“Sabíamos que esto nos iba a pasar”
Lo dice la gente del barrio de allá. Cuando llegó la policía y se llevó al Sergio y sus panas, no se sabe si para cumplir con su deber o porque algún chanchullo cocinaban, algunos se alegraron pero la gran mayoría de la gente se preocupó porque “sabían lo que les iba a pasar”. Sergio y su grupo formaban el primer anillo malandro del barrio, el de los “profesionales”, los que se dedicaban al delito como su medio exclusivo de vida, de recursos económicos y de adquisición y mantenimiento del necesario “respeto”. Claro que eran y son malandros, pero su negocio estaba fuera del barrio. Dentro, en cambio, no sólo defendían a sus convecinos contra otros delincuentes que quisieran llegar a someterlos o a enconcharse en la comunidad atrayendo así la atención de los policías cuya actuación suele ser más temible, sino que además, y sobre todo, mantenían a raya a esos chamos de catorce, quince y dieciséis años que aprendían de ellos y los acompañaban pero que también esperaban la oportunidad de ocupar su lugar. Unos días antes el Gavilancito que quiso alebrestarse recibió sus buenos cachazos para que se quedara quieto y no tuvo más remedio que achantarse con su cabeza sangrante. El barrio estaba en paz, en esa “paz malandra” de la que hace un tiempo escribí en este mismo espacio y que es la mejor y más segura que se puede dar hoy en una comunidad popular de cualquiera de nuestras ciudades. La policía acabó con ella y desató la guerra. Llevándose al Sergio y su combo, dejó el campo despejado para que esos adolescentes aprendices se encontraran libres de entregarse a ganar “respeto” y recursos con sus fechorías. Como todavía no tenían experiencia ni práctica en el delito fuera, pues el espacio estaba ocupado por una competencia en la que hacerse un lugar requiere inteligencia, decisión, riesgo y tiempo, cosas en las que Sergio estaba ya sobrado, empezaron a perturbar la tranquilidad del barrio. Entraron en las casas, robaron equipos, asaltaron a los estudiantes para quitarles los celulares y algunos zapatos y se empezaron a oír tiros bien cerquita casi todas las madrugadas. Y estalló la guerra entre ellos. Al Gavilancito, que quiso imponerse como otro Sergio pero sin llegarle a los talones, ya lo mataron con su amigo el Catire. El tiroteo fue de película, calle arriba y calle abajo. Hacía demasiado tiempo que eso no pasaba. Entre tiro y tiro le pegaron también a una niña de cuatro años con una bala que atravesó la ventana de su casa. Está grave en el hospital. La gente no sabe qué hacer y añora los buenos tiempos de la paz malandra. Con un malandro mayor se puede hablar y negociar pero con estos “bichitos”, como se suele decir, imposible.
El control de la violencia, en una comunidad popular, es algo mucho más complejo y delicado de lo que suelen pensar la policía, el Estado, la sociedad bienpensante o los mismos “violentólogos”. El barrio es ya de por sí una intrincada red de relaciones humanas de todo tipo, en la que el grupo de malandros tiene su puesto lo mismo que un enfermo, por muy grave que esté, lo tiene en su familia. Es además un sistema de fuerzas en equilibrio precario. Cuando un factor externo lo perturba, puede desencadenarse el caos con sus secuelas de muerte y sufrimiento. La buena voluntad no es suficiente, puede llevar al infierno. Nadie duda de que el Estado y sus instituciones tienen que intervenir. Su ausencia, causante de impunidad, es tan dañina como puede serlo una presencia que no tome en cuenta lo complejo de la realidad.
Es necesario saber antes de actuar. No es fácil.
Difícil y todo, la gente del barrio siempre sabe “lo que nos va a pasar”.
Por: ALEJANDRO MORENO
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