Paralizada ante las
circunstancias..
■ Este lunes 24 de febrero se cumplió un año de la muerte de Juan Bautista Díaz, el hijo menor de Simón Díaz.
Después de muchas jornadas de intensa presión, Bettsimar Díaz decidió salir a almorzar en un restorán a cuadra y media de su casa. el primer día que se tomaba un respiro después de una sucesión de hechos agotadores. Había pasado cuatro días velando la agonía de su padre que, aunque no fue de esos desenlaces de ahogos y estertores, sí llevó a la familia al trance de verlo empeorar hora con hora, febril, apagándose ante sus ojos.
Después vinieron tres días de funerales, desde la mañana hasta la noche, recibiendo el saludo de los conocidos así como de decenas de extraños, para quienes tuvo gestos de afecto y simpatía. viernes de la semana pasada fue el entierro de Simón Díaz, con entrañables presencias, pero también ausencias dolorosas, que Bettsimar ni mencionó y que cubrió con silencio cuando alguien las mencionó. Iba a necesitar energía porque, concluidas las exequias, se dedicaría a contestar con unas líneas, uno por uno, los centenares de mensajes de admiradores del Tío Simón, y a responder con un par de párrafos las hermosas cartas remitidas por Joan Manuel Serrat, Jorge Drexler, Miguel Ríos, Martirio y gente así. Lunes, por fin, dejó a su madre en su casa para compartir un rato con amigas. No iba a ser posible. La calle de su edificio, en el este de Caracas, estaba cerrada al paso de vehículos, pero también de peatones. Nos habíamos citado en una esquina para dar una caminata juntas, y resulta que también mi esquina estaba cancelada al tránsito. Si queríamos trasponer el seto, había que pedirle permiso a los nuevos dueños de las calles. llegué al lugar, ya Bettsimar estaba allí. Con la firmeza que la caracteriza estaba increpando a los hombres que estaban haciendo la guarimba. “Si tú tienes derecho a cerrar mi calle, yo lo tengo a abrirla”, les decía mirándolos a los ojos y sin el más mínimo rastro de temor. Establecido este principio, estuvo enfrentándolos por varios minutos. “Yo no te voy a pedir permiso a ti, que pretendes secuestrarme. Tú no tienes derecho a hacer esto. Ni aquí ni en ninguna parte. Pero lo haces aquí, porque sabes que no corres ningún riesgo. Además, tú no vives aquí. Dónde vives tú. Tú eres un infiltrado, estás aquí para desacreditar la protesta”. tipos empezaron a gritar insultos y maldiciones. Y Bettsimar alzó la voz para imponerse sobre los hombres, que se le iban encima para empujarla con el pecho.
–¿Por qué no lo vas a hacer en el 23 de Enero, si eres tan valiente? -les decía-. ¡Cobarde! Eso es lo que son, cobardes. Tercian una puerta para impedir el paso y se sientan a fumar, qué héroes, van a sacar a Maduro con el humo de los cigarrillos. acallarla, los guarimberos empezaron a gritarnos: “perras”, “sucias”, “váyanse de Venezuela”, “vendidas”. Uno de los tipos a los que Bettsimar señalaba de infiltrados, nos gritaba con el rostro deforme por la ira: “ojalá maten a tu hija, ojalá que te maten a ti”. Mi proverbial cobardía, yo me limité a ver todo sin intervenir, horrorizada por las maldiciones, por la fiereza con que las proferían. Paralizada ante la circunstancia, muy dolorosa, de que nuestros propios vecinos hubieran devenido nuestros verdugos. Y luego aterrada, porque vino a defendernos cierto joven de quien no quiero dar detalles. A bajar vecinos de los edificios. También vinieron corriendo empleados de establecimientos cercanos e incluso el dueño de cierto café con toldo, todos a rodearnos y a vociferar. Una mujer hacía sonar una especie de trompeta muy cerca de Bettsimar. Uno de los héroes cogió un palo y empezó a blandirlo delante de mi amiga. los vecinos que bajaron (unos trajeron incluso a la empleada doméstica, que compareció con el cierre del pantalón abierto) estaba un muchacho que quiso grabar a los guarimberos con su celular. Eso los enfureció. Y todo fue a peor. En fin, asediadas por los guarimberos, que bramaban amenazas, logramos guarecernos en el restorán donde no pediríamos más que agua. A casa una hora después, acompañados por un vecino mío que oyó el escándalo y supo que me involucraba; y un policía de Chacao (que, por cierto, aseguró machaconamente que los violentos solo lo eran porque estaban en grupo, pero que no revestían ningún peligro) y seguidos por los gritos provenientes de dos apartamentos de edificios colindantes al nuestro. Estamos amenazados por vecinos. No tenemos a quién acudir porque para mi familia y para mí, no hay instituciones. Debido a nuestra indeclinable oposición al régimen autoritario y corrupto, desde el instante de su asomo, somos marginalizados por el Estado. Tampoco tenemos apoyo de los líderes que deberían estar al tanto de la impronta de la modelización de Chávez, quien instiló la cultura del hostigamiento y atropello al otro; y, por ende, dar lineamientos para una protesta creativa, efectiva y que no nos acarree más violencia de la que el régimen nos depara. nos ocurrió a nosotros, tienen que ser muchos los que están sitiados por esta rama de los hijos de Chávez y, a la vez, determinados a defender nuestra libertad y nuestros derechos. A dónde vamos a denunciar estos atropellos.
*Milagros Socorro; Periodista y escritora venezolana, su obra va de la narrativa breve, pasando por la literatura testimonial, a la novela. Premio Nacional de Periodismo y columnista de El Nacional.
Por: MILAGROS SOCORRO
@MilagrosSocorro
Politica | Opinión
CARACAS, miercoles 26 de febrero, 2014
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