“Pilar Donoso mete la mano en la herida
de su pasado buscando encontrarse..”
…Un doble pasado, su madre biológica que la había dejado a los tres meses de edad en un hogar de adopción en España…, y la vida y los secretos de sus padres adoptivos.
Pilar Donoso, a quien nunca conocí más que a través de su libro de memorias Correr el tupido velo, se había excusado de asistir a la ceremonia en la que recibí el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en Santiago de Chile, instituido por la Universidad de Talca en memoria de su padre, uno de los grandes escritores latinoamericanos del siglo XX, autor de novelas de primera línea como Coronación y El obsceno pájaro de la noche.
No recuerdo ahora cuál fue su excusa, pero es que ya se hallaba con un pie en la otra dimensión, esa dimensión vacía de los ruidos del mundo y de paredes desnudas a la que se trasladan los suicidas antes de dar el paso final, un cuarto de hotel desolado donde los pesados muebles apenas caben, como esos de los cuadros de Edward Hopper, las maletas que ya nunca serán abiertas depositadas en el piso y la muchacha que sentada sobre la cama en ropa interior lee lo que parece ser la carta de despedida de un amor perdido, pero que no es sino el itinerario de trenes en busca del que habrá de llevarla donde al fin quiere ir sin equipaje, sin ni siquiera volver a vestirse.
La ceremonia de entrega del premio fue el sábado 12 de noviembre en la Feria Internacional del Libro de la Estación Mapocho. Yo partí a Madrid el domingo al mediodía. El lunes, cerca de las 4:30 de la tarde, Pilar bajó de su departamento en el tercer piso de un edificio de la calle de Los Leones, en Providencia, y el portero declara que parecía recién levantada de la cama. Regresó al poco rato cargando unas bolsas del supermercado Ekono.
El martes ya nadie la volvió a ver. Su tía Luz Larraín, que tenía llave del departamento, entró como a las 8:00 de la noche, vio que la puerta de su dormitorio estaba cerrada, y se sentó en la sala a esperar; pero después de una hora el silencio seguía tras la puerta y bajó a buscar al conserje mientras todo Santiago se hallaba pendiente del partido de fútbol entre Chile y Paraguay, en la ronda de eliminatorias para el Mundial de Brasil de 2014, a ver qué iba a pasar porque el partido anterior contra Uruguay resultó en un desastre, una goleada de 4 a 0 con cinco de los seleccionados suspendidos por presentarse al entrenamiento con aliento alcohólico.
Ese tema había estado de por medio en la conversación en casa de Antonio Skármeta, que como buen hincha patriótico resentía la derrota y acusaba al entrenador Claudio Borghi de intransigente, una regañada bastaba, pero una suspensión era excesiva y, ya se había visto, catastrófica; mientras Norita, su mujer, como buena alemana, lo contradecía, sin disciplina no se va a ninguna parte. Pero a esas alturas, cuando la tía de Pilar, preocupada, está hablando con el conserje de buscar un cerrajero, Chile va ganando a Paraguay por 1 gol a 0, es el intermedio del partido y el conserje puede despegarse del televisor sin refunfuñar mucho.
¿Habrá un cerrajero en toda la ciudad que no esté sentado también frente al televisor? Ella telefoneó a su marido que encontró al cerrajero, y también llamó a los carabineros. La puerta fue abierta por fin a las 11:00 de la noche, ya cuando Chile había vencido a Paraguay 2 goles a 0 y una multitud celebraba en la Alameda agitando banderas. Para entonces las hijas de Pilar, Natalia y Clara, habían llegado al apartamento. La hallaron tendida en la cama, con el control remoto del televisor en la mano, como si aburrida de la programación tras hacer zapping inútilmente en busca de algo atractivo lo hubiera apagado para quedarse luego dormida. Según el dictamen forense, su muerte se produjo diez horas atrás, es decir, cerca de la 1:00 de la tarde de ese martes, y la autopsia reveló que a causa de “una intoxicación medicamentosa”.
Correr el tupido velo es un libro estremecedor. Pilar mete la mano en la herida de su pasado buscando encontrarse; un doble pasado, su madre biológica que la había dejado a los tres meses de edad en un hogar de adopción en España y cuya vida ignorada buscaba conocer, y la vida y los secretos de sus padres adoptivos, ocho años hurgando entre los diarios de Donoso depositados en la Universidad de Princeton, y entre lo que vino a hallar estaba el esbozo de una novela en la que una hija descubre los diarios personales de su padre y después de leerlos se suicida. Un espejo de viejo azogue carcomido en el que se vio y ya nunca más pudo dejar de asomarse a aquel abismo de turbios reflejos. El padre muerto que llama a la hija para que cumpla el destino que como personaje le ha asignado en la novela.
Ha vivido al lado de unos seres humanos complicados, como ella misma dice, y por medio de su libro busca reconciliarse con ellos, unos seres que la vida puso en su camino cuando la encontraron en un orfanato, y no busca ajustar cuentas, sino comparar cuentas; saber, entender, comprender, ponerse en paz. ¿Pero lo consigue? Mi identidad estaba en ellos, no tenía por qué buscarla en otra parte, le dice a Juan Cruz en la presentación del libro en Casa de América en Madrid, el 28 de septiembre de 2010. ¿Pero la encuentra? En su voz apagada de doble acento español y chileno hay pesadumbre, una cierta fatiga que no puedo dejar de notar ahora que me siento a ver el video de esa presentación, triste Pilar hasta cuando ríe. Juan le dice que hay una triple delicadeza en el libro, ética, psicológica y literaria, y es cierto, pero no puede tampoco dejar de haber desasosiego para quien se asoma a una tumba sin quietud, aunque su intención sea, como ella afirma, dejar atrás los fantasmas molestos que sigue cargando, el del padre atormentado, el de la madre alcohólica. Un padre que alguna vez le ha dicho: “Eres más madre mía que yo padre tuyo”; y mientras lo recuerda, tras la ventana de cortinas de gasa que está a sus espaldas, ha caído ya la noche en Madrid.
El viaje de Pilar a Ítaca es el viaje de regreso a Calaceite, el pueblo de Teruel donde vivió los años más dichosos de su infancia, al menos en sus recuerdos, porque la memoria falsifica también la dicha; un viaje que ya no pudo hacer sino en la muerte, la moneda de cobre en la mano para pagar el óbolo al barquero. O dentro de la boca, en la lengua, como las palabras.
Por: SERGIO RAMÍREZ
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