Nadie pudo reprimir una
sonrisa había que disimular
A las diez en punto de la mañana, los ciudadanos enganchados a la pantalla del televisor pudieron ver el rostro tumefacto del sustituto que con sus ojos arrasados les iba a comunicar la más abrumadora desgracia: “Ciudadanos: nuestro líder ha muerto…”. Y luego añadió esa muleta que los albaceas de los dictadores consideran ineludible: compartir la honda pena: “Yo sé que en estos momentos mi voz llegará a sus hogares entrecortada y confundida por el murmullo de sus sollozos…”.
El sustituto apenas pudo terminar, anegado por las lágrimas. Fueron los siete minutos más agobiantes de su funesta trayectoria como segundón. A renglón seguido, desencajado, pasó a leer el testamento que dejó el muerto a sus compatriotas, su última voluntad que coincidía con la primera. Ni en el lecho de muerte podía de dejar de ser el cínico que había sido siempre: “Creo y deseo no haber tenido otros enemigos que aquellos que lo fueron de mi país, no olviden que los enemigos de la patria y del régimen están alerta”. Moría igual que había vivido, con la palabra enemigo siempre en la boca.
Se declaró luto nacional por treinta días y se suspendieron los espectáculos de todo tipo, salvo los religiosos, hasta las seis de la tarde del trigésimo día. En aquel momento de turbación no percibieron el perjuicio social que tal medida podía generar. ¡Se habían olvidado de los partidos de fútbol! y así, raudos, corrigieron lo que pudo convertirse en tragedia social, rebajando -sólo para el fútbol- las horas de abstinencia hasta las tres de la tarde. El comercio de la alimentación tuvo menos suerte y sólo se le permitió abrir cuatro horas matutinas. Las panaderías debían cerrar antes de mediodía.
A las 8 de la mañana del siguiente día se abrió al público el Salón de Palacio donde reposaba el féretro embalsamado del líder, iluminado por seis hachones de cera y seis soldados, armados y de gala, haciendo guardia. Las colas para ver el espectáculo y darle el último adiós al difunto alcanzaron, sumadas, los quince kilómetros y se consideró que unas doscientas cincuenta mil personas hicieron acto de presencia.
Se utilizaron todos los excesos para honrar al muerto. Un diario oficial se llevó la palma y abrió una brecha hasta el infinito al describir el ingreso del líder en los cielos: “El líder está ya subiendo las impresionantes gradas que conducen ante Dios y ante la historia. Sin escoltas, sin oropeles, sin fanfarria, sin siquiera la mínima sombra de un corneta de órdenes. Va despacio, humilde y un poco encorvado porque no lleva las manos vacías. Guarda -sospecho- seis palabras en su boca. Pueden ser éstas: “Sin novedad, Señor, en mi patria”.
Otro de sus camaradas se empujó con esta apología: “Se ha apagado para siempre aquella luz de Palacio, y un soplo muy fuerte y muy violento borró para siempre algo que era natural para nosotros, algo que estaba en la mente del pueblo como está todo lo grande, lo imborrable, lo que sólo el tiempo o una lanzada al corazón pueden borrar”. Y parodiando, nada más y nada menos, a Walt Whitman a la muerte de Abraham Lincoln le espetó: “¡Oh, capitán, ¡Mi capitán! Levántate y escucha las campanas…”.
Y otro más adulante finalizaba su jaculatoria así: “Nada había en él de pasión de poder… por su comportamiento y por su psicología estaba en los antípodas del dictador”.
Nadie pudo reprimir una sonrisa, por más que fueran días sombríos y había que disimular.
Los militares todos, como si se hubiesen puesto de acuerdo, fueron en traje de gala y ninguno de ellos olvidó ni una sola de sus medallas y alamares.
Automáticamente los poderes del Estado pasaron a un denominado Consejo de Estado, institución creada por el muerto en la idea de que no tuviera que funcionar nunca porque el líder era eterno y esa muerte no pudo haber sido prevista jamás. Estaba prohibido.
Las cosas no ocurrieron como lo tenían previsto los seguidores del líder fallecido -todo esto lo cuenta Gregorio Morán, mutatis mutandis, en su biografía de Adolfo Suárez -así vino la transición y terminaron gobernando… los que jamás hubiese querido, ni permitido en vida, Francisco Paulino Hermenegildo Teódulo Franco Bahamonde Salgado Pardo “Caudillo de España por la Gracia de Dios”.
PS: Advertencia: los apologistas de Franco no aceptan plagio.
Por: Antonio Ecarri Bolívar
aecarrib@gmail.com
@ecarribolivar
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