Mientras el Proyecto Varela sumaba
firmas para pedir más libertades
52 activistas fueron liberados con la condición de salir de la isla. Un grupo de ellos cuenta sus experiencias desde España:
“Para ganar la batalla hay que sobrevivir”
“Aquella mañana del martes 18 de marzo de 2003 recibí una llamada anónima para advertirme que sería capturado. No le hice caso porque la seguridad del Estado solía llamar para amenazar, para decir que me iban a desaparecer. Salí con mi esposa a buscar leche para nuestros cuatro hijos y nos dimos cuenta de que un agente nos estaba siguiendo en una moto. Recuerdo que me pareció raro porque esa vez el tipo se dejó ver todo el tiempo.
A las 5:30 de la tarde llegaron a la casa dos carros llenos de oficiales vestidos de civiles. Dijeron que había una denuncia en mi contra y registraron papelito por papelito durante 6 horas, hasta las 11 de la noche.
Se llevaron medicamentos, una grabadora, una máquina de escribir y un fax. La computadora era mi principal herramienta de trabajo porque también era director de una pequeña agencia de prensa, pero como no la tenía en casa no la encontraron.
Usaron todo eso como pruebas en un juicio sumarísimo, una semana después.
Me llevaron junto con cinco compañeros de Las Tunas a la cárcel para que cumpliéramos dos años en régimen de aislamiento. Me metieron en una celda de 3 metros cuadrados, donde había una pequeña cama de tola, un paraban, un sanitario turco en el suelo, y un lavamanos. Recibíamos la visita de dos familiares cada tres meses, durante dos horas. Nos dejaban una jaba (mochila) de 25 a 30 libras, en la que tenía que caber desde los jabones y la pasta de diente, hasta la comida y los libros. Las visitas conyugales se hacían cada cinco meses y duraban tres horas.
Al poco tiempo nos permitieron una llamada telefónica de 100 minutos, una vez al mes.
Fuimos los primeros presos en Cuba que pudimos hablar por teléfono.
Cuando me trasladaron a El Pre de Santa Clara, me acabé de fundir. Me metieron en una celda donde no tenía comunicación con nadie, y los barrotes estaban tan pegados que no se veía nada hacia afuera.
Ése es el método más cruel para devastar a un hombre porque te privan de toda relación con otros seres humanos. Para no maquinarte la cabeza, te haces un plan de vida con una rutina estricta. Por la mañana te levantas y te aseas.
¿No quieres?, tienes que querer. Sacas todas tus pertenencias y las pones sobre tu cama, las esparces para verte obligado a organizarlas de nuevo. Te aprendes de memoria de qué está compuesta una galleta porque lees el paquete una y otra vez. Sacudes, limpias todo con un paño, tiras el sucio por el turco, y cuando vuelve el agua tienes que limpiar eso bien para que no se tape.
Con la comida también hacía un ritual. Mejoraba la bandeja que me daban en la cárcel con lo que me habían traído los familiares.
A veces era incomible. Nos daban Pancho El Bravo, que era el plato fuerte en la prisión de Santa Clara: son restos que salen de los mataderos mezclados con sangre y que luego hierven.
Esa carne llegaba podrida a la cárcel. A veces daban 80 gramos de arroz, harina de maíz cocida, algún caldo, y un vaso de agua con azúcar.
Cuando tenía un cubito de agua me bañaba, y me echaba un poquito de colonia para darme la sensación de que estaba vivo. Al año de estar allí, empecé a devastarme. Entré con 86 kilos y salí con 45. Tenía diarrea y no sabían lo que era. Los médicos no me atendían porque no me daban permiso para salir de la celda. Se me cayeron las uñas, el pelo, la piel se llenó de cosas.
Me llevaron al hospital cuando varias organizaciones internacionales empezaron a preguntar por mí.
En la prisión se llora, pero no lo puedes decir aunque el dolor te mate porque es un signo de debilidad. Cuando estás solo lloras de impotencia. Las autoridades de la prisión juegan a que te matan, y tú a que no te vas a morir.
Ellos hacen todo para que claudiques, pero uno sabe que para ganarles la batalla, hay que sobrevivir”.
“Mi juicio fue una manipulación”
“Me agarraron en Santa Cruz del Sur el 18 de marzo, después de asistir a una reunión de nuestro movimiento. Estaba quedándome en casa de una amiga. Cuando llegaron a buscarme, estaba saliendo del baño, andaba sin camisa y con una toalla colgando del cuello.
Así me esposaron y me tiraron en una furgoneta.
En la prisión de El Típico me declaré en huelga de hambre.
Me metieron en un sótano tres días. Había agua de orine y heces por todos lados; los mosquitos eran criminales. Estuve durmiendo arrodillado al lado de la puerta porque era el único rincón seco de la celda. Sólo me sacaban a las 4:00 de la tarde para bañarme. Al tercer día, los nervios me cogieron y me dio por ahorcarme con el cable para tender la ropa. Cuando ya tenía todo listo, vi una imagen blanca y reaccioné. Me quité la cuerda, empecé a darle patadas a la puerta y me sacaron.
Ahí me dijeron que iba a saber lo que era bueno.
Luego me llevaron a Guanajay, en el otro extremo de la isla. La estrategia del Gobierno era alejarnos lo más posible de nuestras familias porque eso les complicaba muchísimo las visitas. Allí querían obligarme a usar el uniforme de preso común, pero no acepté porque éramos presos políticos.
Para castigarme, me metieron en una celda de aislamiento, sin ventanas, 15 días antes de que me operaran de las amígdalas. Lloviznaba, el agua entraba y había mucha humedad. Era desesperante. Un día mandé a llamar a las autoridades de la prisión, fueron hasta mi celda y les dije que quería acusar a Fidel Castro y a todos los que estaban allí presentes de lo que me sucedía. Entonces me pegué contra la pared, cogí velocidad y me tiré contra la reja de cabeza, con toda la fuerza que pude. Me hice una fisura en la cervical y me dio una parálisis. La vértebra estaba comprimida y cuando desperté tenía todo virado: los ojos, la lengua. Entonces tuvieron que operarme.
Después me llevaron a convivir con presos comunes, con asesinos y drogadictos. Nos daban agua estancada porque los tanques estaban llenos de animales muertos. Se me infectó la herida de la operación y perdí la audición en el oído izquierdo. De ahí me trasladaron a Camagüey, donde me cocí la boca dos veces en huelga de hambre.
Perdí a mi padre y a mi abuela en prisión y no sé ni siquiera dónde están enterrados porque me negué a ponerme el uniforme de preso común para ir a los entierros. Cuando llevaba cuatro años preso, mi mujer decidió irse a Estados Unidos con mi hija. Eso fue muy duro. Ahí Castro me venció porque se rompió mi familia. Nunca recibí las cartas que me enviaron, ni ellas las que yo les mandé.
Ahora me falta mi madre, Catalina Tanquero Roque, que tiene 67 años y es Dama de Blanco. Ella sigue en Cuba porque dijeron que no cabía en el vuelo en el que me trajeron a España.
La Iglesia y el Gobierno español prometieron que saldría, pero hace cinco meses de eso y yo sigo sin respuesta”.
Por: VALENTINA OROPEZA
VALENTINA.OROPEZA@GMAIL.COM
CULLERA/VALENCIA/MADRID
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EL NACIONAL
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