Hizo de la “ilegalidad” su oficio
■ Con apenas 34 años, Jesús Gregorio mató, robó y lideró a las más peligrosas masas de criminales de las cárceles venezolanas. Por ella vivió y por ella murió sin poder dar una explicación a sus hijos
A Jesús Gregorio la fiesta se le acabó mientras contaba las ganancias de su robo novecientos mil… por decir una cifra. Uno a uno pasó los billetes de una mano a la otra. La lámpara bañaba de luz sólo la mesa redonda. El resto era oscuridad para él, pues concentrado, mantenía sus ojos en el vaivén del conteo. Dos, tres, cuatro horas. Permanecería allí el tiempo que fuera necesario para comprobar que todo estaba en orden. Pero el silencio fue interrumpido y los números rompieron filas en su cabeza.
Alguien tocó el timbre de su casa. Su esposa salió de la cocina y lo miró con los ojos más abiertos que de costumbre. No esperaban a nadie. Él le dio su aprobación con un subir y bajar de cabeza. Ella vio por el ojo mágico y moduló en silencio: Son dos policías.
Él cerró los ojos, desconcertado, y murmuró: Dale, abre… qué más queda.
Ella abrió la puerta.
Buenas noches, señora. ¿Se encuentra el señor Jesús Gregorio Córdova? Y claro que estaba, aunque petrificado en la silla.
No, aquí no es, respondió.
No me van a agarrar, pensó él y con la sagacidad de un cazador, se levantó, pero de salida, el arrastre de la silla lo acusó.
Los hombres irrumpieron en el apartamento. Los tres se miraron y aunque Jesús trató de negar su nombre, su propia cara y sus apodos, el dinero regado sobre la mesa hacía más que evidente que era él a quien buscaban. Descubierto y con las pruebas expuestas, decidió emprender un escape que reconocía infructuoso, pero actuó.
La mirada de Jesús Gregorio quedó fija, casi congelada en la mesa del comedor, donde los 200 millones de bolívares que le tocaban por el robo de un banco se quedaron fríos y desordenados. “Ya vendrán tiempos mejores”, pensó. Pegado contra la pared y con las esposas puestas, totalmente neutralizado por la policía, imaginaba todo lo que quedó en el tintero: un juego de cuarto nuevo, las reparaciones del baño de los niños, un sofá cama… y cuánto más. “A mí siempre me ha gustado darme mis lujos: mis zapatos buenos, de marca; mi ropita de calidad”.
Pero esta historia es apenas una de las tantas que Jesús Gregorio tenía para contar. Ese día de julio de 2006 cayó preso “por confiado” y por llevar los negocios a la casa, quizás el primer sitio en el que cualquiera lo buscaría. Sin embargo, su estadía en las cárceles venezolanas comenzó el 20 de febrero de 1993. En esa fecha, que recordaba sin titubeos, fue trasladado al Retén de Los Flores de Catia demolido en 1997, acusado de homicidio y robo de un camión de electrodomésticos. Le condenaron a ocho años de prisión que el juez no quiso negociar y que él tampoco se esmeró en rebajar. Con apenas 20 años de edad manejaba la ilegalidad a su antojo y sabía que podría convivir con ella los años que fuesen: “Eso es lo que mejor hago en la vida”.
Durante ese tiempo fue trasladado siete veces de recinto hasta que llegó a la Penitenciaría General de Venezuela, conocida por las autoridades como “la PGV” y por los presos como “la última estación”, pues allí terminan, en su mayoría, los reclusos que ya han sido condenados: “Para caer allí, tienes que haber pasado por al menos cuatro más”.
Con ese recorrido penal como historia de vida, era fácil suponer que cuando Jesús alcanzó la libertad, había hecho de la delincuencia un negocio, pero también su oficio. De cárcel en cárcel, debe haber rodado más de dos mil kilómetros por toda Venezuela.
“La primera vez que caes encanado entras cagado porque no sabes qué hacer ni qué hay allá adentro.
Esos son puros diablos lo que hay ahí y lo que te queda es defenderte, demostrar tu fuerza y no dejar que te jodan. Eso sí, clarito en que al llegar debes preguntar por quien te espera”.
