“El 12 de febrero aún está lejos…”
■ Para muchos, demasiado lejos. No obstante, la campaña electoral para las primarias de la oposición ya está en marcha.
El hecho es irreversible, pero exige que al menos hagamos un breve alto en el camino para analizar las consecuencias que puede provocar este apresuramiento. A pesar de la enorme importancia que tiene el decidir a tiempo quién será el candidato que enfrentará en nombre de una oposición unida a Hugo Chávez o a su sucesor en las urnas el 7 de octubre de 2012, lo cierto es que de la calidad que se le sepa imprimir a estas primarias dependerá en gran medida el éxito de los partidos políticos para embriagar a la sociedad civil y movilizarla por el camino que le permita emprender, con verdadera opción de triunfo, la muy difícil y común tarea de derrotar al régimen y restaurar la democracia pacíficamente.
La gravedad que encierra esta reflexión no se puede poner en duda. Lo he conversado con algunos precandidatos y ellos parecen estar de acuerdo. La primera condición que debemos propiciar para ganar las elecciones presidenciales de 2012 tiene mucho que ver con el grado de participación ciudadana en estas primarias. Una masiva presencia de electores en febrero garantiza que el pueblo opositor, fortalecido por haber participado en la consulta de ese día, regrese a sus casas entusiasmado por haber asumido el compromiso político de hacer lo que haya que hacer para facilitar el triunfo del candidato unitario de la oposición en octubre del año que viene. Una escasa afluencia de electores, en cambio, ahondaría el letargo de varios sectores de la sociedad civil y marcaría una pauta de inevitable derrotismo, con efectos fatales el 7 de octubre.
Dos factores tendrán mucho que ver con la participación o no del pueblo opositor en estas primarias. La primera, por supuesto, es el triunfalismo. Por alguna extraña razón (o sinrazón), en el corazón de una gran mayoría de venezolanos desesperados se ha asentado la equivocadísima idea de que el desastre que genera a diario la gestión presidencial de Chávez engendrará un voto castigo tan abrumador y tan irrefrenable que nadie podrá eludir su derrota electoral o impedir que el candidato opositor asuma la Presidencia de la República en enero de 2013.
A la consolidación de esta engañosa interpretación de la realidad político-electoral contribuye una eventualidad tampoco fácil de solventar. Históricamente, los partidos políticos venezolanos han hecho hasta lo imposible para no escoger a sus candidatos por la vía democrática del voto. Sin embargo, no ha sido esta obsesión de las cúpulas partidistas por ejercer un control absoluto del poder interno el único motivo para negarse a celebrar elecciones primarias.
También ha existido el temor de que la presencia de candidaturas internas en disputa electoral abierta propicia la aparición de indeseables facciones en el seno del partido que sea, como ocurrió con las elecciones internas de Acción Democrática al seleccionar a su candidato para las elecciones de 1988, o incluso la división, como ocurrió en Copei a la hora de escoger candidato para 1993.
En el momento actual, los precandidatos y los dirigentes de la oposición realizan un esfuerzo supremo para no caer en esa trampa del divisionismo. Plausible propósito de mantener la unidad por encima de cualquier lógica discrepancia, pues el único y supremo valor del momento es precisamente esa unidad.
Tanta “unidad”, sin embargo, ha acarreado un inconveniente potencialmente letal. Que se hayan puesto de acuerdo entre sí o no es indiferente, lo que queda claro es que el mensaje que transmite cada uno de ellos se presenta peligrosamente idéntico al del otro.
Esta coincidencia, en la práctica electoral, encierra el germen del más mortal peligro político posible: el aburrimiento. Creer que en este dramático momento de la historia nacional, con una crisis total insoluble mientras el país siga en manos de un gobierno autoritario, excluyente, incapaz y corrupto, es imposible que Chávez sea reelegido por tercera vez, y si a eso le añadimos la guinda de que todos los precandidatos nos dicen exactamente lo mismo, entonces, termina preguntándose uno, ¿para qué voy a votar en estas primarias? La experiencia nos indica que este razonamiento conduce directamente a la abstención y la derrota.
¿Cuál sería, pues, la solución? ¿Desatar una guerra feroz entre candidatos que persiguen un mismo fin, con el único objetivo de animar a la concurrencia, o seguir avanzando sin avanzar por la senda del bostezo y el desinterés? La próxima semana trataremos de despejar la incógnita.
