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Mazuco narra su historia como el preso político más emblemático del Zulia (Parte III)

“Mi primera arepa llegó en
un haragán de limpiar”

 

Ayer el diputado José Sánchez habló de su traumático traslado en avión desde Maracaibo hasta Caracas. Lo llevaron esposado y apuntado a la cabeza. Hoy se refiere a sus primeros días en la cárcel de Ramo Verde. Un minúsculo calabozo sin poceta ni agua fue el espacio asignado. Estuvo tres meses encerrado con un candado. La Chinita le dio fuerzas. Mañana abordaremos su dolor ante el olvido de importantes amigos.

Hoy te hablaré de mi primera arepa y mi primer sorbo de agua. Es increible. Llegó el 15 de octubre. Atrás quedó mi traslado y la operación comando que me custodió como si se tratara del Presidente de los Estados Unidos.

A las 11 de la mañana entré a mi celda en Ramo Verde. Iba vestido de flux y corbata. Cargaba mi maletica y una dignidad de acero. Me presentaron ante el director del penal de apellido Blanco Berroterán.

Comentó que me veía mucho por televisión y agregó:

— Caramba comisario, desafortunadamente tengo que recibirlo yo.

Al quinto día me invitó a su oficina y me aclaró que solo era un custodio del penal, pero me ofreció su apoyo. Pero no quiero saltarme el capítulo de mi arribo a la celda.

Casi todos los reclusos son militares, menos los de la Policía Metropolitana encausados injustamente por lo ocurrido el 11 de abril de 2002. Ellos vieron cómo se me revisó hasta el último detalle de mi maletica y de la ropa.

No puedo olvidar las miradas de respeto en aquellos compañeros. Eso me dio aliento. Por primera vez desde ese abusivo traslado desde la Base “Rafael Urdaneta” encontraba gestos afectuosos.

Jamás bajé la cabeza. Llevaba muy presente la imagen de la Virgencita de La Chinita. Me asignaron el calabozo número cuatro del quinto piso. Ahí habían estado los llamados ‘paracachitos colombianos’.

Las paredes estaban pintadas de negro y rojo, colores preferidos de los paramilitares. Ese piso en general aún tenía vestigios del incendio ocurrido durante un viejo motín. Ya te comenté que no había pocetas, sino letrinas. No había agua. La litera estaba oxidada y la colchoneta era una pudrición. Estaba mordida por las ratas.

Los policías metropolitanos que tenían veinte días en ese sector permanecían con las puertas abiertas, pero con mi llegada los castigaron. Les metieron un candidado y durante dos meses estuvimos aislados.

II

Tragué grueso y respiré profundo. Recordaba mis encuentros familiares en ese mes que estuve preso en el Cuartel Libertador, diagonal a Grano de Oro.

Evocaba situaciones de mi trabajo como Secretario de Seguridad en el Zulia. Una vez andábamos buscando a un sujeto apodado “El Robert”. Lo capturaron en Colombia, y luego de los trámites lo llevaron a mi oficina. Lo primero que hice fue pedir un desayuno y comimos juntos.

Luego lo llevé en mi camioneta hasta la cárcel. Al despedirse me dijo conmovido que jamás pensó recibir un trato tan cordial en su hora más difícil como preso. En mi caso, ocurrió todo lo contrario. Desde Maracaibo me trataron como a un terrorista. Y ahora en Ramo Verde… un desastre.

Me costó asimilar mi condición. Me aferré al Crucifijo que me obsequió la Hermana Francisca y me encomendé a Dios, sabiendo que yo era inocente y que la justicia llegaría. Llegué inocente y saldré inocente.

Ese era mi lema espiritual. Pensaba en mi familia y me aterraba imaginar que ese arresto se prolongara. Apenas me llegaban informaciones de que en el Zulia había indignación.

III

Todos los días en Ramo Verde hacen dos conteos de presos. Uno en la mañana y otro en la noche. En el transcurrir del tiempo esas jornadas fueron comunes, sin conflicto.

Entonces, algo mejoró. Algunos oficiales aprovechaban para tomarse fotos conmigo, aclarándome que era confidencial. Comenzaron a traernos parte de sus alimentos del “rancho”, como se llaman los comedores militares.

