“Espero que mi caso sirva de
ejemplo para otras familias”
Juan José Correa Villalonga miró el sobre, lo tanteó para sentir los documentos que traía adentro y lo abrazó contra su pecho, pero no lo abrió. Dejó que lo hiciera su madre, Helene Villalonga, porque la tarjeta de residencia permanente o “green card” que venía dentro representaba la lucha de años que ella había librado.
De esta manera, el joven venezolano se convirtió en una de las pocas personas que han sido deportadas a sus países de origen y se les ha permitido regresar a Estados Unidos. Quizás sea el único venezolano en lograrlo hasta ahora.
“Me siento muy afortunado por esto”, declaró Juan durante una entrevista con El Nuevo Herald días después de que le llegara el documento.
“Yo sé que hay muchas personas que están siendo separadas de su familia y no logran volver a reunirse, así que para mí esto es una bendición”.
Su madre, Helene Villalonga, es una conocida activista pro derechos humanos y crítica del gobierno de Hugo Chávez. Cuando Juan tenía 11 años, en el 2000, la familia huyó de Venezuela debido a que eran víctimas de una persecución política. En Estados Unidos pidieron asilo político pero fueron estafados por dos abogados que no los representaron correctamente y al final se les negó la petición.
Hasta ahora los venezolanos exiliados no gozan de ningún privilegio migratorio aunque funcionarios de la Policía de Inmigración y Aduanas (ICE) dijeron que el número de deportaciones de venezolanos ha disminuido. Según cifras de ICE, más de 400 venezolanos fueron deportados anualmente entre el 2007 y el 2010. En el 2011, sin embargo, el número de deportaciones cayó a 290.
Juan se graduó en el 2007 con honores de la escuela secundaria y recibió varias becas, incluyendo la de la Lotería de la Florida. Fue aceptado en FIU pero por su condición de indocumentado no tuvo acceso al dinero de sus becas. Apenas cursó su primer semestre de Psicología cuando se dio cuenta de que no podía seguir pagando de su propio bolsillo. Entonces decidió irse a Canadá, donde también lo habían otorgado becas en varias universidades.
Manejó por seis días en su Dodge Neon dorado y estaba cerca de la frontera con Canadá cuando, el 27 de junio del 2009, se detuvo a la orilla del camino en Vermont y fue detenido por un agente de la patrulla de carreteras.
“¿Usted sabe que tiene una orden de deportación?”, le preguntó el oficial, pero Juan no entendía de qué se trataba.
“Le expliqué que mi familia tenía un caso de asilo abierto pero fue ahí cuando me enteré de que nos habían puesto una orden de deportación y el abogado nunca nos avisó”.
Pasó por tres cárceles en dos meses y, a pesar de que su familia advirtió a las autoridades de inmigración sobre el peligro que representaba para Juan volver a Venezuela, una noche de agosto fue deportado sin tener tiempo de avisarle a nadie.
Llegó a Caracas a las 5 de la mañana con $195 en el bolsillo. Juan recordaba dos números de teléfonos de familiares en Venezuela, los de su tía Vivian y su abuela Blanca.
“Yo no sabía nada sobre Caracas porque nunca había estado allí”, recordó Juan, cuya familia es de la ciudad de Valencia, al oeste de la capital. “Pero sí sabía que es una de las ciudades más peligrosas de Sudamérica”.
Durante los dos años que Juan estuvo en Venezuela, Helene lanzó una campaña para demostrar que la vida de su hijo corría peligro.
En Venezuela, Juan recibió correos electrónicos con amenazas, según contó. Un dia mientras estaba solo en casa de su tía, sintió que alguien entró por el patio. Cuando salió a asegurarse de que todo estaba bien, se encontró con tres hombres armados con camisas y boinas rojas.
“Me dieron un mensaje para mi mamá, que le dijera que era una traidora de la patria y que debía volver para ir a la cárcel”, contó Juan.
Luego, uno de los hombres le dio un golpe en la frente con la cacha del revolver que cargaba. Juan cayó al piso mareado y sangrando.
“Pero fui fuerte y pude aguantar la sangre y llamar a mi tía que me llevó al hospital”, dijo.
Recibió unos siete puntos en el lado izquierdo de la frente. Desde entonces se mantuvo encerrado en la casa. Dejó su trabajo como ayudante en el taller de mecánica de su tío, y no visitaba a sus familiares por temor a poner sus vidas en peligro.
Al fin Helene pudo convencer a las autoridades de inmigración de que la vida de su hijo estaba en riesgo si permanecía en Venezuela y logró que el representante demócrata Luis Gutiérrez y la republicana Ileana Ross Lethinen abogaran a favor de Juan y pidieran una agilización de su caso.
“No me iba a dar por vencida ni a quedar callada”, dijo Helene. “Espero que mi caso sirva de ejemplo para otras familias”.
En el 2011 Juan pudo regresar al sur de Florida a reunirse con su madre, su padre Gregorio Correa y sus hermanos menores Gregorio, Jesús, Luis y Rossie. Durante una entrevista en el aeropuerto de Miami, el agente de inmigración que atendió a Juan, le pidió que le mostrara las cicatrices de los golpes.
“Después me dijo: bienvenido a casa”, recordó Juan. “Antes de ese momento aún tenía miedo porque pensaba que me podrían mandar de regreso”.
Ahora el joven quiere volver a estudiar, pero está tratando de superar los traumas de las cárceles, y del acoso que sufrió durante el tiempo que permaneció en Venezuela. El tener una residencia permanente le brinda un poco de paz, dijo.
“Solo una persona que es privada de su libertad, sobre todo sin cometer un delito, sabe lo que se siente”, afirmó Juan. “Por fin me siento como que pertenezco a un lugar, que no debo tener miedo de ser detenido, que no vivo en un limbo”.
Por: Brenda Medina
bmedina@elnuevoherald.com
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