“Llegó el socialismo, pues..”
Interrumpo el párrafo que escribo, echo mano del bolso y me precipito al ascensor en cuyo espejo intentaré domeñar las greñas irredentas.
No hay tiempo que perder. Me han avisado por el intercomunicador que ha llegado el aceite al supermercado.
Avanzo por la calle a zancadas, pero es inútil: de los portales van saliendo mujeres raudas, algunas secándose en la falda las manos lavadas a la carrera. Se me adelanta un pelotón que me deja rezagada y envuelta en una estela de cebollín. Aprieto el paso, pero no tanto como para mezclarme con la milicia de los fogones.
Experimento un vago bochorno.
No quiero ser confundida con las busconas… de Mazeite. La escasez me avergüenza. Es como si la ruina de mi familia se hubiera convertido en pasto de los periódicos. Al llegar a la esquina compruebo que la noticia se ha diseminado por todos los edificios de mi barrio. De cada extremo vienen las huestes.
Entro al supermercado con el tropel, solo para escuchar que el aceite se acabó. ¡Pero ya traen más!, grita una mujer con más determinación que dientes. El establecimiento, habitualmente reservado a la clase media y a los inmigrantes europeos que caracterizan el vecindario, se ha hecho moreno y enchancletado.
Ha irrumpido también un claro liderazgo en materia de colas. No tardará en surgir una voz perita en organizar las ansiosas masas.
“¡Por aquí!”, dice la empoderada.
“Aquí empieza la cola, doñita, por favor, busque su puesto”. En cuestión de minutos hemos hecho una alineación pegada al anaquel de las especies, prolongada por el estante de los cepillos de dientes y vete a saber hasta dónde.
En la espera saltan como los comentarios, con volumen, sin timidez. “Esta es la revolución”. “Llegó el socialismo, pues”. Quisiera tener reaños para pronunciarme como una Pasionaria del caldero seco, pero estoy abrumada por la humillación. Si al menos tuviera el coraje de abandonar esa cola donde han comenzado los empujones y los pleitos con los coleados. Me retiene la imagen de la botella con apenas un dedo de aceite, en la alacena. De pronto se oye un grito: “ya viene”. Pero es un falso indicio. Sigue llegando gente a la cola. Sube un murmullo y veo, al final del pasillo, tres empleados que escoltan un carrito rebosante de botellas de aceite. La luz de las neveras las hace refulgir como joyas.
-Señores, hagan su fila vienen diciendo los obreros del supermercado con el tono burlón y altanero de los funcionarios de Extranjería o de la Dirección de Tránsito. Solo podrán llevar dos botellas por personas.
Nada más detenerse el carrito la cola se desmanda. En la confusión me veo extendiendo los brazos hacia el gañán que dosifica la preciosa carga. Los hombres de la cola no dudan en repartir codazos. Veo expresiones de dolor y de fiereza. Y muchos brazos estirados. Integramos una especie de mural de Guernica, casi tan desesperado y exhausto.
Bufando y sorteando los apeñuscados cuerpos, huyo con mis dos botellas aferradas al pecho, rogando que nadie me haya visto en la rebatiña. Me dirijo a la caja, ansiosa por salir de ese lugar y sintiendo cómo se me adensa la sensación de derrota y depauperación.
Por qué ocurre todo esto. Por qué los venezolanos estamos sometidos a tan violenta situación para comprar un poco de aceite.
La explicación es muy simple. En los últimos 26 meses, 2 de los 3 fabricantes venezolanos de aceite refinado de maíz han dejado de producir. Y ha quedado Mazeite, producido por Empresas Polar, íngrimo en el mercado nacional, donde representa 13,81%. Esto significa que casi 90% del mercado ha quedado desabastecido.
La causa: 40% del crudo de maíz utilizado para la producción de Mazeite es nacional y 60% restante debe ser importado. Pero a los precios actuales es imposible traerlo porque resulta más caro de lo que puede venderse: el precio del aceite crudo importado que se requiere para producir un litro de aceite de maíz es de 8,04 bolívares (sin incluir el procesamiento industrial, el envase, la mano de obra y la distribución), pero el producto final debe venderse al precio regulado establecido en Gaceta Oficial de 7,80 bolívares.
Cada botella vendida supone una pérdida para una empresa que emplea miles de venezolanos y para el consumidor una lucha que viene a aumentar las dificultades de la vida cotidiana en este pobre país gobernado por ineptos y, como dijo mi vecina de fila, una señora española: “Por un Presidente que odia a Venezuela”. De esto no me cabe la menor duda.
Por: MILAGROS SOCORRO
msocorro@el-nacional.com
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