Más adelante, sumábamos la comida que traían nuestras familias y equilibramos el asunto al menos por ahí. Ahora me río de las primeras arepas que me comí. Los policías metropolitanos me las pasaban con un haragán de limpiar pisos. En un pote de crema de arroz Polly me daban agua. Es que yo no tenía ni donde sentarme.

Estaba en cero. Así estuve los dos primeros meses. Mi vida había dado un giro.

IV

Mandé a comprar una poceta, lavamanos, bombillos, cables y pintura. Me puse a reconstruir la celda. Acondicioné el ambiente y al menos ahí se observó una mejoría.

Era una celda de tres metros por dos.Desde octubre hasta diciembre me mantuvieron el calabozo cerrado, al igual que al de los policías vecinos. Pero nos alzamos y exigimos que nos dejaran coger aire. Y lo logramos.

De noche solo se escuchan los grillos y las ratas. Diciembre fue distinto porque nos acercamos más y compartimos historias. Claro, nos prohibían bajar al patio. Recuerda que estábamos en un quinto piso.

De paso, la cancha, allá abajo, estaba destruida. De todos modos, ya con tres meses ahí, aparecieron unas rutinas, como las visitas familiares y la asistencia jurídica.

La doctora Claudia Nava me brindó una ayuda excepcional, con consejos, con lecturas, con sus palabras de aliento. Me daba espe-ranzas y fortaleza. No tendré jamás como agradecerle tanto apoyo. Igual al doctor Rómulo Pacheco, mi abogado, mi amigo.

Ellos lucharon para que las condiciones mejoraran ahí en la celda. Y yo pensaba, pensaba y pensaba. Entre los policías de la Metropolitana estaba el subcomisario Marcos Hurtado, de aquí de Maracaibo.

Intelectual, brillante, preparado. Comenzamos a compartir libros, analizar textos y a enriquecer nuestros conocimientos profesionales. Héctor Rodarín, otro colega de la Metropolitana, era dueño de una asombrosa fortaleza moral y eso nos contagiaba.

Prefiero no dar tantos nombres, para no incurrir en olvidos…En tres años y 23 días conocí a tres directores del penal. Casualmente en diciembre cambiaron a Blanco Berroterán, quien me había recibido. Lo reemplazó en enero el coronel maracucho Ramón Figuera. Nos conocíamos porque cuando yo era detective explosivista, él era funcionario de la Primera División en Maracaibo, también en explosivos.

Se me puso a la orden y de una vez aproveché para pedirle la oportunidad de contar con misas y actividades deportivas. Nos complació y eso humanizó el ambiente. El último director fue el coronel Joaquín Silva, de quien no me pude despedir la semana pasada porque la noche que llevaron la boleta de excarcelación, falleció su señora madre. Pero me envió un mensaje muy afectuoso.

Deporte y misa

Yo recuerdo que en el patio de Ramo Verde no había nada. Yo llevé el material deportivo, implementé el deporte en el penal y practicábamos. Jugábamos básquet, volibol y futbolito. Más tarde tenis de mesa y otras cosas. Recuerdo que me lesioné jugando futbolito porque caí en una alcantarilla. Tuve una fisura en el codo izquierdo.

Me atendieron y me fui recuperando. Pero, no te imaginas cuánto cambió esa estadía allí después de empezar a hacer deporte. Fui el primer coordinador deportivo que tuvo el penal. Después le cedí esa posición a un compañero, el agente Erasmo Bolívar que lo hizo
magníficamente bien.

Implementé misa los miércoles porque tampoco había. Se trataba de humanizar aquello, de hacer de esa estadía una experiencia de la cual recoger un aprendizaje. Todo era denigrante a la dignidad del ser humano y eso había que combatirlo y lo hicimos.

Le envié una comunicación al párroco del penal y posteriormente el capellán militar empezó a asistir y quedó la misa establecida. Entre todos cooperamos e hicimos la capillita y la cosa cambió. Fue un cambio espiritual que nos llenó a todos de fortaleza. Pero la pesadilla seguía. Las cosas que vivimos fueron horrendas y fue con deporte y misa con que sopesamos todo aquello.

(Continuará mañana…)

Por: Ernesto Rios Blanco
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