“Ninguno de ellos está
ungido por el Señor..”
■ Él no termina de señalar al sucesor y ellos se destruyen en un guerra inútil y silenciosa
El problema de los delfines rojos es su imposibilidad de asumirse como tales. Primero, porque ninguno está ungido por su Señor, al menos públicamente y segundo porque esa condición ambigua de ser o no ser los somete a un conflicto de personalidad y al dilema entre el deseo y la lealtad. “Yo quiero ser como Ariel, yo quiero ser como él…” se adelantaría en medio siglo el Maestro Billo, con su pegajoso estribillo, a este drama con ribetes hamletianos. Drama en el que los muchachos se debaten entre su amor al Padre y sus hasta poco tiempo adormecidos instintos de poder.
Pero pongámonos en su lugar para ver cómo la están pasando. En el origen aquí no había delfines, ni sucesores, ni herederos. El sol brillaría por siempre jamás y el proyecto, como todos los concebidos en la desmesura de los iluminados, sería para siempre, es decir eterno. Quizás, en el fondo, el Creador no aspiraba a tanto y estaría consciente de su condición humana, pero quedaban tantos años por delante y tanto por hacer, que el tema quedaba fuera de agenda.
De manera que si alguien asomaba la nariz (y la de los delfines se cierra cuando se sumergen) se la bajaban a palazos (Gato Briceño, Falcón), carcelazos (Baduel), sumisiones humillantes (Arias Cárdenas). Por tanto, las aspiraciones contra natura, a lo sumo, eran sólo cosa de pensamientos recónditos, ocultos en el último rincón del cerebro, porque los poderes del Señor incluyen la facultad de leer la mente de los hombres, sobre todo de sus hombres y claro, de sus mujeres y en ese caso lo mejor es no pensar en imposibles y así evitarse problemas.
El resultado de todo eso es la existencia de un equipo de Gobierno cuya mejor virtud es la sumisión y su capacidad de ejecutar las órdenes de la manera más eficaz, sin chistar. Conformado el gabinete por esa cuerda de nulidades cuya capacidad para tomar decisiones, imaginar escenarios y resolver problemas se encuentra totalmente atrofiada, porque siempre están pensando por ellos, nadie puede concebir que de allí emerja un sucesor capaz de ganar unas elecciones presidenciales.
Pero lo peor de todo esto es que esa manera de concebir la forma de gobernar persiste como si no estuviera pasando nada. En la medida en que aparecen cada vez más y mayores evidencias de que el Señor es un mortal, como cualquier otro, así mismo se acrecienta el culto a la personalidad, se extrema su dependencia hacia él y se eleva a la condición de semidiós. Pero mientras él no termina de señalar al sucesor, como si nada estuviera pasando, los delfines se destruyen a dentelladas en una guerra inútil y respetuoso silencio, trenzados en la contradicción insalvable: con él quizás sobreviva. Sin él (lo que quiero) no soy nada.
Por: ROBERTO GIUSTI
Politica | Opinión
EL UNIVERSAL
martes 3 de abril de 2012