¡Libertad!
La palabra vivida
[N]o soy un intelectual ni aspiro serlo, no me interesa. Soy en todo caso un apasionado de la libertad en Venezuela; prefiero sentir, vibrar, padecer y sudar a mi nación, que pensarla.
Mi recurso -íntimo- es la palabra.
Pero una palabra que siente, que vibra, que padece y que suda a Venezuela: una palabra crítica (como la crisis del país); no una palabra que piensa o analiza una nación desde una torre de marfil o pastando en “la colina” de humo de la arrogancia.
Una palabra vivida, con compañeros muertos en la lucha por la libertad, con hermanos presos por sus pensamientos políticos o ideas, con torturados, con gente desabastecida, sin alimentos, sin medicinas, atosigada por el crimen, por la inseguridad y por la injusticia.
Una palabra que figure el pandemonio que somos y lo pronuncie sin prejuicios, con groserías o sin ellas. Una palabra que no canonice ni se enajene, que no se coloque un pañuelo en la nariz ni se amanere para mentarle la madre al horror madurista.
¿O no es Maduro un insulto total, una permanente y muy arraigada mentada de madre?
Los pensadores
En el amanecer de este siglo, un amigo, enterado del trabajo de motivación que yo venía desarrollando en colegios y universidades para que la juventud participara más y se involucrara con la realidad del país (para transformarla), tuvo la gentileza de presentarme con los intelectuales más reconocidos del país para intercambiar impresiones sobre mi trabajo con los estudiantes.
Así conocí a escritores, académicos, sociólogos, pobretólogos (eruditos de cómo ser y permanecer pobres), historiadores, encuestadores, psiquiatras (¿por qué será que esta casta extraña está en todas partes?), psicólogos y algunos analistas políticos.
Quedé muy impresionado, la recomendación de la mayoría fue casi unívoca: “no pierdas tu tiempo, la juventud venezolana está perdida, lo único que le interesa es la rumba y la banalidad”.
Estaban completamente equivocados. La historia no les concedió la razón. Su arrogancia y su mirada ensimismada les impedía ver cuál había sido su error garrafal y el motivo del desmoronamiento de la clase política venezolana: el desdén hacia las generaciones de relevo, cerrarle las puertas a la juventud.
Recuerdo una jornada en particular en la que se reunió a un grupo selecto de esos “pensadores” venezolanos para que conversáramos, la idea era debatir sobre la situación del país y cómo enfrentar a la peste chavista. Me interesaba -de ellos- entender qué había pasado, cómo era posible que, como pensadores, no hayan descubierto y advertido el cataclismo que se avecinaba con la tara mesiánica que Chávez representaba: los despelotados, pero asesinos, golpes de estados de 1992 eran razón suficiente para avizorarlo. A su modo asesino y cínico, Chávez era parte de una juventud que se abría paso con balas y tanques, regando sangre venezolana por doquier.
(Entre paréntesis debo reconocer que Manuel Caballero siempre lo advirtió).
Después de escucharlos dialogar entre ellos en latín, francés e inglés; de oírlos pronunciar de memoria -para mi asombro- largos pensamientos de Yeats, Platón, Rawls o Smith; y luego de verlos elucubrar estoicamente (sin sentir nada, desde la más absoluta comodidad) sobre soluciones políticas basadas en encuestas y estudios académicos, comprendí rápidamente, y se lo comenté con tristeza a mi amigo, que estábamos jodidos.
Usé esa palabra: jodidos, aunque se ofusquen y horroricen nuestros “intelectuales” por el uso de palabrotas.
Por un lado el injustificado desdén hacia la fuerza más viva de una nación: sus jóvenes, por otro lado, un lunatismo “erudito” absolutamente enajenado y desconsolador.
¿Y la realidad?
¿Intelectuales o cheerleaders?
Para entender la importancia de la figura del intelectual en una sociedad, el ensayista y poeta mexicano Gabriel Zaid escribió el magnífico ensayo: Intelectuales (Reportero24) que recomiendo leer enteramente. En él, a modo de definición, Zaid dice que “el intelectual es el escritor, artista o científico que opina en cosas de interés público con autoridad moral entre las élites”.
Hace una enumeración muy explicita sobre quienes deben ser descartados como intelectuales y señala por ejemplo, entre otros casos, que no son intelectuales: “Los taxistas, peluqueros y otros que hacen lo mismo que los intelectuales, pero sin el respeto de las élites.”
Añade Zaid que los intectales son como: “tribunales de la conciencia pública donde la sociedad civil ejerce su autonomía frente a las autoridades militares, políticas, eclesiásticas, académicas.” Concluye exponiendo, palabras más palabras menos, que los intelectuales deben interpretar, o mejor, ser la luz que ilumina la inteligencia pública de la sociedad civil: “Son los profetas civiles y hasta los cardenales civiles del estamento social.”
