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Thursday, November 21, 2024
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RAFAEL POLEO: El hombre que no fue presidente



Reinaldo Leandro Mora, congreso

El Péndulo..

 

Reinaldo Leandro Mora fue, por varias razones, un caso atípico en la política venezolana. Prueba de su atipicidad es que se negó a ser Presidente de la República cuando tuvo varias oportunidades de serlo y personalidades de un peso determinante querían que lo fuese.

La historia de la Generación del 45, heredera inmediata de la Generación del 28, puede relatarse a través de la vida de Reinado Leandro Mora, a quien no juzgo porque el afecto me descalifica para hacerlo, pero de quien sí sé y me consta que se negó a ser Presidente de Venezuela cuando todo estaba dado para que lo fuera.

Quizás fue Betancourt quien mejor comprendió esa negativa. Y conste que Betancourt no estaba entre quienes hubieran respaldado su candidatura. En Reinaldo, Betancourt veía una falla que para él era grave en un gobernante: la excesiva sensibilidad humana. Quizás tenía razón. Quizás por eso Venezuela no hizo presidente al hombre de Estado más eficaz que en determinado momento tuvo a mano.

Un exceso de escrúpulos impidió a Leandro Mora llevar al límite uno de los objetivos que Betancourt y Leoni abrigaron de manera más entrañada: la recuperación de los territorios guayaneses arrebatados a la Venezuela indefensa del novecientos. Esa epopeya secreta de Anacoco y Rupununi impulsada por Leandro como primer ministro de Leoni es la acción más inteligente que un país latinoamericano ha intentado en materia de reivindicación territorial. Anacoco fue recuperada. Gracias a ello el actual Comandante General del Ejército pudo, hace unas semanas, a contrapelo de la estrategia castro-chavista, declarar con firmeza que esa isla es venezolana. Pero el territorio de Rupununi no se pudo recuperar. Lo impidió el cambio de gobierno en 1968. Era diciembre, AD había perdido las elecciones y la autorización solicitada al Presidente Electo jamás llegó.

De todo eso hablé, quizás más de la cuenta, hace algunas semanas. Hoy no viene al caso repetirlo. Fue el caso que Reinaldo me enroló en aquella operación reivindicativa, y eso consolidó una amistad muy especial, casi paterno-filial, que en algunos pro-hombres de su tiempo causó lo que podríamos llamar celos políticos. “Tocayo, tú eres muy bueno, pero quieres mucho a Leandro Mora…”, me reprochó Caldera en su segunda presidencia, como tirándome de la lengua. Jaime Lusinchi fue menos oblicuo: “Reinaldo… Reinaldo ¿Por qué siempre dices Reinaldo?”. Los dos tenían razones para preocuparse por Reinaldo. Caldera, porque Leandro Mora le latió en la cueva de su relación privilegiada con la Iglesia Católica, primero como ministro de Educación de Betancourt, respaldando las iglesias parroquiales, y luego en el foco de los acontecimientos, como Embajador ante la Santa Sede y ministro del Interior con Leoni. En cuanto a Lusinchi, porque Leandro Mora fue su rival natural en el ejercicio de la comprensión, el respeto y la tolerancia con el adversario.

En la convención adeca de 1973, Leandro Mora sirvió a los intereses de un amplio sector del partido que a última hora intentó no detener –lo cual no era posible frente a la candidatura que tenía diez años en campaña y contaba con el respaldo de Betancourt-, sino modificar en un esfuerzo de seis semanas el peligroso carácter de unanimidad que llevaba la postulación de Carlos Andrés Pérez. Un tercio de la convención votó por Leandro Mora, quien así quedó calificado para el período siguiente, el que comenzaría en 1978. Pero en el 78 se impuso nuevamente la voluntad de Betancourt, quien respaldó a Piñerúa. Leandro Mora prefirió ser el jefe de esa campaña que, por cierto, no tenía esperanza.

Fecha dramática fue la de 1988. Ese año decidió el destino. La debilidad del régimen democrático ya era evidente. El sistema capitalista atravesaba una etapa de crisis que se reflejaba en el consumo de energía. Y en Venezuela, ya lo hemos dicho, no hay buenos y malos gobiernos sino buenos y malos precios del petróleo. El presidente Lusinchi hacía milagros para estirar el magro ingreso de divisas. Los más perspicaces sentían que a la democracia subsidiada que Venezuela practicaba se le estaba debilitando la base financiera.

En Acción Democrática, puntal del sistema político, afloraron antiguas rencillas entre las figuras de la Generación del 45, Carlos Andrés Pérez había sido la más carismática. Rivalidades ahogadas por la autoridad de Betancourt, Leoni y Barrios-, estallaban a medida que los padres fundadores se iban extinguiendo. Carlos Andrés Pérez, Reinaldo, Lusinchi, Lepage, Morales Bello, Izaguirre, Alfaro, Sucre Figarella, Peñalver, eran arrastrados en un peligroso juego de intrigas, mientras la generación siguiente, la del 58 –Claudio Fermín, Antonio Ledezma, Humberto Celi, Henry Ramos Allup, Lewis Pérez-, se desgastaban en el mismo ejercicio. La política tomaba una dinámica negativa y justo cuando más necesarios eran el equilibro y el acuerdo.

