El rudo arte de cocinar,
amarrar y pitchear..
■ Yo he visto y presenciado en varias oportunidades el comportamiento materno en los campos deportivos infantiles.
En una ocasión una madre enfurecida con un minipitcher que había justamente ponchado a su pichón lanzó no sé cuántos improperios y obscenidades al menor que había humillado a su prospecto. El umpire asombrado ante el rosario de vulgaridades no tuvo más remedio que expulsar a la alocada madre de las tribunas donde la fulana ejercía sus funciones de madre nutricia e hincha. En esas ocasiones nuestras progenitoras se comportan como camioneros.
Hace unos meses, en Barquisimeto, en la celebración de un juego amistoso de fútbol, otra madre sufrida y llorosa viendo al equipo de su hijo perder por goleada le sacudió un bofetón a su marido al propio tiempo que le decía que por su culpa el pequeño jugador no mostraba ninguna habilidad y que seguramente en un futuro no muy lejano se convertiría en otro panzón jugador de bolas y dominó. Luego lanzó un escupitajo al suelo y salió como alma que lleva el diablo.
Y es que las madres no admiten que sus párvulos no sean perfectos, y, ayayay señores, en materia de hallacas, allí sí se prendió el candelero.
Desde que somos recién nacidos estamos expuestos cada diciembre a que las madres (seguro tienen alguna organización secreta y clandestina donde se trasmiten lo que se llama comúnmente el “eterno femenino”, que incluye el asunto de las hallacas) alaben las multisápidas de sus propias madres, y ellas las de sus abuelas, y así sucesivamente hasta Eva, que según leo en las sabias Escrituras no solo comió la fruta del árbol prohibido, sino que con las hojas preparó la primera hallaca de la historia.
Esa conseja de calificar el suculento bocado navideño materno como el mejor no es sino una conducta inducida para desconocer la habilidades paternas en todo lo referente a descorchar un buen vino o hacer una buena parrilla. Los efectos perversos de comer esos bocados decembrinos en el peso, el colesterol, el colon, el ritmo cardíaco y el esófago son olvidados curiosamente por nuestras mamás. Si todo esto es aterrador y confuso, lo es aún más en mi caso, dado que ni mi madre, ni mi abuela, ni la bisabuela y un sinfín de generaciones tuvieron la paciencia de preparar estas comidas que reclaman el concurso de un verdadero ejército durante por lo menos 36 horas continuas.
Además, se agregan a todo ello las llamadas especialidades culinarias regionales, según las cuales cada estado de la república le agrega componentes especiales, y por ello adquieren características insuperables; entonces ya no es solo que la hallaca del hogar materno sea mejor que el menjurje de la vecina, sino que esos pasteles caraqueños dejan muy atrás los andinos, orientales y llaneros.
Hay tantas teorías sobre el origen de las hallacas como escuelas filosóficas. Sin ser docto en tales y ajenas materias puedo afirmar, convencido de que tengo la verdad, que su génesis tiene algo que ver con el pecado original y la penitencia cristiana. Mi padre el emigrante, vino de Budapest, se asombró al ver su primer compuesto de masa de maíz, aceitunas, guiso de carne y los llamados adornos, sobre todo sabiendo que el maíz era usado en su país de origen como alimento animal.
La hallaca, de acuerdo con el régimen alimenticio centroeuropeo es más bien un plato propio de otras especies.
Así que, por una parte, el sector femenino de mi familia no practicó nunca el arte de cocinar y amarrar, y por la otra, el sector masculino, consideraba este alimento nacional como impropio de humanos. En la actualidad uno de mis familiares con su empresa Cocina Emocional y bajo la batuta orientadora del chef Francisco Avenante no solo prepara el manjar, sino que lo hace mediante sofisticados sistemas de pesos y medidas, tanto en lo referido al producto en sí mismo como a su contenido calórico. ¿De dónde heredaron tales manías? Desconozco origen y contenido. En todo caso, ya me engullí media docena.
Saludos.
Por: EDUARDO SEMTEI
@ssemtei
POLÍTICA | OPINIÓN
El Nacional
Lunes 09 diciembre 2013
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