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ALBERTO BARRERA TYSZKA: La ilusión de lo real



“La fábrica de afectos
no se detiene…”

 

El Estado se ha convertido en una industria y Chávez se ha convertido en su mejor mercancía.

Desde el Gobierno, se está desarrollando un culto a la personalidad jamás visto en nuestra historia.

Comencemos por una constatación: ni un órgano. Ni el nombre de un órgano. Ni eso tenemos. No sabemos si es el páncreas, si es la próstata; si es la pelvis, el duodeno, la vejiga.

Solo contamos con una vaguedad a la altura de la cadera, una sombra, un “por allá abajo” de tía curandera, tan poco clínico, tan escasamente siglo XXI. Desde junio del 2011, hasta ahora, seguimos más o menos igual. No deja de ser paradójico que en plena democracia participativa, en la nueva sociedad transparente, con comunicaciones comunitarias, horizontales y alternativas, con información oportuna y veraz, los venezolanos todavía no sepamos qué le pasa exactamente al Presidente, qué le duele, dónde le duele, cuál es su lesión.

Por eso, supongo, aparece de pronto alguien como el Doctor Marquina. Nadie sabe muy bien de dónde viene. Es una suerte de éxito del verano, un baile de bata blanca y estetoscopio, una sensación del Twitter cuya veracidad y legitimidad se basan solo en un adverbio: supuestamente. Ese es su título, su posgrado, su residencia. Un adverbio enmarcado y colgado en una pared. Supuestamente sabe. Supuestamente, está cerca. Supuestamente conoce.

Supuestamente le dijeron. O tiene alguien de confianza que ve, que escucha, que le cuenta.

Supuestamente, por supuesto. Todo es así. Y, entonces, de repente, una especulación se presenta como contundente tratado clínico ¿Qué diagnóstico complejo cabe en ciento cuarenta caracteres? Pareciera un chiste del destino: la fuente más confiable y atinada, durante todos estos meses, es una columna que se llama precisamente runrunes.

En ese espacio donde el periodista Nelson Bocaranda Sardi suele mezclar voces, dimes y diretes, informaciones y suspicacias del acontecer nacional, es donde han aparecido las informaciones que a la postre han resultado más cercanas a la realidad. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española ofrece, entre otras, esta definición de la palabra “runrún”: “ruido confuso de voces”.

Esa ha sido nuestra mayor claridad. Casi, más bien, que la única claridad que hemos tenido.

Solo se nos permite acceder a la verdad a través del murmullo.

Porque la información oficial no existe. Es una sola voz, hablando cuando quiere y como quiere. Es el Presidente diciendo cómo se siente, viviremos, aquí vamos, en la lucha, pa´lante, comandante. La información oficial es un ánimo.

Se resiste a ejercer el lenguaje clínico. Se niega a entrar en otra retórica que no sea la suya ¿Qué nos ofrece a cambio? Emoción. Mucha emoción.

Emoción a toda hora. En vivo y directo. También en diferido. Al mayor y al detal. En paquete y en cadena. Emoción en todas las formas y tamaños posibles.

Basta ver la cantidad de piezas publicitarias que transmite continuamente la televisión pública, algunas de las cuales también aparecen, según manda la ley, en los canales privados. Desde el Gobierno, se está desarrollando un culto a la personalidad jamás visto en nuestra historia. El Estado se ha convertido en una industria y Chávez se ha convertido en su mejor mercancía.

No es algo nuevo, lo sabemos. Pero nunca había alcanzado estas dimensiones.

Tuvimos un clímax importante el año pasado, cuando el Presidente regresó “curado”. Tuvimos misas de todos los colores. Misas, remisas y requetemisas. Ni uno solo de los dioses conocidos se perdió la fiesta. No se trataba de un asunto de quimioterapias y jeringas. Era algo más allá. Más que una cura habíamos asistido a una salvación. El dios pueblo, a nombre de todas las cortes celestiales, lo había ungido. El milagro estaba hecho.

Los hijos de Bolívar por fin teníamos ante nuestros ojos un espectáculo de resurrección.

El regreso de la lesión fue también el regreso del silencio. De eso no se habla. El país otra vez se ha contagiado de una forma de vivir la enfermedad. Todo vuelve a trastocarse. Tanto que, incluso, lo natural es visto como morboso.

El cuerpo nuevamente es un misterio impúdico. Que nadie pregunte. Que nadie sospeche. Que nadie diga nada. La necesidad de saber puede ser un pecado, una traición, un delito, una vergüenza…cualquier cosa menos la simple y honesta necesidad de saber.

El poder olvida que la verdad siempre es terapéutica.

Seguimos sin saber qué pasa. A cambio, la fábrica de afectos no se detiene. La televisión no descansa ni un segundo. El Presidente llora en la misa. El Presidente le pide a Jesús su corona de espinas, su cruz. El Presidente quiere ser un sacramento. La emoción debe ser cada vez más grande. Hasta que lo real solo sea una ilusión. Hasta que ya no haga falta el contenido.

Hasta que ya a nadie le importe la información.


ALBERTO BARRERA TYSZKA
abarrera60@elnacional.com
Política | Opinión
EL NACIONAL