(II)
Nadie desea que los precandidatos de la oposición intenten conquistar el triunfo del 12 de febrero sobre el cadáver de sus adversarios. Eso sería una catástrofe. Sin embargo, aferrarse al empleo de la más terminante asepsia política y seguir al pie de la letra un discurso común cuyas líneas maestras parecen haber sido fijadas por un mismo y distante equipo de asesores, también puede terminar en catástrofe.
Quizá por esto los precandidatos que hoy tienen mayor opción de triunfo coinciden al plantear los puntos centrales de sus programas de gobierno. Programas y mensajes que una vez más son la acostumbrada e inútil lista de buenas intenciones, confeccionadas a partir de la opinión que recogen empresas encuestadoras cuyos propietarios y directores, en lugar de limitarse a hacer su trabajo de recopilar información y tabularla, ahora, ¡lo nunca visto!, también han decidido ser analistas de sus propias encuestas y hasta consejeros políticos de sus clientes.
El efecto más devastador de este peligrosísimo pagarse y darse el vuelto es que arrastra a los precandidatos a repetir la increíble promesa de solucionar en tiempo récord los principales problemas que acosan a los electores.
¿Reducir la criminalidad en tanto por ciento en menos de dos años? Sí, hombre, sí, por supuesto que sí. Todos estamos de acuerdo con esas metas y propósitos, que en definitiva resultan lugares comunes universales. Lo que en verdad quisiéramos escuchar es cómo cada precandidato piensa llevar a cabo la proeza.
El segundo error es suponer que si nos salimos del ámbito estrictamente técnico de la sustitución de unas políticas públicas equivocadas por otras, caeríamos en un debate ideológico innecesario y hasta contraproducente, como si la ideología no fuera precisamente el factor que ha propiciado la destrucción sistemática de los dispositivos constitucionales que en teoría obligan al Gobierno a establecer y garantizar el funcionamiento de un Estado de derecho y de justicia.
Este es el núcleo duro de la actual “estrategia” opositora, concentrarse en la identificación de los problemas puntuales y en el planteamiento de sus soluciones, y evitar por todos los medios definir y denunciar la naturaleza oprobiosa del régimen. De acuerdo con esta visión parcial e insuficiente de la realidad nacional, no tocar a Chávez ni con el pétalo de una rosa o, mejor aún, presumir incluso de que no existe, nos permitiría eludir el indeseable debate político que busca Chávez, simple “trapo rojo”, dicen, para distraer nuestra atención de lo único que debe importarnos, el esbozo en abstracto de políticas públicas muy normales en el marco de un glorioso clima de reconciliación nacional.
Mentira podrida. No es posible poner en marcha una nueva Venezuela dentro de ese inaudito vacío político y existencial. La Venezuela en que vivimos no es virtual, ni las campañas ni las elecciones venideras forman parte de un cordial concurso de amabilidades entre Chávez y algún otro venezolano, sino todo lo contrario.
Mucho me temo que de seguir por este camino de la mistificación y el artificio, los precandidatos, aunque lucen simpáticos y buena gente (la verdad es que todos me caen muy bien) esta vez tampoco llegarán demasiado lejos, entre otras razones, porque las próximas consultas electorales no se desarrollarán en circunstancias de relativa normalidad. Las intenciones del régimen son perversas y hace mucho que están ahí, a la vista de quien tenga ojos para verlas. En primer lugar, las de un Consejo Nacional Electoral que al igual que el Tribunal Supremo de Justicia y los otros poderes públicos sólo obedece, sin chistar, las instrucciones del presidente-candidato. Un presidente-candidato, por cierto, que usa y abusa del poder político y financiero del Estado como si Venezuela fuera de su exclusiva propiedad y que además cuenta con un Alto Mando Militar que no se cansa de advertirnos que las tropas a su mando jamás admitirían una derrota electoral de su comandante en jefe.
Esta es la realidad y sería ingenuo tratar de edulcorarla a punta de optimismo desmesurado. En primer lugar, porque derrotar a Chávez, si bien es posible, constituye una tarea extremadamente complicada. Segundo, porque si al fin se le derrota es preciso tener los medios necesarios para impedir que se le arrebate su triunfo al candidato opositor y, por último, porque habiendo superado estos dos escollos extraordinarios, antes de pensar en problemas, soluciones y políticas públicas, habrá que impulsar desde Miraflores un tormentoso, implacable y largo proceso de transición encaminado a restaurar contra viento y marea la democracia como sistema político y la legalidad institucional como norma diaria de vida. Lo demás equivaldría, nos referiremos a ello la próxima semana, a hablar de pajaritos preñados.
Por: ARMANDO DURÁN
Política | Opinión
EL NACIONAL