Aquel año 88, Carlos Andrés iba de mala gana a la candidatura. Pienso que el más poderoso motor era la ambición de Cecilia Matos. (Gonzalo Barrios me dijo en 1983, cuando traté de borrarle la impresión de que Blanca Ibáñez tenía una influencia exagerada sobre Jaime Lusinchi: “No… No… A cierta edad los hombres se vuelven muy débiles”).

La verdad es que Cecilia era mi amiga. Poco antes de las elecciones que ganaría su hombre (“Tuve la suerte de conseguirme un hombre importante”, era su manera de decirlo), en una fiesta de esas donde una va a dan sin saber cómo, mi amiga se fue de confidencias. Se quejó amargamente, como de un agravio imborrable, de que Octavio Lepage, ministro del Interior, le había quitado el escolta que la acompañaba en sus frecuentes viajes al exterior. En esta segunda oportunidad no se dejaría distraer como en la anterior, cuando aristócratas caraqueñas se la llevaron a París para sacarla del foco de los acontecimientos. “Sé que a mis hijas no me las van a aceptar en Caracas, así que para casarlas bien fuera de Venezuela necesito 50 millones de dólares, una casa en Marbella, un apartamento en la Avenida Foch de París y una apartamento en el Upper East Side de Nueva York”. No llegó a tanto.

El otro factor que movía a Pérez fue el odio que se profesaba con Octavio Lepage, algo cuyo origen debía estar en algún incidente de la clandestinidad o de la primera fase de la democracia. En verdad, Lepage no sabía ganar afectos. Lusinchi le promovió a las posiciones de mayor relieve, quizás para oponerlo a Pérez, con quien se disputaba el control del partido. Pero Lepage tenía su propio aparato.

La peligrosidad de un cuadro lleno de tensiones entre hombres que no sabían ponerse de acuerdo como sí lo habían sabido los de la generación fundadora, preocupaba a los dos jefes de mayor peso en el partido. Estos dos hombres eran personalidades recias, talentos excepcionales con una increíble capacidad de trabajo: Luis Alfaro Ucero y Leopoldo Sucre Figarella. Sentían, además, un gran afecto entre sí y con Reinaldo Leandro Mora, a quien consideraban el más completo estadista de su generación. A esto debo agregar que detestaban a Lepage, quien posiblemente les retribuía el sentimiento. Sus razones tenían, valederas desde sus respectivos puntos de vista. Alfaro soñaba con una gran partido y Sucre Figarella con una gran Guayana. En Octavio, cuya característica era reducir dimensiones tanto de lo bueno como de lo malo, veían un obstáculo para esos sueños.

Alfaro y Sucre Figarella tampoco se llevaban bien con Pérez, quien resentía la fuerza de sus personalidades, pero siempre llegaban a un acuerdo con él. Pérez sabía que sin Alfaro y Sucre Figarella, que tenían uno el aparato político y el otro el aparato financiero, una candidatura adeca llevaría el plomo en el ala, así que les dio su aprobación para negociar con Lusinchi una candidatura distinta de la suya con tal de que no fuera la de Lepage.

1988 fue el año de los grandes errores, el momento crítico en el cual se decidió lo que vendría después, culminando 1988, cuando la Cuarta República se derrumbó carcomida por la incapacidad de entenderse de la generación del 45, rematada diez años después con la increíble cobardía de la Generación del 58, todo lo cual abrió las puertas a la actual oclocracia.

Para aquel momento y hasta el día de hoy quiso el destino que fuera yo amigo, muy amigo, de todos los personajes del drama, incluido Carlos Andrés, con quien vivía una de esas etapas de mutua comprensión. Alfaro me convirtió en gestor de una reunión en la cual Jaime y Reinaldo pudieran llegar a un acuerdo. Después de mucho tejerla, esa reunión fue un desayuno en Miraflores el 6 de julio de 1986. Reinaldo, quien siempre veía claro, fue a ella por cumplir con Alfaro y con Sucre. Sabía que el proyecto de Jaime era tomar la jefatura del partido al salir de la Presidencia de la República, y que para eso tenía que llevar a Carlos Andrés a una situación de pacto. Octavio era bueno para esa operación. Reinaldo no. Yo también sabía por dónde iban los tiros, de modo que no esperé el resultado de la reunión. El día anterior, sábado 5 de julio, de paso para Maiquetía le dejé a Jaime en Miraflores una carta informándole, como le había prometido, en qué tesitura iría Reinaldo al desayuno. Esa carta la escribí con Reinaldo casi dictándome. De lo hablado por Jaime y Reinaldo esa mañana de domingo me enteré dos meses después, a mi regreso. “Jaime dice que corramos los dos, Octavio y yo. Para hacer eso mejor entreguémosle ya a Carlos Andrés el acta candidatural”.

