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MILAGROS SOCORRO: Ah Ravelito pa´jodío


Oleo del periodista y Senador “Alberto Ravell Cariño”

Alberto Ravell era conocido
como “El Senador del Pueblo”

 

Pronunciada por peinilleros, grilleros, cabos de presos, guardias, tenientes, capitanes y gobernadores, esta sentencia siguió a Alberto Ravell como un susurro de metal durante los quince años que permaneció en las cárceles de Juan Vicente Gómez, donde mantuvo el increíble arrojo –también la ingenuidad- que lo condujeron al calabozo.

[E]n una época donde cada palabra tenía una consecuencia, muchas veces mortal, Ravell vociferaba su odio contra la tiranía y su desprecio por el dictador, en cualquier esquina, en las plazas, en el liceo donde estudiaba y de donde fue expulsado por un tembloroso director que palideció cuando escuchó sus diatribas lanzadas a los cuatro vientos, en un país amedrentado hasta el punto de que el nombre del mandamás se pronunciaba en murmullos o se aludía sin mencionarlo porque las paredes tenían oídos y eran mensajeras del Benemérito. Esa boleta de expulsión sería el último documento que le expediría la educación formal, a la que Ravelito no regresaría. Tendría que completar su formación –que él aspiraba fuera la de un escritor- en las mazmorras del Bagre.

La primera vez que lo detuvieron era un imberbe. Había nacido en San Felipe, Yaracuy, en 1905, y en 1920 supo lo que era estar anclado, cerca del muelle de Puerto Cabello, con un par de grillos. “Entró a la cárcel”, escribió Juan Liscano, “a los 15 años, estrenando sus primeros pantalones largos y un par de grillos sesentones; salió de ella a los 16; volvió a los 18 y a los 31 fue devuelto a la vida, cuando falleció Juan Vicente Gómez. Desde entonces, siempre se le ha encontrado en la trinchera de las fuerzas progresistas. Ni la cárcel, ni las penurias, ni los ataques, ni las desventuras, han destruido en Alberto Ravell esa fe generosa inicial con que se entregó a la acción justa. Para comprender cabalmente esa vida ejemplar, basta con evocar la del padre, Federico Ravell, quien cultivaba a escondidas la literatura, comerciaba en compra y venta de cosechas y amaba la libertad. Fue antigomecista consecuente, se arruinó, repartió sus tierras para quedarse a solas con sus sueños, labró en el mejor metal humano al hijo y falleció en Cocorote, donde se le confinara, apaleado por el jefe de policía de San Felipe. Él mismo condujo al vástago al Castillo de Puerto Cabello, cuando la primera prisión de éste, y en todo momento brindó a su hijo la certidumbre de que iba por un camino, si buen duro y de sacrificio, también recto y limpio. El espíritu de Federico Ravell acompaña todavía al hijo. En Federico Ravell se torna realidad viva la admirable sentencia de Gustave Le Bon: ‘Vivimos de la moral de nuestros padres y nuestros hijos vivirán de la nuestra’.”

Los dos Ravell no volverían a verse. Liberado de la cárcel, el joven se marchó del país sin saber que su padre había quedado preso en prenda y cuando volvió, un año más tarde, ya Federico Ravell había muerto, triturado por el régimen. Ese viaje llevó a Alberto por Colombia, Guatemala, México (donde fue recibido por el escritor José Vasconcelos, ministro de Educación de la revolución mexicana, critico severo de la dictadura venezolana), La Habana y Panamá; andariego mientras pudiera –que no sería mucho- se ganaba la vida en lo que cayera, principalmente, como periodista. Ya antes de haber caído prisionero, su padre había visto desaparecer su fortuna y el muchacho salió a trabajar, a los doce años “como ayudante, office boy, cargador de sacos o lo que a bien le deparara la suerte. En las trastiendas, leía ávidamente, escuchaba los discursos políticos de su padre, don Federico Ravell y desarrollaba anónimamente una oratoria que más tarde lo destacaría” apuntó Charito Rojas.

