Odios apilados y expedientes paralizados
alimentan el temor al fraude…
■ En el brasero. Ahí está Venezuela. Ahí están Chávez y Capriles…
Todavía más y dicho sin hipérboles, en las elecciones de mañana nadie es espectador, todos son protagonistas. Sé que en el trajín político cualquier bagatela suele calificarse de histórica. “Esta reunión es histórica”, “la decisión que adoptamos es histórica”. Pero mis lectores y yo y Latinoamérica, por no decir el mundo, sabemos que lo que ocurrirá el domingo 7 de octubre en Venezuela será un desenlace, ese sí, histórico. Pocas veces el vocablo fue aplicado con más propiedad.
Acabo de decir que nadie es espectador. La lucha que se está librando no es exclusivo asunto de políticos. La tendencia del régimen es totalitaria y por lo tanto está en disputa cada pulgada de terreno, desde la educación en todos sus niveles hasta el libre comercio y la propiedad privada, que incluso toca a los más precarios titulares: un minúsculo abasto o un taxista.
Corren peligro el derecho a la libre expresión, la organización del Estado tal como la describe el texto constitucional y el futuro mismo de las elecciones a las que el país se ha habituado. No hay nadie que no tenga su vida en juego, cuestión que define los campos de una manera distinta. Ya no entre corrientes ideológicas sino entre los que acompañan la obsesión sedicentemente socialista a lo Chávez y los que defienden su ámbito, amenazado por la natural expansión del proyecto totalitario.
Por eso a Capriles lo sigue un variadísimo movimiento que, desde distintas ópticas, lo ha convertido en el ilustre defensor de la causa democrática.
Como ya ocurriera en la Venezuela que enfrentó la dictadura militar de Pérez Jiménez, el pentagrama político se unió para remover el obstáculo que le impedía dirimir diferencias en condiciones de libertad, sin riesgo de ir a parar a la cárcel.
Ya de suyo eso es distinto a lo que viene ocurriendo en el resto del Hemisferio, excepción hecha –como es obvio– de Cuba. En Brasil compitieron el socialismo a la brasileña y la socialdemocracia; en Argentina el kirchnerismo con otras variedades del populismo más o menos liberales; en México el populismo renovado (PRI) con la democracia cristiana (PAN) y el socialismo tipo azteca o AMLO; en Colombia, los dos partidos tradicionales, la “U” centro derechista y la izquierda ecológica; en Chile la Concertación socialismo-democracia cristiana y liberalismo relativamente clásico. En términos parecidos fue ese también el caso de Perú, Uruguay, Paraguay, República Dominicana, Centroamérica.
Son variedades ideológicas, algunas algo irrisorias es verdad, pero nada como lo que se dirime en Venezuela, donde casi todas las corrientes del pensamiento universal se han integrado a la MUD tras el abanderado Henrique Capriles Radonski. Se ha vuelto a lo primario: la libertad contra el miedo, la libertad que en el resto del Continente (con la indicada excepción) se da por supuesta, contra un régimen que sin haber alcanzado el tope totalitario es empujado hacia ese destino por su propio mecanismo interior.
¿Por qué en el escenario internacional se habló durante tanto tiempo de victoria “abrumadora” del presidente Chávez? No sólo por la archimillonaria campaña del poder venezolano, ni por el aire de triunfador –ahora perdido– que exhibía el locuaz mandatario en sus largas autopromociones. Pero pienso que lo determinante ha sido la magnitud de lo que está en juego. Ha parecido inconmensurable el impacto que la derrota de Chávez tendría en el “establecimiento” internacional financiado y organizado por él, en su obsesión de liderazgo mundial. En este mismo diario, prestigiosos columnistas han dado cuenta de lo que podría afectar a Cuba la victoria de Capriles, así como al estamento político y militar dominante en Venezuela, con tantos odios acumulados y expedientes paralizados.
Estas eventualidades también alimentan el temor al fraude. No es Chávez un Cincinato, un Washington o un Rómulo Betancourt, que desaprovecharon sus bien ganadas opciones de poder por fidelidad a valores como el pluralismo o la alternabilidad, que al actual mandatario le resultan risibles
Pero la verdad es que Venezuela, con Capriles, necesita reunificarse, remitir la venganza y crear condiciones para la convivencia pacífica interna e internacional. Construir un chavismo al revés sería el cuento de nunca acabar y, dada la profunda polarización creada durante este mandato, dificultaría en alguna medida la tarea de un gobierno democrático, consciente de las enormes dificultades que lo esperan.
Mañana muchos vislumbramos el triunfo de Capriles, un verdadero ídolo de la juventud y esperanza tangible de los amantes de la libertad. Es un fenómeno electoral como no lo tuvimos antes. Betancourt, Caldera, Villalba o Pompeyo Márquez fueron notables conductores al frente de fuertes maquinarias; pero de fenómenos que sacan espontáneamente a la gente de sus rincones, no recuerdo a nadie como Capriles.
Lleva la mano tendida. Su juego está perfectamente claro en su programa y sus intensas intervenciones públicas. Nadie –que no sea un macro corrupto o un conspirador de hecho, no de palabra– tiene nada que temer. Los chavistas pueden descansar en la seguridad de que no serán perseguidos ni presos de conciencia o discriminados, como ocurre hoy. Los programas sociales no serán medio de chantaje político. El requisito único para ser beneficiario es la necesidad, no la bandería partidista. Y los países, sin excluir a Cuba, tendrán un trato honorable y constructivo, basado en la amistad, la reciprocidad y la vocación integracionista.
Si Capriles pierde en buena lid, reconocerá al vencedor, pero si vence –como espera hoy una mayoría– hará respetar su victoria. Creo muy difícil que pueda frenarse, con actos violentos y burdas maniobras, este arrasador fenómeno telúrico.