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Naturaleza de una amistad:

Alfaro persistió en su empeño de que Reinaldo fuera el candidato. Cuando todavía había tiempo para ello me hizo acompañarle en un esfuerzo de persuasión hasta la madrugada. Al día siguiente Reinaldo pasó por mi casa para pedirme que “le “quitara eso a Luis de la cabeza”. Se apoyó en un análisis muy suyo, según el cual Venezuela iba hacia donde realmente ha llegado al momento de escribir esta crónica.

Sobre la base de ese análisis cuyo pesimismo yo compartía, insistí en que una segunda presidencia de Carlos Andrés aceleraría la velocidad negativa de la Historia. Culminaba la campaña interna cuando escribí un péndulo rechazando la candidatura de Pérez en terrenos de moralidad democrática. Algo así como que la mujer del César no sólo debe ser honesta, sino parecerlo. La nota tuvo una gran repercusión. Carlos Andrés pidió una reunión del “cogollo” adeco y solicitó fuera en casa de Reinaldo. Llegó acompañado de Alejandro Izaguirre, fraterno amigo de Reinaldo y –según él- mío, quien allí se ganó el Ministerio del Interior en un gobierno de Pérez, dignidad que Jaime, atendiendo a chismes de pasillo, nunca quiso otorgarle.

En ese “cogollo”, Carlos Andrés dijo que yo tenía lista una campaña en su perjuicio, y que el partido debía llamarme a capítulo para que no la desarrollara. Gonzalo Barrios dijo que él se encargaría de disciplinarme. Me llamó, pero para chismear sobre Cecilia e ironizar sobre Carlos Andrés.

Lo que destaco es que, aceptando una manera de hacer las cosas propia de la política, Carlos Andrés actuó en el supuesto de que Reinaldo de alguna manera dirigía mis pasos. Era explicable que mucha gente creyera eso. Nada más extraño a la realidad. Si alguna vez intervino Reinaldo en mis diferencias con Pérez fue para aconsejarme moderación. Es evidente que no tomé ese consejo.

Ahora que lo pienso, después de lo de Guyana y con la excepción de las gestiones para acordarlo con Jaime, Reinaldo y yo fuimos simple y verdaderamente amigos. Nos reuníamos sin aviso cada domingo al comienzo de la noche. Tomábamos un par de tragos, y en la cocina de su casa cenábamos fruta y un sándwich que Inesita, su esposa, nos había dejado en el horno.

Por supuesto, hablábamos de política, él como observador cada vez más despegado del tema. En una de esas visitas le dije que Carlos Julio Peñaloza, Comandante General del Ejército, había estado en mi casa para advertirme que Herminio Fuenmayor tenía lista una operación física contra mí. Fuenmayor era un hombre de Cecilia, quien le había colocado como Director de Inteligencia Militar. Peñaloza se deba maña para grabar cuanto Fuenmayor trataba en su despacho. Tenía razón para hacerlo. Peñaloza obstruía un negocio de municiones por 24 millones de dóalres, que manejaban Cecilia y Orlando García, jefe de la escolta personal de Pérez.

-Tengo seis meses diciéndote que te vayas a hacer un curso de inglés en Pensilvania y te quedes por allá, porque si te quedas aquí te van a matar-, me dijo Reinaldo sin atorarse el sándwich.

Tres días después escapé. A la semana, en un refugio europeo supe que la gente de Fuenmayor había saqueado mi casa. Una jueza bellaca que quería ser magistrada me dictó no sé cuántos autos de detención. (Ese personaje repugnante hace unas semanas me llamó como si no hubiera pasado nada. La mandé muy largo). Fuenmayor fue a la televisión a mostrar su frustración colérica porque no me había pillado. Después, cuando Pérez se derrumbaba, se me acercó en el aeropuerto de Barajas para solicitarme la paz. Un destacado general de la Fuerza Aérea, que le acompañaba, asistió desde lejos al diálogo. Fuenmayor insistió en tan descabellado empeño, incluso a través de cartas que guardo por ahí.

Con Reinaldo seguí reuniéndome durante aquel exilio (1991-1993). Lo hacíamos cada vez que venía a su modesta casa en un barrio de clase media de Miami. Allí, cuando la Historia estaba por culminar su trabajo, por cuarenta minutos escuché a Cecilia Matos ofreciéndome pacificar a su jueza, a quien llamaba “esa cacatúa”, con tal de que yo olvidara los agravios. “Cecilia: Mi hábitat natural es el campo de batalla. En él puedo estar toda la vida sin fatigarme ni enfermarme. Sé que Berlín cae dentro de una semana, dentro de un mes, dentro de un año o dentro de unos años. Pero Berlín cae”, fue lo que le dije. Y Berlín cae, no por nuestro empeño tanto como porque ese es el curso natural de las cosas.


Por: Rafael Poleo
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EL UNIVERSAL
lunes 4 de noviembre de 2013