¿La Hacienda Pública
sin ningún control ?
El miércoles pasado, Hugo Chávez ordenó aumentar en 50 por ciento los sueldos al sector militar. Al día siguiente, acusó a la oposición de odiar a los hombres y mujeres de uniforme. Ese mismo jueves, los empleados de la misión Negra Hipólita protagonizaban una airada protesta de camisas rojas contra el Gobierno porque desde hace tres meses no les pagan el sueldo. Más allá de la desmesura de una situación que refleja indiferencia por lo de abajo y temor a posibles deslealtades en el universo castrense, el incidente sirve para entender mejor cómo se gobierna a Venezuela desde hace 12 años. Una desmesura que además ilustra a la perfección el hecho nada disparatado o casual de que “la patria es una torta”, como señalaba Simón Alberto Consalvi en su cuenta de tweeter. “A quien parte y recomparte le toca la mejor parte.” En un principio, su discurso de redentor implacable de todos los males sociales de Venezuela le imprimió al liderazgo de Chávez un carácter carismático. Tiempos gloriosos que en tres años se disolvieron en la tormenta generada por la insuficiencia de su gestión de gobernante, por la más espantosa burocratización de la acción pública y por una corrupción creciente y desenfrenada.
La cura para estos males fueron las llamadas “misiones sociales” que, según confesión del propio Chávez, él y Fidel Castro inventaron para contrarrestar los efectos “del golpe y todo el desgaste aquel, la ingobernabilidad, la crisis económica, nuestros propios errores, y hubo un momento en que estuvimos parejitos (con la oposición) o cuidado si por debajo… Entonces empezamos a inventar las misiones y empezamos a remontar en las encuestas… No hay magia aquí, es política (sin la menor duda, digo yo, populismo en su más elevado grado de expresión), y vean cómo (y adónde, me gustaría agregar) hemos llegado.” Desde entonces, misiones y revolución son las dos caras de la moneda chavista. Ambas llegaron de la mano y ambas están ahí, a la vista de todos, y de acuerdo con Chávez, para quedarse. Millones y millones de venezolanos que de una u otra manera se nutren de un socialismo grosero, disfrazado de milagro de la multiplicación de los panes y los peces para ir construyendo sobre esta doble mentira los cimientos de una base social que podrá estar todo lo descontenta que se quiera, pero que a la hora de votar es probable que lo hagan por Chávez. No en balde, como ahora acaba de hacer con el sector militar, a todas horas les recuerda a los venezolanos que dependen de su prodigalidad, que la oposición odia a los pobres y que si llegasen a recuperar el poder político, lo primero que harían sería arrebatarles lo que la revolución les ha dado.
Esta es la gran trampa electoral del chavismo. Darle a Chávez el voto, aunque sólo sea para no perder la esperanza de resolver algún día las grandes dificultades de la vida diaria, cerrarle a la oposición el camino a cal y canto bajo la consigna de ¡No volverán!, y obligar a los aspirantes a derrotar a Chávez en las urnas de octubre a emprender una carrera imposible por ofrecerle a los venezolanos de menores recursos, chavistas o no, satisfechos o descontentos, más prebendas de las que les promete Chávez. Una carrera sin fin de irreales propuestas electorales, que no conduce a la oposición a ninguna parte, entre otras razones, porque los olvidados de siempre sencillamente no se las creen. En definitiva, ante más de lo mismo, los humanos prefieren malos conocidos que buenos por conocer.
A este crudo populismo clientelar, al que Chávez ha sabido añadirle el ingrediente mágico de su lucha a muerte contra el cáncer para provocar una mezcla de piedad por el enfermo heroico y de temor ancestral ante la posible pérdida del padre protector, debemos incorporar otros tres factores decisivos.
El primero es, por supuesto, la administración personal y sin ningún control de la Hacienda Pública. El segundo, la sumisión absoluta de los poderes públicos y de una Fuerza Armada cuyos jefes nos advierten a cada rato que las tropas bajo su mando jamás reconocerían una derrota electoral de Chávez. Por último, la creciente hegemonía comunicacional, que cada día acerca más al régimen al supremo ideal fascista del pensamiento y el mensaje únicos.
¿Qué hacer entonces ante esta situación? ¿Competir con Chávez en el absurdo torneo de quién da más, o asumir con audacia e imaginación el inmenso desafío de romper el cerco que nos induce a conformarnos con la derrota a cambio de ganar algo, por poco que sea, para no morir políticamente en el intento? A esto parece reducirse por ahora el dilema opositor.
Por: ARMANDO DURÁN
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EL NACIONAL