“Cuando se abandona la democracia
la arbitrariedad no tiene fin”
En un artículo publicado por El Nacional el pasado 4 de marzo Simón Alberto Consalvi reseña el último libro de Henry Kissinger sobre China y dice, en el párrafo final: “Por ser de derecha Nixon visitó a Mao. La derecha estadounidense no se lo habría permitido a un demócrata. Así es el juego”. Este comentario me recordó un diálogo que tuve a mediados de los años setenta del siglo pasado con Orlando Letelier, canciller y último ministro de Defensa de Salvador Allende. El gobierno del general Augusto Pinochet había llegado a un acuerdo con el Gobierno de Bolivia que hubiera permitido zanjar la vieja y aún vigente disputa fronteriza entre los dos países y el problema de la falta de salida al mar del país inventado por Bolívar. Le pregunté a Letelier qué pensaba del acuerdo y me respondió, para mi sorpresa, que le parecía muy bien, porque ese era un asunto que sólo podían dilucidar los militares, ya que a un ningún civil se le permitiría tratar asuntos de soberanía. Y dado que los militares estaban en el poder no sería malo que resolvieran de una vez el litigio.
Orlando Letelier había llegado a Caracas luego de que Diego Arria viajó a Santiago de Chile y logró convencer al dictador chileno, no sé con cuales argumentos, de que lo liberara de la prisión en el campo de concentración de la isla de Dawson y le permitiera viajar a Venezuela. Una vez entre nosotros trabajó en el Centro Simón Bolívar, que presidía Arria, y en el Ministerio de Hacienda. Para ese entonces yo era jefe de Secretaría del ministerio. A Letelier lo había conocido en Chile desde que yo era niño, en los años cincuenta, cuando él había sido compañero de los jóvenes exilados venezolanos que estudiaban en la Universidad de Chile. (Después estuvo un tiempo en Venezuela en 1958, cuando se vino con ellos, pero pronto viajó a Estados Unidos para ser secretario del primer presidente del BID, Felipe Herrera).
Cuando llegó me tocó entregarle la planilla de ingreso al ministerio. La llenó en mi escritorio y repetía las preguntas y respuestas en voz alta. “¿Último cargo que desempeñó?”: Ministro de Defensa. “¿Razón por la que dejó de ejercerlo?”: Golpe de Estado. “Qué fue lo que más le gustó y disgustó en su último cargo?”.
En ese momento levantó la mirada y me dijo: “¿Esta última no la contesto, cierto? Le pregunté entonces qué impresión le había producido Pinochet, quien fue nombrado comandante en jefe del Ejército casi simultáneamente a su designación como ministro de Defensa. Me contestó sin vacilar: “No me gustó. Me pareció demasiado adulante. Me llevaba el maletín y me quitaba y ponía el abrigo”.
Poco tiempo después Letelier se fue a Washington, en donde había sido embajador de Allende. Antes, yo le había dicho que debía ser más activo en la oposición a Pinochet. Me respondió que en Venezuela no sería útil, porque entre los exilados había divisiones y su actuación representaría una nueva facción. Pero que en Estados Unidos podía ser efectivo y por eso se iba a mudar a Washington.
Durante su estadía en la capital norteamericana Pinochet le quitó, como a muchos otros ciudadanos, la nacionalidad chilena.
Asunto insólito, porque Orlando pertenecía a una de las familias de largo arraigo en el país.
No contento con eso, el dictador (o el jefe de su policía secreta, no está claro cuál de los dos dio la orden) lo mandó a asesinar en pleno centro de Washington mediante un acto terrorista ejecutado a pocos metros de la Embajada de Chile. Pusieron una bomba en el carro que manejaba y mataron también a su secretaria norteamericana. Así se conducían las dictaduras militares en América Latina. Lo que quedó plenamente probado en los juicios que se realizaron en Estados Unidos.
Inicialmente me pareció tan absurdo y tan torpe que le hubieran quitado a Letelier la nacionalidad antes de ejecutarlo que llegué a dudar de que la dictadura hubiera sido la asesina. Pero posteriormente la evidencia resultaba irrefutable. El agente fue un norteamericano ligado a Chile, miembro de los servicios secretos de la dictadura, que ahora cumple una suave condena con una identidad trocada.
Todo lo cual enseña que cuando se abandonan los métodos democráticos la arbitrariedad no tiene fin y puede llegar a los actos más abyectos con tal de mantener en el poder a quienes tienen el monopolio de las armas. América Latina y Venezuela, lamentablemente, tienen esa experiencia, que nos ha hecho perder a hombres valiosos como Orlando Letelier y nos ha obligado a enfrentar a tiranos como el general Augusto Pinochet Ugarte.
Por: EDUARDO MAYOBRE
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