Había expectación por el discurso como
orador de orden de Nicolás Maduro
Nuestro Canciller, en la sesión especial de la Asamblea Nacional para conmemorar la firma del Acta de la Independencia.
Bien puesto estaba el hombre, derrochaba seguridad en sí mismo, enfundado en un elegante y costoso traje. De las primeras cosas que hizo fue reconocerse como alumno de su maestro: Chávez. Alumno pasivo, sabemos, de ésos que dócilmente toman apunte de todo cuanto dice el profesor, sin cuestionar sus palabras, sin contradecir ninguno de sus pensamientos. Maduro es hábil, sabe que de no ser así no se hubiese ganado los veinte puntos que lo tienen como Canciller y probable delfín del dómine de Miraflores, que lo mira severamente con palmeta en mano, sabedor de que “la letra con sangre entra”, con represión y castigo.
Maduro comienza por ensalzar la independencia, entre retruécanos, olvidando que lo que aquí hubo fue una guerra civil; una lucha fratricida entre venezolanos; una guerra de tintes sociales, entre castas (los líderes primigenios de la independencia, los mantuanos, eran los mismos que poseían grandes extensiones de tierras y mano de obra esclava para trabajarlas. Disfrutaban también de odiosos privilegios, que impedían al resto de la población libre, conformada preferentemente por gente mestiza los pardos , ascender socialmente a su nivel. De ahí que la independencia fuese tan impopular en un primer momento, el verdadero opresor no era el español, sino alguien de esta misma tierra, venezolano también). Luego de una muy sentida mención al Himno Nacional, que francamente me llenó de amor patrio y me hizo lagrimear tiernamente; de hablar de la muy trajinada Carta de Jamaica y del Congreso de Panamá, Maduro nos obsequió esta muy profunda reflexión, digna del más aventajado, disciplinado y obsecuente alumno de Chávez: en Venezuela lo que ha habido, luego de la independencia, es (la cita es textual): “un duelo ideológico, político y de valores entre la doctrina de los libertadores, la doctrina del Libertador Bolívar y de Monroe, que traza la línea divisoria entre patria y colonia en nuestro continente”.
Después de hacer tan aguda y perspicaz reflexión (¿cuánto tiempo le llevaría de estudio y elucubraciones noctámbulas? De seguro se inspiró en las doctas palabras de su maestro, nuestro Comandante), despachó con ligereza y soltura el gordo e indigesto bolo alimenticio de la Venezuela de los siglos XIX y XX. Todos los que escuchábamos tan prominente y esclarecido discurso nos enteramos de que para hablar de la Venezuela post-Bolívar, la que comienza en 1830, lo que hace falta es remitirse al malévolo imperialismo estadounidense, que todo lo ha determinado y pautado en estas tierras. Maduro, en un alarde de erudición, citó las innumerables intervenciones y conspiraciones gringas en Latinoamérica, para recordarnos que muy pocos, entre ellos el locuaz y circense Cipriano Castro (aquí subrayamos el influjo de Chávez), habían logrado salvarse del triste papel de marionetas del imperio estadounidense.
En fin, que toda la historia venezolana se condensa en eso: una dirigencia sin alma propia, títeres del imperio, apátridas y entreguistas todos. Tan pintoresca situación, que concibe al venezolano como un robot gobernado a control remoto, se prolongó hasta la llegada de nuestro Comandante redentor. Y aquí los congresistas oficialistas aplaudieron a rabiar las muy sabias palabras de Maduro; no pudieron aguantarse las ganas de homenajear al maestro a través del ilustrado aprendiz.
Lo demás fue predecible: Maduro discurseaba entre aplausos y vítores, loando y encareciendo la obra de Gobierno de ese ultra patriota insigne que es Chávez. No faltó la grandilocuencia y el inflamado lenguaje épico para hablar de la revolución bolivariana, haciendo uso de una expresión que a él, a nuestro Maduro, le fascina: “la Venezuela digna”, la emplea igual en una entrevista, degustando una arepa o conversando dignamente con militares paraguayos.
Maduro pasó la prueba. Los aplausos reconocieron la espesa densidad y alto vuelo de sus reflexiones. Solamente Maduro podía haber escrito y dicho aquello sin rubor alguno. Yo estaba asombrado, me sentía independiente, autónomo, sin memoria, anti-imperialista. Su maestro, nuestro Comandante, agradeció el discurso de Maduro, y para que siguiera estudiando y esforzándose cada día más, le recordó su humilde pasado laboral, orgulloso de su pupilo, satisfecho de sí mismo y sus ejemplarizantes enseñanzas con palmeta en mano. ¡Viva el alumno; viva el Maestro!
Por: RUBÉN DE MAYO
@rubdariote
Correo: rub_dario2002@yahoo.es
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EL UNIVERSAL
jueves 12 de julio de 2012