En Panamá, último puerto que tocaría antes de regresar a Venezuela a encontrarse con su destino –que lo tenía jurado, puesto que había divulgado su obsesión de matar a Gómez con sus propias manos, determinación que incluso confesó a un periodista en La Habana-, Alberto Ravell conoció al joven panameño Charles Watson, “un muchacho de Chiriquí, hijo de padres norteamericanos”, como escribió el propio Alberto Ravell en un intento de autobiografía, “que me proporcionó los documentos que acreditan su identidad”. Confiado en el parecido físico con Watson, Ravell se embarca hacia La Guaira desestimando completamente la orden de captura que se ha girado en su contra y que debe hacerse efecto en cuanto toque el suelo venezolano. Al llegar las autoridades revisan sus documentos y lo dejan pasar sin problemas; así, se dispone a viajar por todo el país, cometiendo las imprudencias más inverosímiles; chapurreando un inglés que no conoce –habrá de aprenderlo en el calabozo- cada vez que le piden sus papeles; llamando la atención para ver hasta dónde puede llegar sin ser reconocido, finalmente un muchachito ebrio de su propia audacia; riéndose, feliz, de su habilidad para burlar a las autoridades… hasta que le echan el guante en Maracaibo. Y allí se inicia una historia terrible que habrá de durar quince años: toda la veintena de aquel muchacho idealista, valiente hasta la locura, habrá de consumirse en un infierno que supera toda descripción.

“HIEDE A PODRE, A BASURA HÚMEDA, A FOSA COMÚN DE CEMENTERIO ABANDONADO. Tropiezo en la oscuridad con desperdicios infectos… Un ordenanza me despoja los zapatos; colócanme dos argollas sobre los tobillos, pasan luego por ellos una gruesa barra y a golpe de mandarria que despierta los ecos de aquel recinto, espaciada, lentamente, comienzan a remachar la chaveta de acero… Todo aquel aparejo pesaría unas setenta o setenta y cinco libras… Ahogo en mi alma el dolor del esguince. Me he roto el labio inferior con los dientes. Una ira loca me invade y como todavía estoy fuerte me arrojo sobre la tabla y levanto en vilo el par de grillos sacudiéndolos sobre la madera… Los grillos… Bueno; ya están allí, comiéndonos las piernas y la energía física; el hambre… tarde o temprano hay que dormir con ella como una amante inevitable; las chinches, las cucarachas… El asco y la sensibilidad llegan, con el hábito a domarse hasta lo increíble. Ni respiración, ni olfato, ni gusto. El sol es un presentimiento blanco a través del trapo; la noche un torrente de tinta que desde las cinco de la tarde comienza a brotar de los rincones, trepa por el muro, inunda la bóveda baja… En el telón una débil claridad artificial del bombillo frontero; y por esa pantalla sombría pasan las sabandijas…”.

Así describe José Rafael Pocaterra, en su estremecedor testimonio Memorias de un venezolano de la decadencia, lo que encontró al llegar a la cárcel. La cita no es casual. Está aquí porque, a pesar de que la vivencia fue exactamente la misma que padeciera Alberto Ravell, no se encuentra en los escritos de este último ningún alegato tan contundente como el que Pocaterra pronunciara, como un titán lleno de ira. Ravell, que también documenta las miserias del presidio, lo hace con el tono de quien busca olvidar agravios e impedir la invasión de la amargura en su corazón. No se sabe cómo lo logró porque el caso es que se mantuvo siempre en un conmovedor registro de sensibilidad, apego a la vida y dignidad, que lo marcaron hasta su muerte.

En 1922, Alberto Ravell es detenido nuevamente a orillas del lago de Maracaibo. “En la cárcel de Cabimas lo amarraron”, consigna su biógrafo, Alejandro Vallejo, “lo amenazaron, lo vejaron.

Querían arrancarle hasta la última raíz de la conspiración. Santos Matute Gómez, en persona, lo llevó hasta el cuarto de las torturas. Ravell resistió la prueba con mucho valor. Matute Gómez se reía cuando Ravell le gritaba que los Gómez eran unos asesinos. De lo que allí le hicieron, Ravell no desea decir nada. Por pudor. A la madrugada lo sacaron extenuado. Pero a pesar del horror de la tortura, veía que había sido capaz de soportarla sin flaquear. Esa fue su victoria, dolorosa y amarga, pero al fin y al cabo una victoria… Sobre los tobillos le remacharon unos grillos de 140 libras, sus inseparables compañeros de todo aquel tiempo”. Pasarían quince años para que Alberto Ravell pudiera caminar como un hombre, el hombre en que se convertiría allí, en la ergástula de Puerto Cabello, donde entró antes de cumplir la mayoría de edad.

