“Abogados mediocres
y oscuros buscones..”
Jura que se limitó a seguir órdenes superiores, que fue acólito leal de los mandatos de la Convención.
En sus inicios, la Revolución Francesa hace un esfuerzo notable para la reordenación de la sociedad mediante la introducción de leyes justas. El pensamiento de la Ilustración y los artículos de la Enciclopedia, reproducidos en centenares de ensayos y sintetizados en la influencia de autores fundamentales como Montesquieu y Rousseau, teóricos del Estado liberal, se conjugan en un proceso coherente de liquidación de un cúmulo de situaciones injustas que clamaban al cielo. Pese a la circulación de opiniones diferentes sobre la reforma del Estado, la Asamblea Constituyente logra la aplicación de principios universales e inmutables con el objeto de salvaguardar el bien común mientras se derrumba el antiguo régimen. Gracias a la lucidez de los constituyentes, se llega con éxito a una primera transferencia del poder hacia el cuerpo general de los propietarios y de los sectores provistos de educación, en detrimento de los privilegios de la nobleza. Quizá fuese tal transferencia, según el parecer de un historiador escrupuloso como Norman Hampson, la primera gran manifestación de humanitarismo en el seno de un proceso revolucionario, que sucede en la historia universal. Desde los escaños de la Asamblea Constituyente, la flor y nata del conocimiento jurídico calcula los pasos hacia metas de justicia y reparación social cuyo establecimiento sonaba como fantasía en la víspera.
La diferencia de pareceres sobre la suerte del rey, que desemboca en fracturas capaces de terminar en un abismo, pero también la influencia de abogados mediocres y oscuros buscones de provincia que aprovechan el ambiente de cambios para llegar a la cumbre, modifican la auspiciosa situación original. Uno de esos leguleyos opacos, Maximiliano Robespierre, logra entonces un ascenso capaz de convertirlo en referencia nacional y en factor estable de poder. En adelante, el humanitarismo del principio desaparece en beneficio de una corriente de fanatismo e intolerancia capaz de bañar en sangre todo lo que al principio se caracterizó por la prudencia y por el respeto de los gobernados. Es entonces cuando brilla la estrella de Antoine Fouquier-Tinville, a quien la posteridad conoce como El abogado de la Revolución. Fouquier-Tinville no es sino un modesto burócrata de Chatelet, fracasado en los negocios y lleno de deudas, quien logra mitigar sus aprietos gracias un cargo que encuentra en la policía real. Su suerte cambia en la medida en que aumenta la fama de su primo Camille Desmoulins, publicista notable, redactor de folletos memorables que le crean afectos desenfrenados entre la muchedumbre de París. De la mano de Desmoulins participa como jurado en sonados juicios contra los monárquicos, faena en la que actúa con una diligencia capaz de recomendarlo para destinos más exigentes. Los promotores más decididos de la época del terror, especialmente Robespierre y Saint-Just, posan la vista en sus cualidades. De allí que, en 1793, sea elegido por la Convención como miembro principal del Tribunal Revolucionario, del cual se convierte en encarnación debido a la tenacidad de su trabajo como perseguidor de contrarrevolucionarios.
La participación en dos juicios estelares que terminan en sentencias ovacionadas por el pueblo, apuntala la reputación de Fouquier-Tinville. Logra la condena de Charlotte Corday y de la reina María Antonieta, para que en breve sea apreciado como el juez preferido por el Comité de Salud Pública que impone la ley según sus prejuicios, pero especialmente de acuerdo con las antipatías de Robespierre y Saint-Just, a partir de 1794. Basta entonces una denuncia de los sans-culottes para que un enjambre de desafortunados termine sus días en el cadalso. Basta que se sospeche de alguien, partiendo de suposiciones y sin la exhibición de una sola evidencia, para pagar duro cautiverio o para ser degollado en acto público. Por la “justicia” de Fouquier-Tinville pasan los líderes de la Montaña y la Gironda opuestos a la autocracia de Robespierre, entre ellos un par de protagonistas de primera línea en el proceso revolucionario, Danton y el primo Desmoulins, para quienes ordena el último suplicio sin ventilar pruebas concretas. A partir de 9 Thermidor, cuando sucede un afortunado golpe contra Robespierre, declina la estrella de Fouquier-Tinville.
Es acusado entonces de manejos atroces en los tribunales. Se le muestra como títere de Robespierre. Se le achacan casos monstruosos de condenas sin juicio ni sentencia. Numerosos interesados piden su muerte por la celebración de procesos masivos en los que no existió la posibilidad de la defensa, ni la referencia a una ley determinada ni la asistencia de un público capaz de hablar de una simple corrección a medias en el manejo de los casos. En la prensa thermidoriana insisten en su trastocamiento de roles en la médula de la mansión de la legalidad, debido a que no procuró justicia para todos sino sólo para beneficio de los jacobinos. El abogado de la Revolución se defiende a su manera. Jura que se limitó a seguir órdenes superiores, que fue acólito leal de los mandatos de la Convención y que jamás fue presionado por Robespierre. Palabras vanas, explicaciones sin fundamento que los jurados desechan por unanimidad. “No tengo nada que reprocharme, siempre actué conforme a la ley” declara Antoine Fouquier-Tinville cuando es conducido a la guillotina en medio de las imprecaciones del populacho, el 18 de mayo de 1795.
Por: ELÍAS PINO ITURRIETA
eliaspinoitu@hotmail.com
@eliaspino
OPINIÓN | EL UNIVERSAL
domingo 4 de septiembre de 2011