“La peor de las democracias es mejor
a la más afamada dictadura..”
■ Los partidos han hecho un esfuerzo sobrehumano desde 2006 pero siguen siendo muy débiles.
Los revolucionarios quieren alterar la naturaleza humana para trocarla “moral”, liquidar el egoísmo, los vicios y erigir el hombre nuevo. Son ayatolas laicos, pero los más “grandes” de ellos fueron sádicos, pedófilos, asesinos, como Guevara, Mao, Stalin o Hitler. Su doctrina es lo que la sociedad considera delito: arrebatar la propiedad, las libertades políticas y civiles, y hasta la vida, el Estado de Derecho, la civilización. Roban, encarcelan y matan con el subterfugio de “la virtud republicana”: Destruyen la sociedad injusta, para hacer una nueva a la medida de las cabezas limitadas y calenturientas de los adalides “inmortales”, en general incultos y fanáticos. Y es muy fácil hacer política de tales negaciones -si se hurga, hasta en un colegio hay niñitos que golpean a otros, los humillan o les quitan la plastilina, y acusar al kindergarten de ser una institución corrupta, llena de perversiones.
Desestiman que la vida democrática es lo mejor que ha hecho el hombre, y trabajan para algún día construir su propia Corea de Norte, Cuba o China maoísta. Uno de los principales pensadores italianos, Umberto Cerroni, paradójicamente del Partido Comunista, dijo que prefería “la peor de las democracias a la mejor de las dictaduras”. Betancourt derrotó en los 60 el complot de la izquierda radical. Gracias a sus partidos políticos y gobiernos, Venezuela fue desde 1958 la sociedad más moderna y abierta de Latinoamérica, no esa sentina que pintó la conspiración de los 90. Mexicanos, chilenos, colombianos, uruguayos se asombraban de sus autopistas y rascacielos y se guarecían de la tormenta de las dictaduras.
Groucho Marx en Venezuela
Pero pequeños grupos izquierdistas mantuvieron la conspiración, conscientes que el dique a destruir eran partidos que llegaron a obtener 95% de la votación. La derecha también estaba resentida, porque ninguna de sus luminarias había logrado jamás franquear esa muralla de votos de las clases medias y populares. Radicales de izquierda y derecha se alían, y a partir de 1989, desencadenaron la tormenta perfecta, que obtuvo la victoria inicial en 1993 y la definitiva en 1998. Los líderes del sistema, sin pericia, no pudieron con la primera crisis que se les presentó. Parecía un sketch de Groucho, ese reggetón que bailaron durante los trágicos años del 89 al 99 de traiciones y las cretinadas. Unos se pusieron en posición para el “perreo”, otros se asustaron y entregaron todo.
Los partidos han hecho un esfuerzo sobrehumano desde 2006 pero siguen siendo extremadamente débiles. Se cumplió una ley de los sistemas políticos: cuando la sociedad destruye sus partidos, no aparecen unos mejores, sino el caudillismo. La involución del partido político al padrote político rodeado de incondicionales que reciben beneficios de él, roscas coptadas y acríticas. La organización política moderna, esa que tanto estudiaron Duverger, Sartori, Newmann, Coleman, Dahl y tantos otros, es una forma de proto control constitucional interno, obliga a decisiones colectivas y frena los individualismos posesivos de los iluminatti. Las direcciones nacionales se integran con líderes electos, de poderes propios y las decisiones son producto de alianzas y acuerdos basados en la legislación interna, nunca caprichos o intuiciones geniales, sino competencia y colaboración.
El partido cubano
Américo Martín en su libro Huracán sobre el Caribe (UCAB: Caracas: 2013) dice que “Fidel descansa en la maquinaria estatal-partidista… pero también y mucho en el ascendiente personal, y la leyenda que ha creado”. En contraste, las relaciones entre los mandatarios democráticos y sus organizaciones suelen ser duras. La precandidatura presidencial de Betancourt en la convención de AD de 1958 se impuso apenas por un voto sobre la de un independiente. Legendarias las pipas que rompió furioso después que lo derrotaran en debates intestinos en la dirección de su partido. También eso lo incineró el caudillo venezolano del siglo XXI, y el PSUV, su creación, es una síntesis de aberraciones, una maquinaria estilo cubano. Newman pareciera describirlo cuando habla del movimiento totalitario “el monopolio dictatorial del partido, que impide la formación y expresión libres de la opinión, es precisamente la antítesis del sistema de partidos”. Los caudillos crean esas maquinarias castradas a su servicio personal.
Martín describe en el Partido Comunista Cubano un rasgo extrapolable, típico de la organización totalitaria: la identificación de los cargos administrativos del Estado con los del partido, de manera tal que se confunden. Chávez era jefe del Estado y del PSUV, y los ministros disfrazados horriblemente de rojo propalan su condición híbrida de pequeños padrotes al servicio del padrote mayor. Fidel Castro era jefe al mismo tiempo de todo y ahora Raúl aplica una nueva modalidad, a partir del VI Congreso: separa las funciones del gobierno de las del PC, pero él se reserva el máximo cargo en ambos. El retorno de la democracia venezolana está asociado a la modernización del ejercicio político, la institucionalización de los partidos y el regreso de lo que Gramsci llamaba “… el intelectual colectivo”. Cuando el “Príncipe moderno” desbanque al padrote político.