“LA PREOCUPACIÓN ABSORBENTE DE LA MUJER, QUE A VECES ME PONE CERCOS huraños en los ojos, se aquieta. Hay como una voluntad nueva en el deseo confuso, apretado de instintos que a veces grita en mí. Estoy creciendo en espíritu y ya no me asusta la diaria batalla, el goce de dominar la fiebre tumultuosa de mis sensaciones. Me hundo en una serie sin fin de pensamientos, la excitación de lo sensual me anota un deseo torpe suavizado de ternura, confesándose a veces impotente para luchar con él. Creo encontrar formas femeninas a lo que me rodea. Las busco a veces con la insistencia obcecada del enfermo febril que inventa mundos en un manchón amarillento de tedio. Me controlo y logro un plano de seguridad absoluta, pero las reacciones son frecuentes, espontáneas, espasmódicas. El trabajo me tonifica. Trato de controlar mi temperamento nervioso, excitable. Esta ansia absorbente de la hembra se explica ilustrándola, mi propia biología. La compañera es un complemento de la obra. Carne y sangre para el ardor de nuestros sueños. No hay disociación: ni cuerpo ni espíritu, sino esta fórmula magnífica: cuerpo + espíritu = a plenitud. Lo que chirría en mí es el desacoplamiento de las funciones vitales. De ahí mi actividad incontenible, mi furor de hacer, que es como un nuevo deseo de creer en un plano de vida, rebosante de deseos. La duda me asalta cuando examino mi hambre pasional de vida. Se resuelve en afirmaciones. No me desprecio interiormente por estos encabritamientos del sexo. Lo que la cárcel tiene de dislocación pasa por el tamiz de mi razón en una coordinación de impulsos. No tengo miedo a nada. Se que haré obra y que será generosa y alta tal es mi segura dirección interior.”

Esta sí es la voz de Alberto Ravell, transcrita en una especie de diario seguido en prisión. Qué se puede agregar. Tiene dieciocho, veinte, veinticuatro, veintiocho, treinta años, es un hombre, un hombre completo y solitario. Imaginativo. Lleno de pasión. Desde el momento de su ingreso, le han puesto unos grillos que le impiden caminar. “En los pies, 140 libras de hierro”, garrapatea en su diario. “No caminamos. Nos arrastramos como orugas. Comenzamos a andar a gatas. Como veteranos damos algunas lecciones a los novatos. Es amargo recordar estas incidencias. ¿El hombre, desnudo, arrastrándose como la lombriz? ¿Tendrá importancia la vida de tres presos en el fondo de un sombrío calabozo, desnudos, hambrientos, miserables?”. Así vivirá hasta diciembre de 1935, cuando muere Gómez y es Ravelito, el jodío, el primer prisionero en ser liberado de los grillos.

“LA VOCACIÓN LITERARIA QUE EN NOSOTROS PALPITA NOS SOSTIENE y la intuición va llenando algunas de las lagunas de nuestra formación incompleta. Con la práctica deletreamos el portugués del maestro. La práctica nos dará conocimientos del inglés, del francés, del italiano. La novela lusitana es casi una biblia y la miramos cuidadosamente, amorosamente. La requisa nos molesta. Ensayamos, entonces, la vida nocturna y durante el día dormimos. Hay una permanente situación de crisis, de sonambulismo, que engendra terribles dudas. La voluntad apenas si logra sostenerse entre las alucinaciones. Sueña el preso y se rebela. El instinto se desboca vigorosamente. Desaparece la realidad, lo objetivo, y las cosas asumen formas diversas, según las apetencias.”

Alberto Ravell, de cuya letra se desprende la cita anterior, se concibe a sí mismo como un escritor. No ha dejado de serlo en el encierro, no ha detenido, tampoco, su formación. En el penal lee a los descomunales rusos, cuya novelística lo marcaría más hondo que los grillos, a Freud, a Ortega y Gasset, a Zolá, a Wilde, a Blasco Ibáñez, a Mirabeau… de dónde saca los libros, pobre muchacho insomne. En la oscuridad maloliente de la celda, donde pululan los ácaros y su espantosa traducción, la sarna, aprende el francés de un compañero de desgracias llegado de la isla de Cayena; y el inglés, llegará a dominarlo mediante un diccionario de esa lengua al que le faltan todas las páginas de una letra, mudez que intentará reparar ya libre, con menos tiempo disponible y más afanes intelectuales que lo distraigan.

