“Nadie se alegra de la muerte de otra
persona, en la vida virtual…”
En la vida real, cuando muere un dictador, la gente reacciona de 2 maneras: con alegría, la mayoría; y con tristeza, la minoría.
Con alegría reacciona el pueblo oprimido por el despotismo del gobernante. Es tal la alegría que parece increíble que la gente sienta hasta euforia ante la muerte de esa persona. Y una sola es la razón: la sensación de libertad en esos seres humanos que nacieron para ser libres.
Y con tristeza reacciona el grupito de compinches. Pero, más que tristeza, es pánico ante los acontecimientos, similar a las cucarachas en desbandada al encender la luz. Por una sola razón: es impredecible la actitud de los pueblos oprimidos al acabar con las dictaduras.
El ejemplo más reciente de la muerte de un dictador es Gadafi, en Libia. Murió como vivió: en la violencia.
Gadafi gobernó 42 años, después de un golpe de Estado. Aplicó su política socialista para nacionalizar toda la empresa privada, incluyendo los pequeños negocios familiares. Y cambió al panarabismo, prosovietismo, anticomunismo, panislamismo y al panafricanismo en fracasada integración.
Fue aliado de países terroristas, incluyendo su apoyo militar con 3 mil soldados al sanguinario dictador Idi Amín, en la guerra Uganda-Tanzania. Y también fue acusado de varios crímenes relacionados con el terrorismo y crímenes de guerra contra su propio pueblo, incluyendo la muerte cruel de su opositor Athman Zarte, ahorcado y paseado en un camión de basura.
Ante la muerte violenta de Gadafi, el pueblo libio hizo fiesta. Pero los compinches la calificaron de magnicidio, a pesar de su historia tan siniestra. Y hasta lloraron de tristeza pero con lágrimas de cocodrilo porque, al fin y al cabo, su muerte evitó que en el juicio en los tribunales internacionales se hubiese hecho pública la lista de sus aliados con sus tracalerías, incluyendo a los chavistas y su fastuoso regalo: la réplica de la espada de Bolívar, entre otros.
Otros dictadores han tenido idéntico final.
Benito Mussolini en Italia, aliado de Hitler en la Segunda Guerra Mundial, acusado de crímenes de guerra con armas químicas; fue fusilado y colgado. Adolfo Hitler en Alemania, protagonista de la Segunda Guerra Mundial, que costó la vida de 55 millones de personas, 12 millones a mano de los alemanes; muerto por suicidio. Keneally. Saddam Hussein, acusado de crímenes contra la humanidad, en Irak; fue colgado. En América: Leonidas Trujillo, acusado de crímenes políticos de miles de personas en República Dominicana; muerto en atentado. Anastasio Somoza García en Nicaragua, acusado de varios crímenes políticos; murió en atentado. Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez de Venezuela, autores de persecución y crímenes políticos; muertos por causas naturales. Y los que faltan.
Pero todos los dictadores están unidos por el mismo error: creen que serán eternos. Eternos en el poder, en la ideología y en la vida. Y con la misma ilusión: hacer historia, que logran hacer realidad pero en el lado oscuro de la vida.
Faltaría saber si antes de morir también lograron seleccionar algún epitafio para su tumba.
Por ejemplo: si no viví más, fue porque no me dio tiempo. Marqués de Sade.
O, no es que yo fuera superior. Es que los demás eran inferiores. Orson Welles.
O, esto es lo que les pasa a los chicos malos. Alfred Hitchcock.
Pero, el final siempre será el mismo: los dictadores también mueren.
Gracias a Dios.
Por: FRANCISCO RIVERO VALERA
riverovfrancisco@hotmail.com
@friverovalera
EL UNIVERSAL
viernes 28 de octubre de 2011