“No son nuevos ‘los colectivos’ la Alemania de
Adolf Hitler, era el paraíso de ellos…”
Sepultado en el lodo desde la caída de Roma, el concepto de “el pueblo” yacía en el silencio de los siglos, como las armaduras, jarrones y cadáveres de legionarios. Desapareció del lenguaje político más de mil años. A finales del XVIII renació. En la Revolución Francesa recomienza a presidir la oratoria de las diversas tendencias en esa ilustre carnicería, y llega hasta hoy con significados confusos y variables.
En la Edad Media, la política se limitaba a conflictos y alianzas en el seno de la nobleza y la aristocracia, que solían terminar en guerra. No era el pueblo un actor de la política, ni un concepto o componente del lenguaje del poder, sino parte del paisaje, como la tierra o el ganado. Carne para cañones y violaciones masivas.
A partir de la Constitución Norteamericana, “el pueblo” se convirtió en la medida para los defensores de la libertad. Deslumbra leer a Hamilton y Jefferson discutir en El Federalista sobre una Constitución concebida para armonizar cuidadosamente intereses de los estados, del Estado Federal y sobre todo la joya de la corona, la libertad de los ciudadanos.
La Revolución Industrial amontonó al pueblo en las grandes ciudades e hizo visible la pobreza, antes en los feudos. Gran trauma de la cultura occidental, en la historia de la filosofía y el arte. Pese a que el cambio tecnológico duplicó la expectativa de vida, la miseria urbana creó el sentimiento de culpa. La política se hace “social”, socialdemócrata, social cristiana, social radical, social moderada.
Los políticos se consagran a trabajar por “las mayorías” y las instituciones dejan de ser liberales para convertirse en “democráticas”, del demos, por obra de la participación popular. Marx dividió al pueblo en clases sociales con intereses “antagónicos”, según su teoría hoy derrotada por la misma Historia que él invocaba constantemente como evidencia.
En las sombras chinescas de comienzo del siglo XX el término pueblo se pervierte con el surgimiento del totalitarismo. Los grandes demagogos que siguieron la metafísica nazi de Heidegger y el pragmatismo filosófico de Lenin -Hitler, Stalin y Mao- usaron volk o proletariado como arietes para destruir lo bueno que habían dejado a la humanidad las revoluciones de EEUU y Francia.
Estas dos revoluciones del siglo XVIII crearon el Estado de Derecho, que no hay nada por sobre la legalidad constitucional porque su predominio es lo único que protege a los ciudadanos de ellos mismos y del poder. El comunismo produce una mutación: “el pueblo”, es decir, la voluntad del caudillo que invoca su nombre, está por encima de la Ley, la vida y la propiedad.
El cadáver descompuesto llamado socialismo del siglo XXI llega al nauseabundo extremo de llamar “el enemigo” a ciudadanos pacíficos y desarmados que expresan su opinión dentro de las instituciones. Se basa en cuestionar la legitimidad de las leyes con el expediente de que el pueblo soberano, la fuente de todo poder, recibía maltratos e injusticias.
Eso revelaba la naturaleza “injusta” de las leyes “burguesas”, un mecanismo de opresión de los enemigos del pueblo. Naturalmente para los movimientos totalitarios el “pueblo” eran aquellos que los seguían en su empresa de destruir las instituciones, y el “no pueblo” los defensores del orden civilizado.
Según Arendt el populacho (el lumpen de Marx), no es el pueblo sino la excrecencia de los diversos grupos sociales, su peor rostro, a la disposición para asesinar, ocupar propiedades, insultar, maltratar, golpear. Los que se emborrachaban y hacían jolgorios al pie del cadalso cuando pasaron Dantón y luego Robespierre, y en las quemas de herejes y brujas.
No son nuevos “los colectivos”. La débil Alemania de Weimar, a la que las potencias vencedoras de Versalles le prohibían mantener Fuerzas Armadas regulares, era el paraíso de los “colectivos”. Borrachos, malvivientes, asesinos, ladrones, conseguían su causa en las brigadas de choque para golpear adversarios políticos de la “revolución”. Las SA, los Cascos de Acero, las brigadas comunistas.
En el efímero período liberal, sólo eran parte del pueblo los varones ricos e instruidos, -no las mujeres- igual que en la antigua Grecia. Para la democracia el concepto es incluyente, equivale a “los muchos” o todos. Para los nazis eran los arios, autorizados para asesinar al “no pueblo”, como los judíos. Cuando los comunistas lo usan, excluyen de su cobertura los sectores acomodados o instruidos, pues las “clases populares” son lo contrario. “Escuálidos”, “majunches”, “cochinos” en la vomitiva jerga.
Por: CARLOS RAÚL HERNÁNDEZ
Politica | Opinión
@carlosraulher
EL UNIVERSAL
sábado 11 de agosto de 2012