La veneración barata y
efímera de Chávez
Desde que el mundo es mundo y el poder el poder, este último se ha vestido de gala, de oropeles, de mitos, de legitimaciones divinas o heroicas, de palacios, uniformes, distancias, títulos y cuanta vaina sirva para que los súbditos acaten su señoría.
El poder en todas sus formas, jueces de toga, vaticanos, generales emperifollados, académicos ornamentados, ejecutivos perfumados, etc. También, pero ese es otro tema, de armas para cuando la seducción se tambalea o se derrumba. La corona y la guillotina. Sobre todo eso se puede hacer una larga historia porque son muchas sus variantes.
En la modernidad, en la democracia, los ornamentos se dificultan y se aminoran ya que en principio todos somos iguales, ciudadanos, así unos estén muy arriba y otros muy abajo, todos somos electores y elegibles por ejemplo.
De manera que los símbolos del poder adquieren una particular fisonomía, menos desfachatadamente ostentosa. Y en el caso del socialismo, un igualitarismo radical en teoría, el problema se complejiza, pero en absoluto desaparece la búsqueda del hechizo del poder.
Fidel andaba vestido de soldado y en un rústico pero no por eso, o gracias también a eso, se levantaron sobre él mitos sobrecogedores. Llamemos culto a la personalidad, esa sustitución del embeleco mundano por valores heroicos y casi sobrehumanos.
Pero justo es reconocer que en la variante populista la cosa se vuelve tragicómica, dado que hay que juntar lo anterior con un remedo de lo popular en sus formas más falsas y caricaturescas, tal como concibe al pueblo el populista (lo contrario de Simón Díaz, verbigracia) y de otra parte dejar lugar a las glorias ineludibles. Ese es el lío de Chávez, para ir a lo nuestro.
No hay nadie más sencillo, más “popular” que el hijo de Sabaneta: inculto e ignorante de su incultura, sobrado en consecuencia, malhablado, cuartelero, pendenciero, arbitrario… vamos, usted lo conoce. Como quiera que no tiene una épica, como Fidel, salvo un madrugonazo felón y dos tristes capitulaciones, las cosas no pueden ir por ese lado.
El mito imprescindible hay que construirlo a punta de jalarle bolas al pueblo, de ahí tanta cháchara vacía y obsecuente: lo amo, me ama. Inventarse un Libertador de cartón piedra que se confunde con él y que no es sino una parodia grotesca del gran tipo.
Y poner a los suyos a decir cuanta ridiculez melosa y degradada puede inflar su insaciable ego: el Bolívar este, lugarteniente de Dios, sonrisas y aplausos infinitos de las focas. O al lado de sus hábitos de faena populista no deja de exhibir su avionazo, sus carísimos atuendos dominicales, su generosidad de filántropo burgués con los países más acontecidos, su poder único de caporal sin límites, ribetes que no dejan de darle aura y vanidad. Una mascarada pues para la veneración barata y efímera.
En su descargo recordemos que andamos en el posmodernismo y las buenas maneras están por el suelo. Hasta el príncipe de Inglaterra anda desnudándose por ahí. El presidente del Fondo Monetario Internacional no perdona una pantaleta, con el perdón de las feministas pesuvecas. En Corea celebran al revolucionario mayor al estilo disneyworld.
El vestuario impar del fenecido Gadafi. Y no nos hablen de Paris Hilton y otras hijas de papá que se las traen, bonchando en público que se las pelan. Se me ocurre invocar, por contraste, al buenazo de don Pepe Mujica, con su averiado Volkswagen, sin escoltas y con esos trajecitos tan maltrechos que dan pena. Que el Señor lo proteja y bendiga en tan malos tiempos.
Por: Fernando Rodríguez