A la muerte de Gómez, los familiares de los presos se apretujaron a la salida de las fortalezas para verlos salir. Entre ellos estaba doña Clotilde de Ravell, madre de Alberto, quien debió hacer un gran esfuerzo para reconocer a su muchacho en aquella horda de piojosos, ex hombres consumidos, harapientos, medio muertos. “Al salir de la cárcel”, cuenta el poeta Rafael Cadenas, quien rompió su habitual mutismo frente a la prensa para hablar de quien fuera su admirado amigo, “Alberto, que era un catire de pelo muy liso, parecía un monstruo: trató de cortarse las uñas con una tijerilla y no fue posible, tuvieron que traerle unas tijeras grandes; su cabello tenía la consistencia de la madera, una pasta larga y endurecida, que hubo que podar con segueta. Y tuvo que aprender a hacer todo de nuevo, a comer con cubiertos, a dormir en una cama, a escuchar los ruidos de la calle; cuando se veía venir un carro, se sobresaltaba”.

Al poco tiempo estaba difundiendo sus columnas y su programa de radio, que llamó El espejo de la ciudad. Y desde ellas se batió por su causa de siempre, los pobres de su país. Impregnado de la lectura de La resurrección, de Tolstoi, emprendió una campaña de redención de las prostitutas, a las que visitaba llevándoles ramos de flores. “Era, por sobre todo, un hombre de una gran generosidad, un gran desprendimiento. Era una especie de cristiano escéptico”, dice Rafael Cadenas, “aunque esto parezca un oxímoron, de ahí su admiración por Tolstoi. Alberto iba para el interior y regresaba con las maletas vacías porque regalaba todo. Su esposa se desesperaba porque tenía que salir a comprar otra vez la ropa. Si alguien venía a decirle que no tenía para comprar los libros de los hijos, él se lo daba. Dicen que desde muy niño carecía de sentido de la propiedad y desde entonces tenía fama de ser una persona romántica. Hizo una campaña para cambiar, muy tolstoianamente, esa parte de la ciudad que es hoy El Silencio, que era un sitio horrible, sórdido, lleno de prostíbulos, de casas viejas y abandonadas, habitadas, generalmente, por muchachas prostitutas. Como era muy apasionado, se entregó a la misión de salvar esa zona y constantemente escribía sobre eso. Alberto tuvo mucho que ver con la construcción de El Silencio. Por eso, y por todo lo que fue su vida, la gente lo quería muchísimo.”

CONOCIDO COMO EL SENADOR DEL PUEBLO, RAVELL OCUPÓ UN ESCAÑO en el Congreso… mientras se pudo. “Tras haber recibido el apoyo de AD para su candidatura independiente como Senador por Yaracuy”, dice Jorge Arreaza Montserrat, “los adecos tuvieron que resignarse a escuchar una voz crítica, una voz que repudiaba la disciplina partidista, un discurso que no admitía medias tintas y que criticaba lo que se hacía mal, viniese de donde viniese. Los amigos de Ravell eran todos aquellos que luchaban por la justicia. Muchos de ellos pertenecían al Partido Comunista, otros a Acción Democrática, otros eran socialcristianos, otros tantos independientes. Entre sus poemas destaca una Elegía a Leonardo Ruiz Pineda después de su lamentable asesinato; paradójicamente en su escritorio reposaba una foto de su amigo y derrocado Presidente, Isaías Medina Angarita. Ravell fue un hombre de alma pura, sin rencores, sin odios. A pesar de todo el sufrimiento vivido en sus años de juventud nunca apeló a la venganza o la retaliación. Su corazón estuvo con todos los venezolanos: quien se acercaba a Alberto Ravell era escuchado, ayudado y protegido. Su voz y sus palabras hacían estragos, tanto desde la tribuna del Congreso, como desde las plazas públicas, y con especial énfasis desde los micrófonos de su espacio radial.”

