El Tejado Roto
Mi amiga vive en Francia, donde estudia, trabaja, escribe y sueña. No emigró sino que cambió de domicilio, de barrio. Conserva sus amistades, sus lazos familiares y sus vínculos con el mundo académico. Ocasionalmente la invitan a seminarios y talleres, pero también es parte de su rutina existencial saborear las empanadas margariteñas y el auténtico pastel de chucho, con los plátanos en su punto exacto y su toque de ají dulce, tan ajeno a la cocina parisiense.
Invitada por una universidad atravesó el Atlántico en un vuelo convencional y sin contratiempos en uno de esos aviones de gran capacidad.
Desde unos años para acá, desde que funciona la conexión Caracas-Teherán, han disminuido los pasajeros provenientes del Medio Oriente, que, casi todos hombres, desaparecían tan pronto se bajaban en Maiquetía. Alguien muy eficiente se los llevaba por algún pasillo misterioso. Quizás uno de ellos era el que a los pocos días gritaba en las calle de la urbanización: “Zapatero, zapatero” (o de la cuadrillas de expertos que rastrean vetas de uranio en el triángulo Portuguesa, Barinas y Cojedes). Ahora, desde que se han estrechado las relaciones con Pekín, la mayoría de los asientos los ocupan chinos, tanto hombres como mujeres.
A la vista está que no son viajeros frecuentes. Tímidos y recelosos, se entienden principalmente por señas con quienes les ofrecen jugos, café y que escojan entre carne o pollo como plato principal. La mayoría viene en mangas de camisa y pantalones de dril, de caqui, que se han popularizado tanto que en el marcado de ropa los llaman “pants chinos”.
En Maiquetía formaron un grupo compacto que sorpresivamente hizo la cola ante las taquillas reservadas para los venezolanos.
Todos portaban el pasaporte marrón vinotinto con el escudo del caballito que ahora corre hacia la izquierda, como si se hubiera asustado del futuro. Mi amiga, que es socióloga y que sabe de migraciones, imperialismos y deslaves, intentó entablar conversación con una muchacha que mantenía los ojos fijos en el documento de identidad. Le preguntó si venía a ver a su familia. Silencio. Le repitió la pregunta en francés. Silencio. Insistió en inglés, y en un “broken english” le farfulló: “I don’t speak spanish”.
Visto el fracaso, intentó hablar con otros de los paisanos que estaban en la cola y ninguno pudo contestarle con ese cantaíto que tienen los venezolanos al hablar.
Venían por primera vez y el papel que los identificaba era tan novedoso para ellos como el color del piso del terminal de pasajeros. Quizás en los convenios secretos firmados con el Gobierno de China existe una cláusula de intercambio de ciudadanos. Vendo chinchorro criollo hecho en Shaghai, no pregunte.
Por: RAMÓN HERNÁNDEZ
@ramonhernandezg
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