
Desde ese día no abrimos más.
Todavía no hemos sacado las cuentas para ver de cuánto fueron las pérdidas; duramos mucho tiempo sin trabajar”, señala Erendy Rada, hija del dueño del local, mientras sostiene el cartel con el marco astillado por la bala.
Fuera del aula:
La Escuela Básica Estado Monagas, en la que estudian más de 600 niños, también estuvo en vilo.
“Se hizo una reunión entre los representantes y los directivos que pudieron llegar a la escuela y todos estuvieron de acuerdo en no enviar a los niños a clases durante el conflicto. Les dimos unas guías para que estudiaran”, indica Milena Salas, docente de segundo grado. El pasado lunes, sin tiroteos y con el transporte público restablecido, retomaron las clases.
Los temores de padres y maestros tenían base. En las paredes de la escuela han contado tres impactos de proyectiles; algunos niños hallaron casquillos. La casa de la señora que atiende la cantina y las de algunas maestras también resultaron afectadas por las balas. Las fotos de los agujeros en sus paredes son el tema de conversación mientras se pasan los celulares.
Esta será la primera semana de clase después de la toma carcelaria, pero también la última del año escolar. Con las suspensiones por la emergencia de las lluvias en diciembre, el primer lapso sólo cubrió los meses de octubre y noviembre.
Volvieron en enero y las actividades se paralizaron en junio.
“El proceso de aprendizaje estuvo muy interrumpido este año”, lamenta la maestra.
Presos en libertad. Esta semana se empezaron a ver por las calzadas del barrio las camionetas de la línea GuarenasRodeo. Las alcabalas de los militares no permitían el paso de automóviles, ni siquiera pasaba el camión del gas o los de la basura. “Había moscas y gusanos en las calles”, señala Mery, que durante ese mes recibió en su casa a 50 mujeres, casi todas madres de reclusos.
Teniendo que cocinar para tanta gente, las bombonas de reserva se terminaron en esa vivienda de la calle principal del Rodeo. “Me consiguieron esta cocinita eléctrica”. Mery muestra el aparato de dos hornillas.
El cierre de los abastos también agudizó la escasez de comida. “Había que hacer mercado en Guatire y subir ese poco de bolsas a pie; uno no conseguía un paquete de pasta para resolver en el momento”, recuerda otro vecino.
Ante la falta de servicios, cuando el conflicto llevaba dos semanas, la comunidad se organizó y un grupo de vecinos fue a hablar con el comandante de la Guardia Nacional encargado de la custodia de los alrededores del penal.
Llegaron al acuerdo de colocar una ruta de transporte con autobuses de la Policía Nacional Bolivariana y flexibilizar el suministro de servicios básicos. Las comunidades afectadas albergan cerca de 14.000 personas, según cálculos de los 24 consejos comunales de la zona. Miguel Avilés, vocero de la organización comunitaria en Los Bloques, señala que a causa del conflicto en el penal se creó una comisión de 13 personas que está redactando un documento para enviarlo al Ministerio de Interior y Justicia, la Defensoría del Pueblo y la Presidencia de la República, en el que solicitarán el uso de las instalaciones de la cárcel para otros fines.
La comisión se ha reunido tres veces y esperan tener la misiva lista esta semana para discutirla en asamblea de vecinos. “Han salido propuestas de crear un hospital o una universidad. Queremos elaborar un proyecto entre todos los consejos comunales”. Lo firmarían vecinos de Los Bloques, El Samán, Taparón, Carrizal, Brisas I y II, Altamira, Ceiba I y II, Pico de Zamuro, El Manguito, El Naranjal, El Palmar, Santa Eduvigis, Bautismo, Guayas, Las Casitas y Araira.
Esperan que otras zonas vecinas lo avalen para llegar con la fuerza de miles de firmas ante las autoridades.
“Vivimos en zozobra. Ese mes estuvimos presos en libertad”, lamenta Avilés, que es militante del PSUV. Él mismo estuvo cerca de recibir un disparo en la sede del partido: estaba fumando en el balcón y segundos después de retirarse del lugar una bala impactó contra esa pared.
Otra de esas balas, con la forma de una bolondrona maciza de plomo, impactó en el balcón de Mery, que está a pocas casas. Cuando la mujer, en la mitad de sus cincuentas, ve el proyectil que rompió un ladrillo de su casa se lleva las manos agitadas a la boca y comienza a llorar. “Eso pudo haber matado a mi nieto”. Lo que le muestra su esposo en la mano es una bala de metralla que disparan las tanquetas militares. “Los militares debieron tener más cuidado con los barrios vecinos, que no tienen la culpa de lo que pasaba dentro de la cárcel”, expresa.
Carmen Rivero también guarda un par de balas que penetraron las paredes de latón de su rancho, inclinado en el tope de una colina. La claridad que se cuela en su sala no es producto de las ventanas, sino de los orificios que dejaron los proyectiles, que por ahora están tapados con tirro.
El nieto de Carmen, de 13 años de edad, corre a la habitación del fondo para buscar los cartuchos y enseñarlos. “Yo era el blanco perfecto”, dice la abuela mientras abre la ventana de su sala, con una vista privilegiada de la terraza de Rodeo II.
“Ojalá nos quitaran esa cárcel de aquí”, agrega.
La misma idea tiene Miguelina Álvarez, sobrina del único muerto extramuros que dejó el enfrentamiento en el internado mirandino. “Llegué al Rodeo hace 37 años; soy fundadora de este sector. Cuando llegué, en esos terrenos había monte, no había ni luz ni agua. Si el penal sigue ahí, volverán a meter armas y se va a repetir la historia”. Yolanda, su hermana, dice que se siente impotente: “Cuando Diosdado Cabello (diputado que medió en el conflicto) y las demás autoridades dicen que todo se solucionó en paz, sin un solo tiro, a mí me dan ganas de preguntarles entonces cómo murió mi tío”.
El desenlace del conflicto del Rodeo le genera dudas a Delia García, una vecina de 73 años de edad que ve el penal desde su ventana: “Allí hay algo raro.
Uno sufriendo con un poco de militares metidos en el barrio, que les lanzaban bombas a las mujeres, a los familiares, y `Oriente’ y los otros presos se fueron tan tranquilos”.
Por: ADRIANA RIVERA
ARIVERA@EL-NACIONAL.COM
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