Pero llegó Pérez Jiménez y se reeditó una vieja historia que Alberto Ravell conocía muy bien. En los primeros años 50, ya ahíto de prisiones, Ravell marchó al exilio con su esposa y su hijo Alberto Federico. La segunda dictadura del siglo lo retuvo en Trinidad.

-Yo fui también parar a Trinidad por mi participación en la huelga universitaria- rememora Rafael Cadenas-. Estuve preso seis meses y, como no quise pagar para que me enviaran a otra parte, el mismo gobierno me puso en Trinidad. En Puerto España había muchos exilados venezolanos y entre ellos estaba Alberto. Allí lo conocí y lo visitaba con mucha frecuencia. Hablábamos de política, él recibía información de Venezuela y de los países donde había exilados, ése era el tema constante. También hablábamos mucho de literatura; y él me contaba muchas anécdotas de la cárcel y de la resistencia contra Gómez. Era muy inquieto, muy buen conversador, tenía mucho humor. Una vez le presenté a una amiga venezolana que fue a visitarme, una mujer exuberante y de carácter fuerte; Alberto la miró mucho rato y de pronto le dijo: “Muchacha, tú lo que necesitas es un Juan Vicente Gómez comunista” . Alberto era un hombre de grandes lealtades, muy amigo de sus amigos, sin importarle de qué partido fueran, si estaban en el poder o estaban caídos. Pero, sobre todo, fue un gran amigo del pueblo venezolano”.

A la caída de la dictadura de Pérez Jiménez, la familia Ravell regresa a Caracas. El ya legendario autor de El espejo de la ciudad se pone otra vez delante de los micrófonos, para alegría de su legionaria audiencia. Pero no sería por mucho tiempo, Alberto Ravell murió en 1960 y su sepelio se convirtió en un acto de masas sin precedentes. Rafael Cadenas, que estuvo allí, lo refrenda: “nunca he visto nada como eso, multitudes llorando en las calles. Y yo también lloré.”

“EN EL CALABOZO 25, BAJO LA OQUEDAD DE UN PUENTE, YO VEÍA PASAR LOS DÍAS y las noches y alumbraba mi propia angustia humana con un encendido amor por la libertad. Batía el mar su estruendo de olas a mis espaldas, se apelmazaban las sombras en el techo amarillento y corría un agua turbia e infecta por una cañería cercana. Me servían a diario una ración escasa de plátanos cocidos y de frijoles sin grasa. No tenía libros, ni conocía el agua, ni el traje, ni el cepillo para dientes, ni el jabón. Había olvidado casi los recuerdos y las imágenes se me escapaban del cerebro como vuelos de pájaros heridos por una tempestad. Mi familia estaba junto a un puerto que era hosco, indiferente y brutal. Mi madre lloraba lágrimas de pena y crecían mis hermanos, esperando mi regreso. Los carceleros me decían palabras absurdas, y me remachaban en la carne unos hierros pesados y violentos que me entrababan el andar. Yo veía pasar las estrellas, escuchaba el grito de pavor de los flagelados y sentía correr junto a mí la sangre de los hombres que torturaban, de los hombres que enloquecían, de los hombres que se iban silenciosos y fieros en busca de la muerte. Yo también tenía sangre y células y en el pecho se movía con fiebre un corazón. Y la ternura se me quemaba como una hoguera inútil, junto a la piedra que sentía por las noches el llamado del mar.”

Así habló Alberto Ravell, ahora conocido, sin justicia ni precisión, como Ravell El Viejo, caído a los 55 años, y devuelto de la desmemoria por el presidente Hugo Chávez, quien amenazó a Alberto Federico Ravell (el hijo) con mostrar una fotografía de su padre, donde éste aparece fundando a Acción Democrática. Expertos en el tema aseguran que ese documento no existe.

La leyenda de Ravelito, el jodío, no habrá de disiparse.

*Milagros Socorro; Periodista y escritora venezolana, su obra va de la narrativa breve, pasando por la literatura testimonial, a la novela. Premio Nacional de Periodismo y columnista de El Nacional.

Por: Milagros Socorro*
@MilagrosSocorro
msocorro@el-nacional.com
Politica | Opinión
Caracas, Viernes 16 de enero, 2015





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