Soy, por naturaleza (y por
experiencia), escéptico…
Vaya, que no recuerdo haber creído jamás en pajaritos preñados ni en cosa parecida. Quizá por esta razón de recelo elemental, hace algunos días, cuando me entrevistaron desde una emisora radial de Miami para preguntarme por la lectura que hacía de las últimas encuestas, respondí a mi manera, seco y tajante: “Ninguna, no las he leído”.
¿Que por qué me mostré tan pesado? Sencillamente, porque me niego a darles el menor crédito a quienes pretenden y no pueden hacernos conocer la secreta intención del voto de los venezolanos. Porque en el mejor de los casos, en la Venezuela actual, ni las empresas encuestadoras más serias (que son muy pocas, tal vez sólo dos, las demás actúan al servicio del mejor postor) pueden despejar anticipadamente la incógnita del voto oculto que el próximo domingo ocupará buena parte del espectro electoral venezolano. Porque aquí se produjo algo tan infame como aquella lista Tascón, y porque desde ese instante millones de venezolanos acuden a las urnas (mucho más ante la curiosidad de los encuestadores) acosados por el temor de que el régimen llegue en algún momento a conocer el color de su preferencia electoral.
La única manera real de medir la voluntad del elector venezolano una semana antes del acto decisivo de votar es percibir el sentimiento que hoy domina las calles de Venezuela. Que está allí, al alcance de tu mano, muy vivo y palpable. Una vibración que a pesar de mi escepticismo siento crecer por todas partes. Una sensación de triunfo sin remedio. O como me advertía un taxista en el centro de Caracas: “Capriles, para todo el mundo”.
Se trata de una verdad imposible de no ver y sentir. Hasta en las filas del chavismo más duro (o será que ya no hay chavistas duros) el sabor amargo de la decepción lo impregna todo de un gustillo envenenado. Hasta el propio Hugo Chávez se ha referido a lo que ocurriría en “el supuesto negado” de que él perdiera las elecciones, una posibilidad que nunca antes había aflorado en su discurso.
También se trata de tener ojos y comprobar lo que ha ocurrido estos días en Tucupita, en Maturín, en Yaracuy, en Carabobo, en Maracay (¿se imaginan, Maracay, otrora territorio chavista y militar por excelencia?), en Maracaibo; lo que ocurrirá el domingo en Caracas (escribo estas líneas el viernes al mediodía). Lo nunca visto. Una indetenible bola de nieve que estalla en cada rincón del país en sucesivas explosiones de entusiasmo popular, capaz de moverle el piso al más suspicaz de los incrédulos (léase, mi piso), pues uno tiene la impresión de que al paso vertiginoso de Capriles, Venezuela, trepidante como un terremoto, vibra de pura emoción.
Esta es la realidad del momento.
Una situación que nada ni nadie puede alterar por las buenas. O sea, que sin trampas, Capriles no puede perder. Esta es la inmensa responsabilidad que tendrá Chávez en sus manos la noche del 7 de octubre. ¿Se morderá los dientes de rabia y reconocerá su derrota, o hará un último y desesperado esfuerzo por modificar los resultados electorales con las malas mañas del CNE? ¿O en ese caso se atreverá Tibisay Lucena a enfrentar a Chávez con la exactitud irrefutable de los números? ¿Desacatará entonces el Alto Mando Militar las órdenes que se le puedan ocurrir a Chávez y le harán entender que a fin de cuentas el crimen no paga? Espero que así sea. Es lo que desean los venezolanos con auténtico fervor democrático. Lo contrario equivaldría a lanzar a Venezuela no por el camino de la guerra civil, pues para ello se necesitan dos ejércitos, pero sí al abismo de la violencia, de la monstruosa masacre de un pueblo indefenso, pero resuelto a todo por defender sus derechos contra viento y marea. Hago votos, pues, por que todo discurra el domingo cívicamente. Y, por primera vez en tantos y tan duros años de avanzar ciegamente hacia el abismo, me siento optimista. Radicalmente optimista.
Confiado en que dentro de nada, los venezolanos seremos protagonistas de una jornada grande y heroica, en el curso de la cual muchos millones de venezolanos votarán alegremente por el futuro de la nación, y en la que, por mucho que les cueste y duela, civiles y militares del régimen, con su comandante presidente a la cabeza, se verán obligados a reconocer el triunfo del adversario. Requisito indispensable para colocar a Venezuela en el deseado camino de la paz y del progreso.
Confieso que esto es lo que siento en las calles. Una vibración de victoria profunda e irreductible. Y me siento feliz.
Por: ARMANDO DURÁN
Política | Opinión
EL NACIONAL
LUNES 01 DE OCTUBRE DE 2012