Ese 20 de febrero, cuando las rejas se cerraron a su espalda, el miedo borró todo de su mente, menos un nombre, un número de pabellón y una letra para ubicar una celda: “Allí me recibió alguien que me habían recomendado. Él ya sabía que yo llegaba ese día. A mí me dieron los datos en una visita durante los ocho días que estuve recluido en la PTJ y me los aprendí de memoria. Así que cuando entré en Los Flores y luego en todos los demás, ya sabía a dónde ir.
Estaba cagado igual, es inevitable.
Pero ya sabes cómo es la vaina y es más difícil que te jodan cuando ya tienes carrera hecha”.
Jesús Gregorio tuvo la suerte de ir directo a las manos del líder del Retén de Los Flores de Catia como protegido. Aunque eso no le garantizaba su supervivencia, le permitía entrar con las caponas puestas.
En las cárceles los presos viven dominados por bandas que varían de acuerdo con la región del país. Algunas de ellas más populares que otras.
Así, por ejemplo, entre sus conocidos de Tocuyito, en Carabobo, están los miembros de “El Desastre”. En la Región Central reconoce al “Barrio Chino”, el “Tren del Sur”, “El Bronx” y a “Los Centrales”, conformado por delincuentes de Caracas; también a “La Corte Negra”, de Barlovento caracterizados por ser los responsables del mayor número de homicidios intramuros, y a “Los Robapollos” de Los Valles del Tuy. En Oriente recuerda a los del “Carro Loco” que, en su mayoría, son de Maturín, y a “Los Orientales”.
El director del Observatorio Venezolano de Prisiones (OVP), Humberto Prado, considera que el Barrio Chino es el grupo de mayor influencia en el país, pues domina el negocio del tráfico de drogas dentro de los penales. En una cuenta rápida, cree que en 90% de las cárceles hay miembros de esta banda: “Son los que están mejor constituidos. Uno los reconoce por la forma como se visten. Por lo general, llevan un pañuelo en la cabeza”. También los espacios que han conquistado son fáciles de reconocer, pues acostumbran identificarlos con pintura negra. Barrio Chino, escriben.
Jesús Gregorio tenía conocidos en todas ellas. Su gordo historial criminal, lo hizo merecedor del respeto de todos… al menos por el tiempo que vivió.
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Jesús Gregorio creció en Pinto Salinas, una zona popular del oeste de Caracas en la que para los años 90 arreciaban las guerras entre bandas. Por una circunstancia de la vida, la misma que viven muchos jóvenes venezolanos de las barriadas populares, se sumergió en estos conflictos.
Su padre murió en un accidente automovilístico cuando él apenas contaba 12 años: “Ahí terminó de ponerse difícil la vida para nosotros”. Su madre quedó sola.
Con la muerte del esposo, le tocó redoblar las horas de trabajo. Ella era costurera y si antes hacía tres vestidos al mes, ahora debía conseguir el doble de clientes: “Mamá quedó desahuciada”.
Entonces, el adolescente decidió que debía ayudar a su madre a conseguir el sustento. Pero con ese tamaño, las opciones legales le quedaron cortas y encontró la salida más fácil en la calle. Dos años después tuvo entre sus manos la primera arma de fuego que un amigo de la cuadra le vendió: “No se meta en eso, me decía mi vieja, como toda madre… Pero no quedaban opciones, porque el dinero no alcanzaba para nada. En el barrio comencé a hacer amigos, me dieron mi primera pistola, me ofrecieron mi primera piedra… aunque te confieso que nunca he consumido drogas”.
A los 14 años, Jesús Gregorio había matado a algunos de sus enemigos, era un fugitivo y un sobreviviente de la violencia callejera. Seis años después, conoció a su mujer en el barrio. Se enamoraron bailando una “salsa cabilla” en la fiesta de algún conocido pero la felicidad duró dos años enteros. “Luego caí preso por primera vez y ella siempre me acompañó, en todo momento…”.
En esa oportunidad lo condenaron a ocho años por robo a mano armada, de los que sólo cumplió seis. “Ya yo tenía buena fama, pero la mejoré cuando me escapé”.
