Chávez convertido en monumento,
en bronce heroico…
■ En principio no debe llamar la atención, si consideramos que el régimen se ha empeñado en la elaboración de la liturgia de un superdotado alrededor de cuyas obras gira el destino de la sociedad.
S
i la “revolución” lo ha proclamado como una figura de la eternidad, capaz de proyectar su imagen sin la prisión del tiempo a través de todas las latitudes, que ahora la veamos sobre un estentóreo pedestal no debe parecernos sorpresivo.
El problema no radica en una elevación de semejante envergadura, por lo tanto, sino en la oportunidad de exhibirla ante la ciudadanía.
La elevación es digna de críticas porque significa la divulgación de un procerato sin fundamento. El legado de la figura convertida en centro de una plaza pública solo se puede considerar en términos positivos si el capricho fuerza la barra para encontrar algo en la nada. Las ideas que pudo pensar para la atención de los problemas de la república pudieran caber en el cofre de los disparates, pese a que no han faltado ni faltarán los apologistas dispuestos a topar con lo que no existe, y a proponerlo en libros y discursos que no son sino manidas hagiografías. Para eso se dispone todavía de una botija llena del oro que necesitamos los venezolanos para salir del pantano que el homenajeado cavó durante una década pesada y larga. Los sucesores tienen la obligación de fabricar el templo del padre fundador porque es el único salvavidas de una gestión que se ha ocupado de extender las desgracias iniciadas por el animador de sus tropelías. Les conviene que la iniquidad se vuelva santidad. Jamás se había develado una afrenta de tal magnitud en la historia republicana, porque hasta el fatuo Guzmán podía exhibir ciertas ejecutorias como respaldo de los bronces irrisorios que tuvo el tupé de hacer para su vanagloria. En el predicamento de Chávez estamos ante la jactancia vacía, ante un hueco tapado por placas de bronce que ni siquiera puede competir con la vanidad del Ilustre Americano, quien algo tenía como prenda bajo sus federales barbas.
Todo lo dicho tiene fundamento, como para discutirlo con comodidad ante los valedores de la escultura, pero ahora conviene hablar sobre el momento de su erección porque descubre la vocación de permanencia de la “revolución” venezolana, pese a que pasa por sus horas más calamitosas. Guzmán alzó sus figuras en el clímax del mandato del Liberalismo Amarillo, cuando no se observaban nubarrones en el panorama. Si miramos hacia los comunismos del siglo XX, encontraremos la misma situación. Los lenines y los estalines que poblaron las plazas rojas de Europa se distribuyeron a las feligresías cuando sus revoluciones parecían imbatibles, para que las ovejas se arrodillaran en adoración hasta el fin de los tiempos. Como también sucedió en la Antigüedad con las tallas de Octavio César esparcidas por los rincones del imperio. Se vivía entonces una pax romana que no admitía dudas. Sucede lo contrario con el madurismo convertido en arquitecto de la basílica de San Comandante, debido a que pega los primeros ladrillos cuando parece que apenas tendrá tiempo para quedarse en una efigie solitaria.
¿Paradoja incomprensible? Ante los pronósticos que suenan razonables sobre su decadencia, con la erección de la estatua de Chávez los continuadores de la “revolución” nos anuncian que no tienen planes de despedida. El homenaje del fundador es un anuncio de continuidad. La estatua se puede sostener en gloria, nos gritan en la cara, y con ella los acólitos que la custodian: las empleadas del CNE adornadas con el brazalete tricolor, los milicos “bolivarianos” que se encargan de la represión cuando no están repartiendo bolsas mezquinas de comida, los miembros de un partido en mengua y los colectivos que forman la milicia de refuerzo.
Ellos nos mandan a decir que están para cumplir el mandato de la estatua y que nadie impedirá la trascendental misión. El sublime plan consiste en que, mientras trascurre el tiempo, todos desfilemos con ofrendas ante el “eterno”. Se me ocurre que sobre tal proclamación debemos reflexionar todos, pero especialmente los amigos de la MUD. Sin conciencia de su finitud, la estatua vacía se sobrepone a la realidad, la oculta y la prolonga.
*Nota del editor: Las opiniones en este articulo son del autor, según lo publicado por nuestro proveedor de contenido, y no representa necesariamente los puntos de vista de reportero24.
*Elías Pino Iturrieta. Historiador. Director del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Andrés Bello. Editor Adjunto del Diario El Nacional.
Por: Elías Pino Iturrieta
epinoiturrieta@el-nacional.com
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El Nacional
Caracas, domingo 25 de septiembre, 2016
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