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CARLOS ALBERTO MONTANER: Brasil y el diluvio que viene



Ante el plan del Gobierno brasileño, que prevé "importar" médicos cubanos, el pueblo brasileño pide importar políticos suecos para acabar con la corrupción.
Ante el plan del Gobierno brasileño, que prevé “importar” médicos cubanos, el pueblo brasileño pide importar políticos suecos para acabar con la corrupción.

Es un espectáculo raro…

 

Usualmente, los brasileros sólo se lanzaban a las calles durante los carnavales. Ahora lo hacen para protestar. ¿Qué ha pasado? Todo comenzó por un aumento de las tarifas del transporte público, pero ésa sólo fue la coartada. Había mar de fondo. La verdad profunda es que una buena parte de la sociedad está fatigada de la corrupción, la impunidad, la intrincada burocracia y la mala gestión que realiza el gobierno.

En Brasil se pagan impuestos de primer mundo, pero se reciben servicios de tercero. Eso irrita mucho. El 38% de la riqueza que crean los brasileros, el famoso PIB, va a parar a manos del gobierno. En Canadá, donde el Estado educa, cura y administra satisfactoriamente, es el 37.3. En España el 35.9. Los suizos, han construido uno de los Estados más prósperos con sólo el 33.6. Pero desde la perspectiva brasilera tal vez lo más hiriente es el vecino Uruguay: el sector público uruguayo apenas consume el 28.9 del PIB y el país está bastante más organizado y es notoriamente más habitable que su enorme vecino.

Claro que el PIB brasilero es pequeño o grande, según como se mire. Brasil tiene la sexta fuerza laboral del planeta con 107 millones de trabajadores. Por su tamaño, es la octava economía del mundo, pero cuando se divide la producción (u$ 2,374 billones, o trillones si lo decimos en inglés) entre el conjunto de la población (201 millones de angustiados sobrevivientes), el país pasa a ocupar el mediocre puesto 106 del mundo. Incluso, seis países hispanoamericanos tienen mejor per cápita que Brasil, sin contar otra media docena de islas caribeñas que también lo superan.

En Brasil la burocracia es torpe hasta la crueldad y, con frecuencia, es corrupta. El transporte público es malo. La justicia resulta desesperantemente lenta. Las cárceles son un horror. En general, la educación y la salud pública son mediocres. La seguridad es una vaga ilusión desmentida por el acoso constante de los maleantes y el sonido de los disparos en las favelas. No hay una sola universidad brasilera entre las primeras 100 del planeta y sólo hallamos dos en la lista cuando analizamos 500. Apenas se publican investigaciones científicas originales. El país marcha a remolque de los centros creativos del mundo.

Naturalmente, hay algunas zonas de excelencia. Por sólo citar algunos casos: Petrobrás, donde el gobierno controla el 64% de las acciones, es la mayor compañía de América Latina y una de las más eficientes petroleras del mundo. Embraer es una buena fábrica de aviones de mediano tamaño fundada por el gobierno y luego privatizada. Oderbrecht es una excelente empresa de ingeniería civil que funciona a escala mundial. Lo malo y lo grave es que el tejido empresarial, en general, se aísla de la competencia exterior con aranceles y otras medidas proteccionistas que van en detrimento de los consumidores locales.

Simultáneamente, en la última década han salido de la pobreza decenas de millones de brasileros y el gobierno ha hecho un notable esfuerzo por solucionar el problema de la desnutrición en las zonas más desvalidas de la sociedad, pero esos logros, que nadie discute, no compensan el horrendo capítulo de la mala administración.

La presidente Dilma Rousseff, demagógicamente, ha respaldado a los manifestantes, como si las protestas no fueran contra su gobierno, pero Brasil, desde hace más de una década, ha sido administrado por la izquierda y la sociedad comienza a decir que el Partido de los Trabajadores –el de Lula, el de Dilma— está compuesto por ladrones y sinvergüenzas que se las arreglan para gozar de impunidad. Unos perfectos hipócritas que, sin abandonar el discurso de la reivindicación de los humildes, han resultado tan corruptos como la derecha y el centro, pero mucho menos eficientes.

El riesgo que implica esta actitud, si se generaliza, es que en el país se oiga un fatídico grito que destruye los partidos políticos y les abre la puerta a la aventura y el disparate: “que se vayan todos”. A ver si lo entienden: la democracia liberal es un sistema que sólo funciona y prevalece si se gobierna bien y con apego a la ley. De lo contrario, un día viene el diluvio.

*Periodista y escritor. Su último libro es la novela Otra vez adiós.


Por: Carlos Alberto Montaner
Madrid-Miami
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domingo 23 de junio del 2013