Con tres compañeros más, excavó durante dos meses un túnel de 50 metros de largo y el 10 de febrero de 1999 se fugó: “Hay que tener bolas para escaparse de la prisión. Recuerdo que en esa época quien tenía pistola era porque se piraba. Yo compré una y aquella vaina era lo máximo.
Por eso es que uno gana prestigio y tal cuando uno hace esas cosas”.
En la calle estuvo hasta mediados de 2006 cuando dos órdenes de aprehensión lo convirtieron en uno de los hombres más buscados de Venezuela. En ese tiempo siempre sintió los ojos de la ley en su espalda, pero total, era una sensación que conocía desde hacía mucho, nada novedosa para él. El dolor de estómago, esas mariposas que mueven a un enamorado a besar a su amada, a él siempre lo movieron, pero para robar, matar y escapar. “Yo soy un tipo malo, no me ando con cuentos para matar al que se monte por la acera”, decía.
Mientras estuvo fugado y era buscado por todos los cuerpos de seguridad del Estado, Jesús Gregorio continuó con robos, pero ahora más onerosos: bancos, blindados… hasta que un día un error le costó su detención, pues al tardar unos minutos de más en la operación, llegó la policía. Su hoja de vida se engrosaba, pues su hazaña y su nombre quedaron registrados en las páginas de los diarios. Su carrera estaba consolidada, había llegado al tope y Jesús Gregorio fue recibido como “pran” en el Rodeo II.
Esa vez cumplió los dos años de condena que le quedaban. En ese tiempo pasó por El Rodeo II, El Rodeo I; Los Teques (donde convivió con el grandeliga de los Phillies de Philadelphia, Ugueth Urbina); Tocuyito; y de Los Pinos a la PGV.
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“¡Bienvenido, hermanazo!”. Con esas palabras, el mismísimo pran de la Penitenciaría General de Venezuela recibió entre abrazos y con un hervido de res a Jesús Gregorio. Ése es un beneficio del que goza por ser uno de esos hombres con recorrido, reconocido entre los pranes y respetado por los mundanos de todos los penales. Él es un pran de pranes: “El papá de los helados”, como se autodefine.
Cualquiera podría imaginarlo con una cara de maldad distinguida a leguas de distancia; alto e imponente, con grandes músculos; como un hombre malo que lleva las pistolas en las manos; que se cree superior, que no dialoga… que sólo da órdenes. Y no. Es un hombre 1,68 metros, no más; es el típico venezolano de ojos castaños, pelo negro, piel mestiza y barrigón.
Cuando Jesús Gregorio llegó a este penal, el líder de entonces ordenó a sus luceros (hombres más cercanos al pran, los de su “confianza) llamar a los 750 presos al patio donde confluyen los cinco pabellones. Allí comenzó a preguntar, tantas veces como quiso: “¿Qué opinas de mi gobierno, de mí como pran?”. Como era de esperarse, las respuestas lo favorecieron: “Eres justo”, dijo uno. “Arrecho”, agregó otro. “Con guáramo”, gritó uno más desde atrás.
Luego de una hora de halagos, el hombre tomó a Jesús Gregorio por uno de sus hombros y dirigiéndose a la población, dijo entre sonrisas y con su pistola en la mano: “Si a ustedes les parece que yo soy arrecho como pran, éste es mucho más que yo porque fue quien me enseñó todo lo que sé. Así que denle la bienvenida al nuevo pran de este penal, señores”.
El homenajeado lo imaginaba, pero igual mostró su sorpresa con un saludo de manos y una sonrisa. Tenía suficientes méritos para ese puesto: unos cuantos muertos, robos a mano armada en bancos, a blindados, una fuga, fue el único pran de El Rodeo I (un penal que se caracteriza por las pugnas de poder entre múltiples bandas) y llevaba a cuestas un expediente policial envidiable por cualquiera de sus colegas.
Claro que también era considerado por la población como un hombre de salidas justas, paradójicamente humano, de decisiones acertadas sobre la vida o la muerte de los demás. La designación era de esperarse. Ahí comenzó su gobierno y ahora el carro (Así llaman al penal. Cuando un preso ingresa a la cárcel se monta en el carro del líder ) estaba a su cargo: “Ser pran no es nada fácil.
