Un minuto de silencio, digo…
Seguramente eso anhelaban los presidentes latinoamericanos tras su excursión al mundo interno de su anfitrión, desplegado bajo el paisaje militar con el que se definió la atmósfera del encuentro, o de la comparecencia, más bien. La reclusión en una instalación militar es la metáfora definitiva, puntuada por la desagradable intromisión de la realidad bajo forma de cacerolazo y el intempestivo maquillaje con cohetones. Lo que no era, de paso, sino la continuación natural del setting o puesta en escena que le había precedido, y que tiene la curiosa particularidad de haber convertido el proceso mismo de maquillaje de esta ciudad tan detestada por el poder en una forma de castigo político, trastornando el tránsito, suspendiendo su aliento cotidiano, rompiendo su difícil rutina. Nada de esto escapó a los observadores extranjeros, por más solicitación que les hicieran los negocios que allí se dirimieron.
El mensaje es desconcertante: el régimen proclama integración, pero con otros gobiernos, mientras preside la desintegración interna, frente a la que opera con el reflejo de las dictaduras: el silencio. La desinformación. El rumor.
Intentando amarrar la apariencia de normalidad. Las delegaciones extranjeras deben haber tomado nota de esa voluntad de aislamiento, y también del contraste entre lo que se acaba y lo que comienza. Entiendo que no es casual que Venevisión haya planificado el debate entre los precandidatos de la unidad justo para ese fin de semana, que el Gobierno habrá fantaseado como un momento de brillo político que opacaría a la alternativa democrática. Pero el saldo terminó a favor de la democracia: aun constreñidos al formato sensacional y a las intenciones frívolas (y a las malas intenciones de ciertas preguntas), los precandidatos se presentaron ante el país, enviaron sus mensajes, y convocaron una audiencia récord. Y se diferenciaron de ese mundo peculiar y perverso al que se quiere reducir a la sociedad venezolana, auxiliados por ese desafuero agónico que fue el encuentro internacional. Hablaron por nueve minutos mientras la cuenta del autócrata lleva miles de horas, ciertamente, pero dijeron lo que las anécdotas y los arrebatos con las que se llena la “hegemonía comunicacional” tratan de ocultar: que hay voluntad de poder y organización para el cambio.
Por supuesto, el formato estrangulador de la puesta en escena, pensada como para remedar un reality show que propiciara eliminatorias y rivalidades infantiles, dejó a los espectadores con ganas de seguir oyendo, y no queda duda de que son otros los escenarios que hay que desarrollar para eso, desde el debate verdadero hasta las conversaciones públicas con todos los sectores.
Pero el caso es que la campaña está movilizando, está generando su propia gramática y los precandidatos están definiéndose cada vez más como una oferta real. Mientras tanto el Gobierno, con esa enfermedad de su supremacía moral, se ha desconectado de esa dinámica y recurre a los esbirros del insulto para ripostarle, desconociendo que ya hay una ruptura profunda, irreparable, con ese país que alguna vez tuvo en sus manos, hipnotizado por una retórica que ya no tiene quien la enuncie.
Mientras escribo se cumplen trece años de la elección que llevó al señor Chávez al poder. Y es una hora melancólica. Nadie conmemora si no es con el patetismo de la oportunidad perdida y la certeza de que el país es el escenario de una catástrofe ya pasada.
Por: COLETTE CAPRILES
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