La ineptitud y la burocracia venezolana
Siempre sostuve que el país alcanzaría los horizontes del primer mundo cuando entregaran la cédula de identidad el mismo día en que se solicitara. ¡Hoy sé que no es necesariamente así! Se obtiene la cédula con rapidez porque existe una tecnología que si bien no es nuestra al menos hace posible lo que antes habríamos calificado de “¡milagro!”. El infierno tercermundista, en todo caso, se reafirma: hay que levantarse de madrugada, hacer una cola humillante, conseguir el número que asegura que vas a sacar la cédula o el pasaporte sin saber que el trámite se interrumpirá porque se cayó el sistema o hay que repetir la pesadilla porque en la cédula saliste como colombiano.
La ineptitud y la burocracia venezolanas, crecientes bajo el populismo bolivariano, siempre han sido una rémora para que el país fluya razonablemente.
La secretaria en la oficina pública se mira la uñas y escucha al desesperado contribuyente que ha sido enviado de aquí para allá: “Entonces, ¿qué hago?”. Ella acerca sus dedos a la boca, sopla, alza ligeramente los hombros y sin mirarlo dice: “¡Asunto!”, sintetizando la frase que su indolencia mental le impide pronunciar: “¡No es asunto mío!”.
Se suceden las repúblicas, tropezamos con militares obtusos, oímos promesas, volvemos a votar en las elecciones; el tiempo pasa sin dignarse a ver a un país engañado por sus autoridades, y mientras persiste el descalabro, la burocracia se muestra espléndida y satisfecha como las gordas mujeres de Rubens o de Botero porque sabe que no protestamos, que no hacemos valer nuestros derechos.
Por eso me entusiasmé cuando unas señoras de la tercera edad comenzaron a amotinarse en el pasillo de una oficina de Pdvsa Gas. Protestaban porque estaban allí desde temprano, de pie, sin que nadie las atendiera y sin que recibieran alguna explicación de por qué demoraban en atender sus peticiones o reclamos.
La protesta se convirtió en tumulto cuando hacia las 11:30 de la mañana uno de los funcionarios anunció que cerraba la oficina porque se acercaba la hora del almuerzo. Una de las ancianas, con un brazo enyesado, gritó mostrando el aviso que señalaba el horario de trabajo; otra, encolerizada, daba golpes a una puerta. Me petrifiqué al ver a Belén, la madre de Rhazil, Boris y Valentina, convertida en un injerto de Dolores Ibarruri, la Pasionaria, con Luisa Cáceres de Arismendi pidiendo el paredón para los burócratas de Pdvsa Gas.
De pronto, fue como si se abatiera sobre el pasillo un huracán de maldiciones, mueras al chavismo, vituperios de toda naturaleza e intensidad y frases como: “¡Esto nos pasa por pendejas!”. “¡No vamos a votar más por este Gobierno!”. “¡Somos de la tercera edad!”.
Yo estaba allí acompañando a mi mujer, y un señor muy mayor y yo éramos los únicos varones. Enseguida me hice solidario con aquellas geriátricas Furias difíciles de apaciguar y grité con todas mis fuerzas: “¡De la tercera edad y estamos operadas!”.
Las mujeres callaron y un silencio de extrañeza y estupor se instaló en aquel pasillo desplazando al huracán de agravios. Todas, incluida mi mujer que fue la primera en hacerlo, voltearon a verme tratando de descifrar o verificar mi condición de mujer operada. ¿Qué podía hacer? Seguí gritando que era de la tercera edad y que por añadidura ¡estaba operada! Al menos, contribuí a llamar la atención de los funcionarios porque de inmediato convocaron al supervisor y éste prometió atendernos a todas sin importar la hora del almuerzo. Y las señoras se acercaron a felicitarme y a desearme lo mejor en mi nuevo estado. Desde aquel glorioso momento de protesta que sacudió acaso por primera vez y con firmeza la burocracia bolivariana, mi mujer no deja de mirarme de reojo como si ya no fuese el mismo… ¡después de la operación!
Por: RODOLFO IZAGUIRRE
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