Tal vez el problema venezolano sea que no haya élites sobre las cuales ejercer autoridad moral, pero al margen de esa feroz realidad, no puede ser, no se justifica, que los intelectuales venezolanos se horroricen, se arredren, se ofendan, si el estamento social -el pueblo, la sociedad civil, póngale la categoría semántica que gusten- pronuncia una sonora, escandalosa y cinematográfica mentada de madre por todo el cruel disparate dictatorial que está viviendo.
No puede ser, insisto, es inaudito, no se comprende (disculpen lo hiperbólico) que los intelectuales venezolanos en vez de cultivar la crítica como conciencia pública que son de una sociedad, ejerciendo su autonomía frente a las autoridades militares, políticas, eclesiásticas, académicas, no sean capaces de señalar, por ejemplo, el injusto, fraudulento y oprobioso sistema electoral que tienen entrampada la voluntad popular del venezolano y que se conviertan en abnegadas cheerleaders de un suicidio.
No puede ser.
Y sí, estamos jodidos, aunque hablemos francés o latin, aunque recitemos de memoria a Rawls o Smith, si llegamos a estoicas conclusiones derivadas de las dudosas y pecuniarias encuestas de un personajillo (encuestador) cuyos intereses económicos nadie conoce, si no respondemos al clamor del estamento social (del pueblo) que exige, siguiendo el ejemplo, elecciones limpias, con condiciones electorares justas y transparentes, no esta vagabundería “democrática” que en la actualidad se nos ofrece.
El voto reivindicador
No soy abstencionista ni lo seré jamás. Como activista de la noviolencia sé que una elección es un movilizador social único para derrotar una dictadura, que la expectativa que surge de ese hecho político es extraordinaria para activar a toda una nación en contra de la ilegitimidad de una autocracia, pero lo es siempre y cuando se cobren y se reivindiquen sus resultados, no como hizo Capriles y la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) en las pasadas elecciones presidenciales.
No reivindicar una victoria electoral, por las falacias políticas, morales o psicológicas que sean, no sólo es un acto de cobardía, es una traición a un mandato popular y a la autoridad ejercida por el pueblo soberano de una nación a través del voto.
La oposición debe unirse, digan lo que digan los intelectuales, no sólo para ocupar espacios (que luego ni los “ocupan” porque no asisten a cumplir su mandato, pero ese es otro tema), sino también para exigir condiciones electorales legítimas, justas, en las cuales todas las facciones políticas involucradas están de acuerdo (sin chantajes ni prejuicios), y esa unión real, no fingida, debe encontrar el liderazgo o los liderazgos que lleven hasta sus últimas consecuencias los resultados obtenidos, sin amagues ni amaneramientos, sin cobardías ni traiciones.
Es así como se encarna el mandato de la soberana voluntad de un pueblo a través del voto, es así como se erradica a través de una elección popular a una dictadura, es así como se recupera la dignidad y el honor de esa bella y vivida palabra que es Venezuela.
Quién no esté dispuesto a luchar virtuosamente por deshacerse del yugo de la tiranía, gritando con brío, respetando la ley, encarnando la gloria histórica de un bravo pueblo, debe ser honesto y desentenderse, y si no lo hiciere, los intelectuales deben advertirlo y señalarlo.
Basta ya de cheerleaders.
La conciencia crítica movilizada
A mi juicio ya no hay mucho que pensar o que analizar, todo está diagnosticado y dicho: una lepra moral y política -el chavismo y su purulento sucedáneo: el madurismo- nos ha enfermado. Todos somos víctimas de la misma peste. Todos. No hay que sentarse a pastar en la colina para pensar ni analizar mucho, tenemos que curarnos, cuanto antes, curarnos.
Y la cura, parece mentira, es una conciencia crítica que se moviliza, que actúa, a través de elecciones o sin ellas. No una conciencia crítica que sólo piensa qué es lo más bonito o lo menos grosero que se debe hacer. Una conciencia crítica que movilizada social o electoralmente desafía y arriesga, vence.
¿Quién encarna esa conciencia crítica movilizada?
La juventud
Yo confío en ellos porque he tenido la maravillosa oportunidad de conocerlos, de tratarlos, de dialogar con ellos de tú a tú en venezolano no en latín ni francés, con groserías o sin ellas, sin desprecio, más bien con mucha admiración y agradecimiento.
Y sé que aunque no hayan leído a Yeats, Platón, Rawls o Smith, entienden la envergadura, el desafío que representa esa palabra que se lleva en el alma, que se vibra y se padece, que se siente, esa palabra azotada, inflada y pinchada, capada, desplumada y destripada, la palabra hecha por la poesía y el llanto, la palabra libertad.
¡Libertad!
*Gustavo Tovar Arroyo, Abogado, escritor, poeta, educador y activista de los Derechos Humanos.
Por: Gustavo Tovar Arroyo
Politica | Opinión
@tovarr
Mexico, sabado 3 Enero, 2015
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