Todo el mundo está esperando que te equivoques en cualquiera de las decisiones para liquidarte. Es una cosa natural. Todo el mundo quiere tu cabeza y espera por ella”.
Jesús Gregorio era amante de los hervidos de res, del pabellón, de las arepas.
Era un hombre que disfrutaba compartir sus gustos con otros. Durante su gobierno, cada vez que pudo mandó a pedir un ternero de la calle para preparar sus caldos. Disfrutaba escuchar y cantar joropo venezolano, así como vallenato; devorar con gusto una empanada “operada” de esas que venden en San Juan de Los Morros rellenas con carne, pero untadas con jamón y queso; fiestear hasta que el cuerpo aguante y jugar básquet.
Defendía a toda costa a quienes consideraba sus amigos, pero los castigaba de ser necesario: “Si me traicionan o se venden, por ejemplo”.
Tenía dos hijos por quienes suspiraba: una niña “que es mi tormento”, un varón con el que disfrutaba jugar al béisbol. La primera fue concebida uno de sus días de libertad en Pinto Salinas, después de una buena fiesta; el segundo en su celda del Rodeo I. Ninguno supo jamás quién era realmente su padre. Eso sí, con ellos compartió sus gustos, sus anhelos, pero no el oficio.
Y fue justo el oficio lo que lo mantuvo en prisión durante ocho años. Claro que hasta él mismo llegó a notar su madurez.
-Cuando yo empecé en este negocio, era malo. No perdonaba errores a nadie. Si se me montaban en la acera (equivocarse dentro de la cárcel) o si se comían una luz roja (señal para indicar a los presos que deben recluirse en sus celdas, mientras el pran con sus luceros guardan la caleta con las armas ) los quebraba en seguida, sin piedad. ¡Pam, pam! Par de tiros y listo.
Como pran, Jesús Gregorio era el encargado de llevar el carro, es decir, el gobierno de la cárcel. “Soy la mente, pues.
Por lo general, los pranes llaman a concilio a sus luceros…
-¿A concilio? -A una reunión.
El pran mata, manda a matar. Eso sí, cuando está en la calle le pesan todos los muertos que tuvo bajo su gobierno. A mí no me gusta el chigüireo.
Es que fíjate, yo ya estoy libre, pero en la calle tienes que cuidarte también porque a más de uno lo han dejado pegado mientras se va a presentar en los tribunales.
-Y cuando se reúnen, ¿de qué hablan? -Bueno, ahí discutimos todo. Cada quien da su testimonio y si por ejemplo hay luz alta…
-¿Luz alta? -Sí, o sea, si uno de los líderes comete un error nadie lo salva. Ése se muere. De todas, todas, la meta es salir en libertad.
Eso sí, uno como pran también tiene que saber leer mucho las líricas (los chismes) que te tronan (cuentan). Porque corren muchos cuentos de aquí para allá, que si fulano hizo esto, que si el otro, lo otro. Uno tiene que averiguar bien las cosas para tomar decisiones acertadas y que pague el que se montó en la acera. Si tú no sabes descifrar un chisme, puedes ser el causante de cualquier cantidad de muertos.
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Cuando Jesús Gregorio salió en libertad, en julio de 2008, dejó encargado del lugar a uno de sus allegados. Pero aún en la calle se acostumbró a visitarlos y asesorarlos. De sus días de hampa, tenía muchas historias que lo enorgullecían y que incluso sus compañeros de hampa conocían al detalle.
Pero el libro con su familia quedó a medio escribir.
En septiembre de 2010, dos sicarios le propinaron 20 disparos entre el tórax, la cabeza y sus extremidades, mientras veía a su hijo menor jugar béisbol en un estadio de Margarita. A sus 16 años, la muchacha se quedó sin escuchar a su padre. Lo vio morir frente a sus ojos. Finalmente, sola, consiguió sus respuestas.
La crónica es un extracto del libro A ese infierno no vuelvo, de Patricia Clarembaux, publicado por Ediciones Puntocero en octubre de 2009.
Por: Patricia Clarembaux