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    EDUARDO MAYOBRE: Strauss y el FMI

    “Strauss a caído en el fango..”

     

    E s difícil transmitir el ambiente de solemnidad que se respira en el Fondo Monetario Internacional. Es casi único. La formalidad supera la de los ambientes diplomáticos y, por supuesto, la del Banco Mundial. Puedo dar fe de ello porque hace mucho tiempo (1977-1980) fui miembro del directorio ejecutivo de ambas instituciones en representación de Venezuela, México, España, Centroamérica y otros países. En el FMI se trata de temas esotéricos con un lenguaje especializado y se enfatiza en la globalidad de su misión. Lo preside un sentido aristocrático. Al punto de que uno de sus directores gerentes, me tocó oírlo, cuando se despedía lo caracterizó como “el inicio de un gobierno del mundo”. Quizás lo aristocrático se deba a que siempre lo han dirigido personalidades europeas. En contraste con el BM, que ha sido presidido por norteamericanos, más dados a la chabacanería democrática. En el FMI todo se hace con estilo y el director gerente es considerado con especial veneración.

    Por lo anterior resulta particularmente impresionante que el último de los mandarines que ha ocupado ese cargo, Dominique Strauss-Kahn, haya debido dejarlo por un incidente digno de bajo fondo, aunque haya ocurrido en la suite de un hotel de lujo.

    El muy respetado dirigente mundial, que se perfilaba como Presidente de Francia, se complicó en un caso que no alcanza la dignidad de episodio de telenovela y terminó en una prisión de Nueva York y, si acaso es verdad la acusación, manchó el prestigio de la institución y de su cargo y arruinó su carrera. Sirva esto como ejemplo del contraste que existe entre la dignidad de las investiduras y la realidad de las debilidades de los seres humanos.

    Le correspondía a Strauss-Khan, y lo estaba haciendo muy bien, proponer soluciones a la crisis financiera que viven varios países europeos e incide en la estabilidad económica mundial. Lo esperaban la líder de Alemania y luego los encargados de las finanzas del viejo continente para discutir la manera de hacerlo. Literalmente se manejaban cientos de millardos de dólares. Pero, aparentemente, como dice el tango, un impulso se lo impidió.

    La solemnidad del FMI se origina en que, además de los asuntos protocolares, tiene la capacidad de cambiar el destino mundial.

    Salvar o hundir a las economías nacionales. Hasta hace poco, ese poder se había limitado a los países del llamado Tercer Mundo.

    Pero con la crisis económica que explotó en 2008 ahora debía hacer valer su poder en economías de mayor importancia. Grecia, Irlanda y, potencialmente, España y Portugal podían necesitarlo. Anteriormente se había dedicado a dictarles a los países en desarrollo las pautas de sus políticas económicas para evitar que cayeran en la insolvencia. Y por eso se convirtió en una suerte de tutor de las políticas nacionales. Lo que creó un gran resentimiento en su contra. Porque, además, la inmensa influencia que el Departamento del Tesoro de Estados Unidos ejerce sobre su funcionamiento lo hacía aparecer como un instrumento de las políticas del imperio hacia los países más pobres.

    Esa misma gravitación condujo a que en la década de los ochenta del siglo pasado, cuando Ronald Reagan y Margaret Thatcher proclamaban la revolución neoliberal, el FMI, tradicionalmente defensor de políticas conservadoras, acogiera e impusiera un liberalismo extremo, el cual se exacerbó con el problema de la deuda externa, que afectó particularmente a América Latina y culminó con el llamado Consenso de Washington. Dicho sea de paso, la crisis de la deuda la catapultó el enfoque neoliberal de Reagan que impuso altas tasas de interés inmanejables para los deudores con el fin de lavar los pecados de su propia economía. El FMI, como ejecutor de esas políticas, concitó el repudio no sólo de los pueblos de los países en desarrollo, sino también de los sectores progresistas de los desarrollados. Al punto de que las protestas populares le hicieron perder ese distanciamiento del vulgo que lo caracterizaba.

    Pero ahora se trata de algo más vulgar. Su máximo representante ha arrojado en el sumidero su autoridad aristocrática. Ha caído en el fango. Puede que sea un caso personal. Pero el rey ha quedado desnudo. Y al reino no puede serle ajeno. La superioridad de su mensaje se resiente de la debilidad del mensajero. Tragedia griega. El FMI deberá recuperarse y de hecho lo hará. Tiene suficiente dinero para hacerlo. Pero su solemnidad puede verse afectada: su función de gran oráculo universal impoluto que decide el destino de los pueblos. Porque ahora parece claro que también puede acoger a pecadores. Aun en sus niveles más altos y en sus mejores intelectos.

    Me queda el consuelo de que mi mujer, Ana Strauss, dejó en el FMI, como esposa, mucho más en alto la dignidad del apellido.


    Por: EDUARDO MAYOBRE
    emayobre@cantv.net
    Política | Opinión
    EL NACIONAL

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