Tiempos de cambio
Diez años han transcurrido desde el 11 de abril de 2002. Mucha agua ha pasado bajo el puente y los venezolanos seguimos sin pasar una de las páginas más dolorosas de nuestra historia, porque no sólo se produjo un golpe de Estado, sino que murieron compatriotas de lado y lado en una confrontación sangrienta, en la cual, además de las vidas humanas sacrificadas, hubo otra gran víctima: la Constitución de 1999, aprobada mediante referéndum popular, luego de un amplio y abierto debate dentro y fuera de la Asamblea Nacional Constituyente, de la cual, por cierto, formé parte.
Después de una década, cada quien defiende la versión que se adapte más a sus punto de vista político. Y allí hay poco espacio para que podamos construir una verdad en la cual nos veamos reflejados todos los venezolanos. Cada quien lleva en su memoria el pedazo de película que le tocó vivir. Yo tengo el mío. Está intacto, y el hecho de que hoy no apoye el gobierno de Hugo Chávez no implica para nada hacer concesiones a favor de quienes aprovecharon el innegable descontento existente en buena parte de la sociedad para dar un golpe de Estado. No puede haber otro calificativo para el “Carmonazo”. Definitivamente, el camino para los cambios debe ser, tiene que ser, democrático.
En la madrugada del día 14, el Presidente regresó triunfante a palacio, crucifijo en mano.
Fue muy humilde y conciliador en sus palabras. Estaba tan cercano a Dios como dice estarlo por estos días, cuando ha hecho gala de un profundo espíritu cristiano para pedirle al Señor que le dé vida, aunque sea para llevar una corona de espinas y la cruz, si es preciso.
Su actitud autocrítica dejaba entrever que la responsabilidad por el golpe no era achacable en exclusiva a quienes apenas tomaron brevemente el poder y derogaron la Constitución, disolvieron la Asamblea Nacional y el resto de las instituciones fundamentales del Estado. Eran días de mucha reflexión presidencial. Todavía el abanico de factores políticos y sociales que apoyaba al Presidente era amplio y diverso, y apenas se habían producido algunas disidencias como la de Luis Miquilena y otros dirigentes del viejo MVR, un sector del MAS e individualidades como Francisco Arias Cárdenas, Hermann Escarrá y Pablo Medina, entre otros. En la oposición, a pesar de la derrota de abril, había resistencia a renunciar a una línea política fundamentalmente insurreccional.
Quizás esa línea opositora ayudó a cohesionar al chavismo, y a darle justificación a un modelo político que probablemente siempre estuvo en la mente y en el corazón del presidente Chávez: un gobierno y un partido bajo un liderazgo único, vertical, mesiánico, autoritario y alérgico al surgimiento de una dirección colectiva. Y a ese modelo le quedó apretada la carta magna de 1999. Algo así como un zapato 42 en un pie 45. Por eso la fallida reforma constitucional de 2007, a partir de la cual comenzó mi separación paulatina del Gobierno. Por eso el nacimiento de un Partido Socialista Unido de Venezuela en el cual el gran elector y decisor es el dedo índice del jefe del Estado. Por eso la ficticia autonomía de poderes en medio de la cual estamos. Por eso la exclusión de la cual son víctimas quienes se resisten a entrar por el aro de la incondicionalidad o quienes se rehúsan a seguir en él.
Hoy el Presidente le pide a Dios que le dé vida. Lo acompaño en esa petición, pero a cambio le exijo a Chávez que ayude a bien morir esa forma de gobernar impuesta por él y consentida por quienes le acompañan tanto en el Ejecutivo como en su partido. Abril no puede seguir siendo la palabra esgrimida para justificar el abuso del poder, la exclusión y la división, tres de las tantas coronas de espinas que lastiman a la Venezuela de hoy.
Por: VLADIMIR VILLEGAS
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