Hay un peligro acechando…
Aparece como un sentimiento soterrado, difuso, inasible. Se esparce lentamente y cuando nos percatamos ya ha tomado control de la mente de las mayorías. A partir de allí cualquier cosa puede pasar. Ya lo vivimos.
Durante la década de los años ochenta del siglo pasado se fue imponiendo en el ánimo colectivo la tesis de que la política es sucia, que los políticos son todos unos bandidos, que había que reemplazarlos por expertos técnicos y gerentes.
Tamaña sandez creció de la mano de políticos disfrazados de intelectuales y de comunicadores aspirantes a políticos. La antipolítica (antipartidismo, más bien) fue alimentada por la ecuación de una dirigencia despiadada en sus ataques entre sí, que se centró en los problemas del poder y no en los de la gente. Conquistarlo o preservarlo; el poder, devenido en fin en sí mismo, alimentó las pasiones más bajas. Los partidos se desprestigiaron los unos a los otros; y a todos los demolieron algunas élites económicas que aspiraban al poder sin intermediación de la política.
Ese ambiente enrarecido propició las salidas antipolíticas de los intentos de golpe del 92 y del año 2002. La animadversión a los partidos fue tan descomunal que las leyes electorales suprimieron su denominación histórica, cargada de significado, y la sustituyeron por el inocuo y soso eufemismo de “organizaciones con fines políticos”.
Ese fantasma parece volver por sus fueros. La clase política se engulle a sí misma. Sus integrantes se califican a sí mismos de fascistas, ladrones, asesinos, corruptos, incapaces, traidores, antipatrias, ratas y demás lindeces. Y, peor aún, se judicializa la política al usarse el poder público para perseguir adversarios. Acciones que gravitan en la mente del ciudadano cuando comienzan a repetir con mayor frecuencia la nefasta y peligrosa sentencia de que la política es sucia.
La política no es sucia. La política es la forma civilizada de resolver los conflictos del poder. Se ensucia cuando el poder se fetichiza, y se invierte la relación medio-fines. Si el poder se vuelve tan deslumbrante como la bombilla, termina atrayendo hasta su muerte a las polillas.
Si acabamos con (y se autoacaban los) políticos, resolverán esos conflictos los otros. Los que no están acostumbrados al ejercicio del diálogo sino de la fuerza.
Ese es el peligro. Las direcciones políticas de los grupos en pugna han mostrado señales de claridad y visión de largo plazo. El gobierno de Maduro ha tomado decisiones de rectificación importantes respecto a la forma de manejar el país de su predecesor, aún bajo el cuestionamiento de sus radicales que evalúan cada apertura como indicio de debilidad o de traición al legado de Chávez y de los principios de esa estupidez llamada “socialismo científico”. Lamentablemente, esa creciente sensatez económica no ha tenido equivalencia en la dimensión política.
Por otro lado la Mesa de la Unidad Democrática y su líder, Henrique Capriles, han sorteado sabiamente los inmediatismos propios de quienes no tienen la política como oficio y vocación. Han preservado firmemente en el camino electoral y constitucional que ha sacado a la oposición del foso de la desesperanza y la disolución hasta convertirla en verdadero polo de poder; y ha viabilizado el principio y mandato constitucional de alternabilidad en el poder.
Ambas partes deberían tener un objetivo común: preservar la política. Sería un desatino muy peligroso pensar que la destrucción del otro es un objetivo sensato: supone la autodestrucción. Preservar al otro es preservarse, eso no implica renunciar a la lucha por el poder. Sólo supone regularizar la contienda.
Hay quienes esperan agazapados que se destruyan a dentelladas para venir por los despojos a expensas del país. Mucho cuidado.